domingo, 4 de octubre de 2009
Poesía: Oliverio Girondo. Croquis en la arena
CROQUIS EN LA ARENA
La mañana se pasea en la playa empolvada de sol.
Brazos.
Piernas amputadas.
Cuerpos que se reintegran. Cabezas flotantes de caucho.
Al tornearles los cuerpos a las bañistas, las olas alargan sus virutas sobre el aserrín de la playa.
¡Todo es oro y azul!
La sombra de los toldos. Los ojos de las chicas que se inyectan novelas y horizontes. Mi alegría, de zapatos de goma, que me hace rebotar sobre la arena.
Por ochenta centavos, los fotógrafos venden los cuerpos de las mujeres que se bañan.
Hay quioscos que explotan la dramaticidad de la rompiente. Sirvientas cluecas. Sifones irascibles, con extracto de mar. Rocas con pechos algosos de marinero y corazones pintados de
esgrimista. Bandadas de gaviotas, que fingen el vuelo destrozado
de un pedazo blanco de papel.
¡Y ante todo está el mar!
¡El mar!... ritmo de divagaciones. ¡El mar! con su baba y con su epilepsia.
¡El mar!... hasta gritar
¡basta!
como en el circo.
Mar del Plata, octubre, 1920.
Poesía: Oliverio Girondo. Café-Concierto
CAFÉ-CONCIERTO
Las notas del pistón describen trayectorias de cohete, vacilan en el aire, se apagan antes de darse contra el suelo.
Salen unos ojos pantanosos, con mal olor, unos dientes podridos por el dulzor de las romanzas, unas piernas que hacen humear el escenario.
La mirada del público tiene más densidad y más calorías que cualquier otra, es una mirada corrosiva que atraviesa las mallas y apergamina la piel de las artistas.
Hay un grupo de marineros encandilados ante el faro que un “maquereau” tiene en el dedo meñique, una reunión de prostitutas con un relente a puerto, un inglés que fabrica niebla con sus pupilas y su pipa.
La camarera me trae, en una bandeja lunar, sus senos semi-desnudos... unos senos que me llevaría para calentarme los pies cuando me acueste.
El telón, al cerrarse, simula un telón entreabierto.
Brest, agosto, 1920.
Literatura: Julio Cortázar. Rayuela. Fragmento
6
La técnica consistía en citarse vagamente en un barrio a cierta hora. Les gustaba desafiar el peligro de no encontrarse, de pasar el día solos, enfurruñados en un café o en un banco de plaza, leyendo-un-libro-más. La teoría del libro-más era de Oliveira, y
De acuerdo en que en ese terreno no lo estarían nunca, se citaban por ahí y casi siempre se encontraban. Los encuentros eran a veces tan increíbles que
Oliveira se planteaba una vez más el problema de las probabilidades y le daba vuelta por todos lados, desconfiadamente. No podía ser que
Lo que para él había sido análisis de probabilidades, elección o simplemente confianza en la rabdomancia ambulatoria, se volvía para ella simple fatalidad. «¿Y si no me hubieras encontrado?», le preguntaba. «No sé, ya ves que estás aquí...» Inexplicablemente la respuesta invalidaba la pregunta, mostraba sus adocenados resortes lógicos. Después de eso Oliveira se sentía más capaz de luchar contra sus prejuicios bibliotecarios, y paradójicamente
Judy, atrayéndose y rechazándose como hace falta si no se quiere que el amor termine en cromo o en romanza sin palabras. Pero el amor, esa palabra...