Una sugerencia
El verano se aproximaba, y Rhoda Brook casi temía volver a ver a la señora Lodge, aun cuando sus sentimientos por la joven esposa estaban muy próximos al cariño. Algo en su interior parecía declararla culpable de un crimen. Pero la fatalidad dirigía a veces sus pasos hacia las inmediaciones de Holmstoke: cada vez, de hecho, que salía de casa con otra intención que la de ir al trabajo diario; y así ocurrió que su siguiente encuentro tuvo lugar en la calle. Rhoda no pudo evitar sacar el tema que tanto le había ofuscado, y tras las primeras frases de cortesía balbuceó:
—Espero que su... brazo esté ya bien, señora. —Había advertido con consternación que Gertrude Lodge llevaba yerto el brazo izquierdo.
—No; no está nada bien. De hecho, no está mejor en absoluto; está bastante peor. A veces me duele terriblemente.
—Tal vez lo mejor sería que fuera usted a ver a un médico, señora.
Ella contestó que ya había ido a ver a un médico. Su marido había insistido en que fuera a uno. Pero el cirujano no parecía haber entendido en absoluto la aflicción del miembro; le había dicho que lo bañara en agua caliente, y ella lo había bañado, pero el tratamiento no había servido de nada.
—¿Me deja verlo? —dijo la lechera.
La señora Lodge se subió la manga y descubrió el lugar, que estaba a unas pocas pulgadas de la muñeca. Tan pronto como lo vio, Rhoda apenas si puso guardar la compostura. No tenía ningún aspecto de herida, sino que el brazo, a aquella altura, tenía un aire marchito, y la huella de los cuatro dedos aparecía más clara que la vez anterior. Además, a Rhoda se le antojó que estaban impresos precisamente en la misma posición que sus propios dedos habían tenido al agarrar el brazo durante el trance: el primero cerca de la muñeca de Gertrude y el cuarto cerca del codo.
La semejanza de la señal parecía haber afectado a la misma Gertrude desde su último encuentro.
—Casi parecen huellas de dedos —dijo; y añadió con una débil risa—: Mi marido dice que es como si alguna bruja, o el diablo en persona, me hubiera cogido por ahí y hubiera podrido la carne.
Rhoda sintió un escalofrío.
—Eso son imaginaciones —dijo apresuradamente—. Yo de usted no haría caso.
—No le haría tanto caso —dijo la más joven, con un titubeo— si no tuviera la sensación de que hace que mi marido... me aborrezca... no, me quiera menos. Los hombres piensan tanto en el aspecto físico.
—Algunos sí... él, por ejemplo.
—Si; y estaba muy orgulloso de mí al principio. —Mantenga el brazo tapado ante su vista.
—Ah... ¡él sabe que la desfiguración está allí! —Trató de ocultar las lágrimas que asomaban a sus ojos.
—Bueno, señora, espero de veras que desaparezca pronto.
Y así la mente de la lechera se vio nuevamente encadenada a aquel tema, al volver a casa, por un especie de horrible encantamiento. La sensación de ser culpable de un acto de perversión aumentó, por mucho que hiciera para ridiculizar sus supersticiones. En el fondo de su corazón Rhoda no se oponía enteramente a una ligera disminución de la belleza de su sucesora, hubiera aquélla tenido lugar por los medios que fuera: pero no deseaba infligirle dolor físico. Porque, aun cuando aquella bonita mujer había hecho imposible que Lodge reparara de alguna forma su pasada conducta para con ella, cualquier cosa que se pareciera al resentimiento por aquella inconsciente usurpación había desaparecido por completo de la mente de la mayor de las dos mujeres.
¿Qué pensaría la dulce y gentil Gertrude si tuviera conocimiento, tan sólo, de la escena del sueño del dormitorio? No hablarle de aquello le parecía a Rhoda una traición a la amistad existente entre ambas; pero no podía decírselo espontáneamente... y tampoco podía inventar un remedio.
Reflexionó acerca del asunto durante la mayor parte de la noche; y al día siguiente, después del ordeño matinal, se puso en camino con el fin de ver nuevamente a Gertrude —si podía—, atraída hacia ella por una horrible fascinación. Mientras vigilaba la casa a cierta distancia, pudo discernir, al cabo de un rato de estar allí, a la mujer del granjero cabalgando a solas, probablemente para reunirse con su marido en algún campo alejado. La señora Lodge la vio, y fue en su dirección a medio galope.
—¡Buenos días, Rhoda! —dijo Gertrude al llegar junto a ella—. Iba a hacerte una visita.
Rhoda notó que la señora Lodge sujetaba las riendas con cierta dificultad.
—Espero que... el brazo malo... —dijo Rhoda.
—Me han dicho que tal vez haya un medio de averiguar la causa, y por tanto quizá también de hallar el remedio —contestó la otra con excitación—. Hay que ir a ver a un hombre muy habilidoso del erial de Egdon. No sabían si vive todavía... y no puedo acordarme de su nombre en este momento; pero me dijeron que tú sabías más acerca de sus movimientos que ninguna otra persona de por aquí, y que me podrías decir si aún se le pueden hacer consultas. Dios mío, ¿cómo se llamaba? Tú lo tienes que saber.
—No será el brujo Trendle, ¿verdad? —dijo su delgada interlocutora, empalideciendo.
—Trendle... eso es. ¿Vive todavía?
—Creo que sí —dijo Rhoda a regañadientes.
—¿Por qué le llamas el brujo?
—Bueno... se dice... solía decirse que era un... que tenía poderes que la demás gente no tiene.
—Oh, ¡cómo ha podido mi gente ser tan supersticiosa como para recomendarme a un hombre de esos! Creí que se referían a un médico. No pensaré más en ello.
Rhoda pareció sentirse aliviada, y la señora Lodge reanudó su paseo a caballo. La lechera se había dado cuenta en su interior, desde el momento en que oyó que se la mencionaba como intermediaria de aquel hombre, de que los trabajadores de la granja habían insinuado sarcásticamente que una hechicera conocería el paradero del exorcista. Sospechaban de ella, entonces. Poco tiempo antes esto no habría sido motivo de preocupación para una mujer de sentido común como ella. Pero ahora tenía una obsesionante razón para ser supersticiosa; y la embargó un repentino temor a que aquel brujo Trendle pudiera mencionarla como el influjo maligno que estaba marchitando la inmaculada persona de Gertrude, y a que, en consecuencia, esto pudiera hacer que su amiga la odiara para siempre y la tratara como a un
demonio con forma humana.
Pero no todo había terminado. Dos días después apareció una sombra en la forma de la ventana, proyectada en el suelo de Rhoda Brook por el sol de la tarde. La mujer abrió la puerta inmediatamente, casi sin aliento.
—¿Estás sola? —dijo Gertrude. No parecía menos atormentada y ansiosa que la misma Brook.
—Si_ —dijo Rhoda.
—La mancha de mi brazo parece que está peor y me inquieta —prosiguió la joven esposa del granjero—. ¡Es tan misteriosa! Espero que no sea una herida incurable. He estado pensando otra vez en lo que me dijeron acerca del brujo Trendle. Realmente no creo en esos hombres, pero no me importaría hacerle una visita, por curiosidad... aunque bajo ninguna circunstancia debe enterarse mi marido. ¿Está lejos el lugar donde vive?
—Sí... a cinco millas —dijo Rhoda de mala gana—. En el corazón de Egdon.
—Bueno, pues tendré que andar. ¿No podrías venir conmigo para enseñarme el camino... digamos mañana por la tarde?
—Oh, yo no; es decir... —murmuró la lechera, a punto de desfallecer. De nuevo la embargó el temor a que algo que tuviera que ver con su bárbara acción del sueño fuera revelado y a que su figura se desplomara sin remisión a los ojos de la amiga más beneficiosa que había tenido nunca.
La señora Lodge insistió, y Rhoda, finalmente, asintió, si bien con mucho recelo. Triste como iba a ser el viaje para ella, no podía, de manera consciente, poner dificultades en el camino de un posible remedio para la extraña aflicción de su protectora. A fin de evitar que se sospechara su místico propósito, decidieron encontrarse a la entrada del erial, en el rincón de un plantío que se podía ver desde el lugar que ellas ocupaban ahora.
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