Así leí emocionado las páginas donde Ibn Hazm define el amor como una enfermedad rebelde, que sólo con el amor se cura, una enfermedad de la que el paciente no quiere curar, de la que el enfermo no desea recuperarse (¡y Dios sabe hasta dónde es así!). Comprendí por qué aquella mañana me había excitado tanto todo lo que veía, pues, al parecer, el amor entra por los ojos, como dice, entre otros, Basilio de Ancira, y quien padece dicho mal demuestra —síntoma inconfundible— un júbilo excesivo, y al mismo tiempo desea apartarse y prefiere la soledad (como yo aquella mañana), a lo que se suma un intenso desasosiego y una confusión que impide articular palabra... Me estremecí al leer que, cuando se le impide contemplar el objeto amado, el amante sincero cae necesariamente en un estado de abatimiento que a menudo lo obliga a guardar cama, y a veces el mal ataca al cerebro, y entonces el amante enloquece y delira (era evidente que yo aún no había llegado a esa situación, porque me había desempeñado bastante bien cuando exploramos la biblioteca). Pero leí con aprensión que, si el mal se agrava, puede resultar fatal, y me pregunté si la alegría de pensar en la muchacha compensaba aquel sacrificio supremo del cuerpo, al margen de cualquier justa consideración sobre la salud del alma.