Charles Baudelaire
XLV
CONFESIÓN
Una vez, una sola, amable y dulce mujer,
En mi brazo tu brazo pulido
Se apoyó (sobre el fondo tenebroso de mi alma
Este recuerdo no ha palidecido);
Era tarde; cual una medalla nueva
La luna llena se mostraba,
Y la solemnidad de la noche, como un río,
Sobre París durmiente corría.
Y a lo largo de las casas, bajo las puertas cocheras,
Los gatos pasaban furtivamente,
El oído en acecho, o bien, como sombras queridas.
Nos acompañaban lentamente.
De pronto, en medio de la intimidad libre
Abierta a la pálida claridad,
De ti, rico y sonoro instrumento donde no vibra
Más que la radiante alegría,
De ti, clara y alegre cual una fanfarria
En la mañana chispeante,
Una nota llorosa, una nota discordante,
Se escapó vacilando
Como un niño endeble, horrible, sombrío, inmundo,
Del que su familia se avergonzara,
Y que, durante mucho tiempo, para ocultarlo al mundo,
En una cueva lo tuviera en secreto.
Pobre ángel, ella entonó, su nota chillona:
"Nada aquí abajo es cierto,
Y siempre, por más que se acicale,
Se traiciona el egoísmo humano;
"Es duro oficio el de ser bella mujer,
Y es el trabajo banal
De la bailarina loca y fría que se pasma
En una sonrisa maquinal;
"Construir sobre los corazones es una cosa necia;
Que todo vacila, amor y belleza,
Hasta que el Olvido los arroja en su capacho,
¡Para volverlos a la Eternidad!"
Con frecuencia he evocado esta luna encantada,
Este silencio y esta languidez,
Y esta confidencia horrible murmurada
En el confesionario del corazón.
1855.
XLVI
EL ALBA ESPIRITUAL
Cuando entre los disolutos el alba blanca y bermeja
Se asocia con el Ideal roedor,
Por obra de un misterio vengador
En el bruto adormecido un ángel se despierta.
De los Cielos Espirituales el inaccesible azur,
Para el hombre abatido que aún sueña y sufre,
Se abre y se hunde con la atracción del abismo.
Así, cara Diosa, Ser lúcido y puro,
Sobre los restos humeantes de estúpidas orgías
Tu recuerdo más claro, más rosado, más encantador,
Ante mis ojos agrandados voltigea incesante
El sol ha oscurecido la llama de las bujías;
¡Así, siempre vencedor, tu fantasma se parece,
Alma resplandeciente, al sol inmortal!
1854.
XLVII
ARMONÍA DE LA TARDE
He aquí que llega el tiempo en que vibrante en su tallo
Cada flor se evapora cual un incensario;
Los sonidos y los perfumes giran en el aire de la tarde,
¡Vals melancólico y lánguido vértigo!
Cada flor se evapora cual un incensario;
El violín vibra como un corazón afligido;
¡Vals melancólico y lánguido vértigo!
El cielo está triste y bello como un gran altar.
El violín vibra como un corazón afligido,
¡Un corazón tierno que odia la nada vasta y negra!
El cielo está triste y bello como un gran altar;
El sol se ha ahogado en su sangre coagulada.
Un corazón tierno, que odia la nada vasta y negra,
¡Del pasado luminoso recobra todo vestigio!
El sol se ha ahogado en su sangre coagulada...
¡Tu recuerdo en mí luce como una custodia!
1857.
XLVIII
EL FRASCO
Hay fuertes perfumes para los que toda materia
Es porosa. Se diría que penetran el vaso.
Al abrir un cofrecillo llegado del Oriente
Cuya cerradura rechina y se resiste chirriando,
O bien en una casa desierta en algún armario
Lleno del acre olor del tiempo, polvoriento y negro,
A veces encontramos un viejo frasco que se recuerda
Del que surge vivísima un alma que resucita.
Mil pensamientos dormían, crisálidas fúnebres,
Temblando dulcemente en las pesadas tinieblas,
Que entreabren su ala y toman su impulso,
Teñidas de azur, salpicadas de rosa, laminadas de oro.
He aquí el recuerdo embriagador que revolotea
En el aire turbado; los ojos se cierran: el Vértigo
Agarra el alma vencida y la arroja a dos manos
Hacia un abismo oscurecido de miasmas humanas;
La derriba al borde de un abismo secular,
Donde, Lázaro oloroso desgarrando un sudario,
Se mueve en su despertar el cadáver espectral
De un viejo amor rancio, encantador y sepulcral.
Así, cuando yo esté perdido en la memoria
De los hombres, en el rincón de un siniestro armario
guando me hayan arrojado, viejo frasco desolado,
Decrépito, polvoriento, sucio, abyecto, viscoso, rajado,
¡Yo seré tu ataúd, amable pestilencia!
El testigo de tu fuerza y de tu virulencia,
¡Caro veneno preparado por los ángeles! licor
Que me corroe, ¡Oh, la vida y la muerte de mi corazón!
1857.
Ricardo Marcenaro
Argentina
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Diario La Nación
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