LA
MANO
A los pocos días de entrar en la fábrica, cuando pasaba para ir al baño,
oyó que algunas compañeras murmuraban y del murmullo le quedó el desprecio:
-La leprosa.
Por su mano enguantada, la que durante años anteriores al guante supo
esconder en la espalda o en la falda o en la nuca de algún compañero de baile.
No era lepra, no había caído ningún dedo y la
intermitente picazón desaparecía pronto con el ungüento recetado. Pero era su
mano enferma, a veces roja, otras con escamas blancas, era su mano y ya era
costumbre quererla y mimarla como a un hijo débil, desvalido, que exigía un
exceso de cariño.
Dermatitis, había dicho el médico del Seguro.
Era un hombre tranquilo, con anteojos de vidrios muy gruesos. “Le dirán muchas
palabras y le recetarán nombres raros. Pero nadie sabe nada de eso para
curarla. Para mí, no es contagioso. Y hasta diría que es síquico”.
Y ella pensó que el viejo tenía razón porque,
sin ser enana, su altura no correspondía a su edad; y su cara no llegaba a la fealdad,
se detenía en lo vulgar, chata, redonda, ojos tan pequeños que su color
desteñido no lograba mostrarse.
Así que para el baile de fin de año que
ofreció el dueño de la fábrica para que los asalariados olvidaran por un tiempo
sus salarios, consiguió comprarse un par de guantes que escondían las manos y
trepaban hasta los codos.
Pero por miedo o desinterés nadie se acercó a
invitarla a bailar y pasó la noche sentada y mirando.
Al amanecer, ya en su casa, tiró los largos
guantes a un rincón y se desnudó, se lavó una y otra vez la mano enferma y en
la cama, antes de apagar la luz, la estuvo sonriendo y besando. Y es posible
que dijera en voz baja las ternuras y los apodos cariñosos que estuvo pensando.
Se acomodó para el sueño y la mano, obediente
y agradecida, fue resbalando por el vientre, acarició el vello y luego avanzó
dos dedos para ahuyentar la desgracia y acompañar y provocar la dicha que le
estaban dando.