Chet Baker - I Talk To The Trees
domingo, 3 de marzo de 2013
Pensamiento: Umberto Eco - Apostillas a El nombre de la rosa - El Titulo y el Significado - Parte 1
Umberto Eco
EL TITULO Y
EL SIGNIFICADO
Desde que
escribí El nombre de la rosa recibo muchas cartas de lectores que preguntan
cuál es el significado del hexámetro latino final, y por qué el título inspirado
en él. Contesto que, se trata de un verso extraído del De contemptu mundi de
Bernardo Morliacense, un benedictino del siglo XII que compuso variaciones
sobre el tema del ubi sunt (del que derivaría el mais oú sont les beiges d'antan
de Villon), salvo que al topos habitual (los grandes de antaño, las ciudades famosas,
las bellas princesas, todo lo traga la nada) Bernardo añade la idea de que de
todo eso que desaparece sólo nos quedan meros nombres. Recuerdo que Abelardo se
servía del enunciado nulla rosa est para mostrar que el lenguaje puede hablar
tanto de las cosas desaparecidas como de las inexistentes. Y ahora que el lector
extraiga sus propias conclusiones.
El narrador
no debe facilitar interpretaciones de su obra, si no, ¿para qué habría escrito
una novela, que es una máquina de generar interpretaciones? Sin embargo, uno de
los principales obstáculos para respetar ese sano principio reside en el hecho
mismo de que toda novela debe llevar un título.
Por
desgracia, un título ya es una clave interpretativa. Es imposible sustraerse a
las sugerencias que generan Rojo y negro o Guerra y paz. Los títulos que más
respetan al lector son aquellos que se reducen al nombre del héroe epónimo,
como David Copperfield o Robinson Crusoe, pero incluso esa mención puede
constituir una injerencia indebida por parte del autor. Le Pére Goriot centra
la atención del lector en la figura del viejo padre, mientras que la novela
también es la epopeya de Rastignac o de Vautrin, alias Collin. Quizás habría
que ser honestamente deshonestos, como Dumas, porque es evidente que Los tres
mosqueteros es, de hecho, la historia del cuarto. Pero son lujos raros, que
quizás el autor sólo puede permitirse por distracción.
Mi novela
tenía otro título provisional: La abadía del crimen. Lo descarté porque fija la
atención del lector exclusivamente en la intriga policíaca, y podía engañar al infortunado
comprador ávido de historias de acción, induciéndolo a arrojarse sobre un libro
que lo hubiera decepcionado. Mi sueño era titularlo Adso de Melk. Un título muy
neutro, porque Adso no pasaba de ser el narrador. Pero nuestros editores
aborrecen los nombres propios: ni siquiera Fermo e Lucia logró ser admitido tal
cual; sólo hay contados ejemplos, como Lemmonio Boreo, Rubé o Metello...Poquísimos,
comparados con las legiones de primas Bette, de Barry Lyndon, de Armance y de
Tom Jones, que pueblan otras literaturas.
La idea de
El nombre de la rosa se me ocurrió casi por casualidad, y me gustó porque la
rosa es una figura simbólica tan densa que, por tener tantos significados, ya
casi los ha perdido todos: rosa mística, y como rosa ha vivido lo que viven las
rosas, la guerra de las dos rosas, una rosa es una rosa es una rosa es una
rosa, los rosacruces, gracias por las espléndidas rosas, rosa fresca toda
fragancia.
Tímpano del
portal de la iglesia abacial de Moissac (Gascuña), h.
principios del s. XII, que ilustra el Apocalipsis 4, 1-11 «Vi un
trono colocado en medio del cielo, y sobre el trono uno sentado. El rostro del
Sentado era severo e impasible, los ojos, muy abiertos, lanzaban rayos sobre
una humanidad cuya vida terrenal ya había concluido, el cabello y la barba
caían majestuosos sobre el rostro y el pecho, como las aguas de un río,
formando regueros todos del mismo caudal y divididos en dos partes simétricas.»
(Adso de
Melk en El nombre de la rosa, p. 54)
Así, el
lector quedaba con razón desorientado, no podía escoger tal o cual interpretación;
y, aunque hubiese captado las posibles lecturas nominalistas del verso final,
sólo sería a último momento, después de haber escogido vaya a saber qué otras
posibilidades. El título debe confundir las ideas, no regimentarlas.
Nada
consuela más al novelista que descubrir lecturas que no se le habían ocurrido y
que los lectores le sugieren. Cuando escribía obras teóricas, mi actitud hacia
los críticos era la del juez: ¿han comprendido o no lo que quería decir? En el
caso de una novela todo es distinto. No digo que el autor deba aceptar
cualquier lectura, pero, si alguna le parece aberrante, tampoco debe salir a la
palestra: en todo caso, que otros cojan el texto y la refuten. Por lo demás, la
inmensa mayoría de las lecturas permiten descubrir efectos de sentido en los
que no se había pensado.
Pero, ¿qué
quiere decir que el autor no había pensado en ellos?
Una
estudiosa francesa, Mireille Calle Gruber, ha descubierto sutiles paragramas que
relacionan a los simples (en el sentido de pobres) con los simples en el
sentido de hierbas medicinales, y luego advierte que hablo de la «mala hierba»
de la herejía. Podría responder que el término «simples» se repite, con ambos
sentidos, en la literatura de la época, así como la expresión «mala hierba».
Por otra parte, conocía bien el ejemplo de Greimas sobre la doble isotopía que
surge cuando se define al herborista como «amigo de los simples». ¿Era o no
consciente de estar jugando con paragramas? Ahora no importa en absoluto que lo
aclare: allí está el texto, que produce sus propios efectos de sentido.
Al leer las
reseñas de la novela, me estremecía de placer cada vez que un crítico (los
primeros fueron Ginevra Bompiani y Lars Gustaffson) citaba la frase que Guillermo
pronuncia al final del proceso inquisitorial (pág. 469 de la versión castellana).
¿Qué es lo que más os aterra de la pureza?», pregunta Adso. Y Guillermo
responde: «La prisa.» Me gustaban mucho, y siguen gustándome, esas dos líneas.
Pero luego un lector me ha señalado que en la página siguiente
Bernardo
Gui, amenazando al cillerero con la tortura, dice: «Al contrario de lo que creían
los seudo apóstoles, la justicia no lleva prisa, y la de Dios tiene siglos por delante.»
El lector me preguntaba, con razón, qué relación había querido establecer entre
la prisa que Guillermo temía y la falta de prisa que Bernardo celebraba.
Entonces
comprendí que había sucedido algo inquietante. En el manuscrito no figuraba ese
pasaje del diálogo entre Adso y Guillermo. Lo añadí al revisar las pruebas: por
razones de concinnitas necesitaba agregar un período antes de devolverle la
palabra a Bernardo. Y lo que sucedió fue que, mientras hacía que Guillermo
odiara la prisa (muy convencido de ello: de allí el placer que luego me produjo
la frase), olvidé por completo que poco después también Bernardo hablaba de
ella. Si se quita la frase de Guillermo, la de Bernardo no es más que una
manera de hablar, lo que podría decir un juez, una frase hecha como «la
justicia es igual para todos». Pero, ¡ay!, contrapuesta a la prisa que menciona
Guillermo, la que menciona Bernardo produce legítimamente un efecto de sentido,
de modo que el lector tiene razón cuando se pregunta si ambos dicen lo mismo o
si, en cambio, existe una diferencia latente entre uno y otro odio por la
prisa. Allí está el texto, que produce sus propios efectos de sentido.
Independientemente de mi voluntad, la pregunta se plantea, aparece la
ambigüedad, y, aunque por mi parte no vea bien cómo interpretar la oposición,
comprendo que entraña un sentido (o quizá muchos).
El autor
debería morirse después de haber escrito su obra. Para allanarle el camino al
texto.
APOSTILLAS A
EL NOMBRE DE LA ROSA
Umberto Eco
Editorial Lumen
Pensamiento: Umberto Eco - Apostillas a El nombre de la rosa - El Titulo y el Significado - Parte 1