martes, 29 de septiembre de 2009
Sculpture: ricardo marcenaro. Eros serie
Literatura: Hermann Hesse. La Ruta Interior. Fragmento
Fragmento de:
¡Ese día la vida carecía para mí de todo! Era un sábado pero parecía lunes, un lunes tres veces más largo y monótono que los demás días de la semana. ¡Qué vida más desgraciada y repulsiva, falsa e hipócrita! Los adultos se conducían como si el mundo fuera perfecto, como si fueran semidioses. y nosotros, los muchachos, chusma y la hez de la humanidad. De los maestros, ¡preferible no hablar!... Los niños sentíamos anhelos y ambiciones, teníamos apasionados y sinceros arranques hacia lo bueno, ya se tratara de aprender los verbos irregulares griegos, de mantener aseadas las prendas, de obedecer a los padres y de soportar con heroico silencio los dolores y las humillaciones. A menudo nos levantábamos llenos de piadoso fervor, para consagrarnos a Dios y seguir el sendero puro e ideal que lleva a las máximas alturas, practicar las virtudes, tolerar resignados las maldades, ayudar a nuestro prójimo... ¡pero eso nunca pasaba de un arranque, de una tentativa, de un breve e inseguro aleteo! Siempre sucedía que al cabo de unos días, a veces sólo pocas horas, se presentaba algo inesperado, algo miserable, triste, vergonzoso. ¡Siempre en medio de las más firmes y nobles resoluciones y promesas, caíamos de pronto irremediablemente en el pecado y en el mal, en lo ordinario y lo mediocre! ¿Por qué reconocíamos y sentíamos tan honda-mente la belleza y la justicia de los buenos propósitos, si la vida (incluíamos en este concepto a los adultos) hedía a trivialidad y estaba organizada para el triunfo de lo mezquino y lo vulgar? ¿Cómo era posible arrodillarse perpetuamente: de mañana en el lecho, de noche ante los encendidos cirios, jurando consagrarse a todo lo hermoso y puro, invocando a Dios y desafiando al mal... para luego, acaso sólo pocas horas más tarde, traicionar miserablemente esos irrevocables juramentos e intenciones, dejándose arrastrar a una estúpida carcajada ante el más vulgar de los chistes escolares? ¿Por que era ello así? ¿Acaso para otros era distinto? ¿Los héroes romanos y los griegos, los caballeros, los primeros cristianos, habían sido acaso hombres diferentes, mejores, más perfectos, sin malos instintos, provistos de algún órgano que me faltaba y que les impedía caer desde el cielo a una tierra de bajeza, desde lo elevado a lo defectuoso y vulgar? ¿Acaso desconocían el pecado original, los héroes y los santos? ¿La bondad y la nobleza de ánimo eran privilegio de unos pocos individuos selectos? ¿Pero si yo no era un elegido, por qué experimentaba ese anhelo hacia todo lo bello y elevado, esa intensa y vehemente nostalgia por la pureza, la bondad, y la virtud? ¿No era una burla? ¿Cómo sucedía que en el mundo de Dios un ser humano, un muchacho era portador de instintos buenos y malos, y debía sufrir y desesperarse, para servir -infeliz y grotesca criatura- de diversión a un Dios espectador? ¿Cómo era posible? ¿Pero, entonces, no se convertía el mundo en una broma diabólica, en algo sólo digno de un escupitajo? ¿ y el mismo Dios no resultaba sino un monstruo, un insensato, un estúpido y repulsivo bribón? ¡ y mientras pensaba estas cosas con cierto amargo placer de rebelde, ya mi corazón temeroso me castigaba haciendo surgir el miedo ante las blasfemias proferidas!
ricardo marcenaro bitácora. Ro
Ro
En azul me desperté sobre un arco iris irradiado desde la sombra de tu piel,
El anillo donde se esfuman los nefastos besos que con traición del intelecto sembraste para no querer,
Aprendiendo del vaso roto mil veces por el mismo pie y que en sueños se reconstruye eternamente,
Cortó sobre el pecho con un caparazón sobre su coraza que pareció de cartílago transparente hasta que al sangrar, acero oxidado, máquina ruin, pareció.
Aniquiló el polvo que con su comportarse aún flotaba como una nube entre los dos para dejar luto y margaritas, mazos de cartas y anotaciones, crisantemos en floreros podridos desde donde explicaba sus juventudes.
Quería comprenderla, abrasarla, besarla hablándole junto a sus labios maravillosos como praderas de hierba nueva bañada de rocío.
Querías escribirle hablarle decirle llamarla dedicándole…
Ella lo mató en un asalto.
Literatura: Hermann Hesse. Narciso y Golmundo - Fragmento
Con apasionado fervor inició Narciso el contacto con esta alma joven cuya índole y destino había ya descubierto. Y Goldmundo, por su parte, profesaba encendida admiración a su hermoso e inteligentísimo maestro. Pero Goldmundo era tímido; no se le ocurría otro procedimiento para ganarse a Narciso que el de esforzarse hasta el agotamiento en ser un discípulo atento y estudioso. Y no era sólo la timidez lo que le detenía. Deteníale también cierto sentimiento de que Narciso era para él un peligro. No podía tener a un tiempo por ideal y por modelo al bueno y humilde abad y al agudo, erudito y precoz Narciso. Y, sin embargo, perseguía con todas las espirituales energías de su mocedad los dos ideales incompatibles. Esto le hacía sufrir a menudo. A las veces, en los primeros meses de su permanencia en la escuela, sentía en el corazón tal confusión y desgarramiento que le venía con fuerza la tentación de huir de allí o de desahogar en el trato con sus camaradas su angustia y su interna cólera. Con frecuencia, cualquier pequeña broma o impertinencia de estudiantes encendía súbitamente en él, de ordinario bondadoso, tan violenta furia y enojo, que sólo haciendo apelación a todas sus fuerzas podía dominarse y alejarse de allí con los ojos cerrados, pálido como un cadáver y en silencio. Iba entonces a la cuadra, junto al caballo Careto, apoyaba la cabeza en su cuello, lo besaba y se ponía a llorar. Y su dolencia fue agravándose y llegó a hacerse manifiesta. Se le enflaquecieron las mejillas, tenia a menudo la mirada apagada e hízose rara aquella risa suya qre todos amaban.
Ni él mismo sabía lo que le pasaba. Era su más sincero deseo y voluntad ser un buen alumno, iniciar prontamente el noviciado y convertirse luego en un piadoso y tranquilo hermano de los padres; creía que todas sus energías y facultades se orientaban hacia ese pío y dulce propósito y nada sabía de otros afanes. Por eso le resultaba extraño y triste advertir cuan difícil era de alcanzar tan simple y hermoso objetivo. Desalentábale y sorprendíale descubrir a veces en sí inclinaciones y estados de ánimo censurables: distracción y repelencia en el estudio, sueños y fantasías, o bien somnolencia en las lecciones, rebeldía y antipatía hacia el profesor de latín, irritabilidad y colérica impaciencia para con sus condiscípulos. Y lo más desconcertante era que su amor hacia Narciso no se compadecía bien con el que profesaba al abad Daniel. Al mismo tiempo, creía, en ocasiones, descubrir por íntima convicción que también Narciso le amaba, que se interesaba por él y que le esperaba.
Los pensamientos de Narciso se ocupaban de él mucho más de lo que el mozuelo presumía. Anhelaba trabar amistad con aquel joven hermoso, despejado, placiente; adivinaba en él su polo opuesto y su complemento, quisiera atraérselo, dirigirlo, instruirlo, elevarlo y conducirlo a plena floración. Pero se retraía. Y ello por varios motivos, casi todos conscientes. Impedíaselo, singularmente, la repugnancia que le inspiraban los maestros y monjes, no escasos en número, que se enamoraban de Discípulos y novicios. Con harta frecuencia había él mismo sentido sobre sí la mirada codiciosa de hombres de edad y con harta frecuencia también había respondido a sus amabilidades y zalamerías con un mudo rechazamiento. Ahora los comprendía mejor. Veía cuan seductor sería amar al hermoso Goldmundo, provocar su risa encantadora, acariciar con tierna mano su cabello rubio. Pero jamás lo haría, nunca jamás. De otra parte, como ayudante de clase que tenía la condición de maestro, aunque sin su dignidad ni autoridad, habíase acostumbrado a guardar una especial cautela y circunspección. Habíase habituado a tratar a quienes eran casi de su misma edad como si les llevara veinte años, y también a evitar severamente toda preferencia hacia alguno de ellos y a mostrar la máxima justicia y solicitud con los escolares que le resultaban antipáticos. Su servicio era un servicio que prestaba al espíritu; a él había consagrado su austera vida, y únicamente en secreto, en momentos de flaqueza, se permitía recrearse en el orgullo y en su superior saber e inteligencia. No; por seductora que fuese la amistad con Goldmundo, constituía un peligro y no debía permitir que rozara la médula de su vida. La médula y el sentido de su vida era el servicio al espíritu, el servicio a la palabra; era la tranquila, excelsa, altruista tarea de dirigir a sus discípulos —y no sólo a ellos— hacia altos objetivos espirituales.
Nota: Narciso y Golmundo es uno de los libros más maravillosos que he leído. Les recomiendo su lectura, habla de los sentimientos más elevados del ser humano con una brillante prosa.
Actors: Jean Harlow
Howard Hughes
James Gagney
Design
Vanity Fair
Jean Harlow (clic here Wiki) (March 3, 1911 – June 7, 1937) was an American film actress and sex symbol of the 1930s. Known as the "Platinum Blonde" and the "Blonde Bombshell" due to her platinum blonde hair, Harlow was ranked as one of the greatest movie stars of all time by the American Film Institute. Harlow starred in several films, mainly designed to showcase her magnetic sex appeal and strong screen presence, before making the transition to more developed roles and achieving massive fame under contract to Metro-Goldwyn-Mayer (MGM). Harlow's enormous popularity and "laughing vamp" image were in distinct contrast to her personal life, which was marred by disappointment, tragedy, and ultimately, her sudden death from renal failure at age 26.
Jean Harlow (clic aquí Wiki) (3 de marzo de 1911 - 7 de junio de 1937) fue una actriz estadounidense y 'sex-symbol' de los años 30. Conocida como 'La rubia platino' por su famoso cabello, su enorme popularidad e imagen de vampiresa contrastaron con su vida privada, llena de desilusiones, que acabó con una muerte prematura a los 26 años debido a un fallo renal.
Su verdadero nombre era Harlean Carpenter. Nació en Kansas City, Missouri (Estados Unidos), hija de Mont Clair Carpenter, un dentista, y su mujer Jean Poe Harlow. Ésta última era extremadamente protectora con Harlean, lo que creó una relación muy fuerte entre ellas para el resto de sus vidas, solía llamarla 'Baby' en vez de Harlean; de hecho, sólo cuando ingresó en la escuela para niñas 'Miss Barstow', en Kansas, la niña se enteró de que su verdadero nombre era Harlean y no 'Baby'. Poco después, sus padres se divorciaron. Jean consiguió la custodia de Harlean y ésta sólo volvió a ver a su padre una vez en la vida.
En 1923, ambas se mudaron a Hollywood con la esperanza de que Harlean se convirtiera en una gran estrella pero, tras estudiar brevemente en una escuela dramática para chicas sin lograr mucho éxito, volvieron a Kansas pasados dos años. En 1925, el abuelo de Harlean la mandó a un campamento de verano en Míchigan, donde ésta cayó enferma con fiebre escarlatina. Después Harlean estudiaría en Ferry High School en Forest, Illinois, y a sus dieciséis años conoció al que sería su primer marido; Charles McGrew, de 20 años y heredero de una gran fortuna. La pareja se mudó a Los Ángeles, donde por fin unos ejecutivos de la Fox se interesaron por Harlean, a la que contrataron bajo el nombre de Jean Harlow.
Literatura: Sir Arthur Conan-Doyle. Fragmento de La Catacumba Nueva
Escuche, Burger: yo quisiera que usted tuviera — confianza en mí —dijo Kennedy.
Los dos célebres estudiosos que se especializaban en las ruinas romanas estaban sentados a solas en la confortable habitación de Kennedy, cuyas ventanas daban al Corso. La noche era fría, y ambos habían acercado sus sillones a la imperfecta estufa italiana que creaba a su alrededor una zona más bien de ahogo, que de tibieza. Del lado de fuera, bajo las brillantes estrellas de un cielo invernal, se extendía
Su acompañante, Julius Burger, era hombre de un tipo muy distinto. Llevaba en sus venas una mezcla curiosa de sangre: el padre era alemán, y la madre italiana y le trasmitieron las cualidades de solidez propias del norte, junto con un mayor atractivo y simpatía característicos del sur. Unos ojos azules teutónicos iluminaban su rostro moreno curtido por el sol y se elevaba por encima de ellos una frente cuadrada, maciza, con una orla de tupidos cabellos rubios que la enmarcaban. Su mandíbula de contorno fuerte y firme estaba completamente rasurada, dando con frecuencia ocasión a que su acompañante comentase lo mucho que hacía recordar a los antiguos bustos romanos que acechaban desde las sombras en los ángulos de su habitación. Bajo su dura energía de alemán se percibía siempre un asomo de sutileza italiana; pero su sonrisa era tan honrada, y su mirada tan franca, que todos comprendían que aquello era sólo un índice de su ascendencia, sin proyección real sobre su carácter. Por lo que se refiere a años y celebridad se encontraba a idéntico nivel que su compañero inglés, pero su vida y su tarea habían sido mucho más difíciles. Llegado doce años antes a Roma como estudiante pobre, vivió desde entonces de pequeñas becas que