Capítulo II
La prohibición vinculada a la muerte
La oposición entre el mundo del trabajo o de la razón y el mundo de la violencia
En los desarrollos que seguirán, que tienen por objeto el erotismo ardiente (el punto ciego en el que el erotismo alcanza su intensidad extrema), me referiré sistemáticamente a la oposición entre los dos términos inconciliables de los que he hablado: lo prohibido y la transgresión.
En cualquier caso, el hombre pertenece a ambos mundos, entre los cuales, por más que quiera, está desgarrada su vida. El mundo del trabajo y de la razón es la base de la vida humana; pero el trabajo no nos absorbe enteramente y, si bien la razón manda, nuestra obediencia no es jamás ilimitada. Con su actividad, el hombre edificó el mundo racional, pero sigue subsistiendo en él un fondo de violencia. La naturaleza misma es violenta y, por más razonables que seamos ahora, puede volver a dominarnos una violencia que ya no es la natural, sino la de un ser razonable que intentó obedecer, pero que sucumbe al impulso que en sí mismo no puede reducir a la razón.
Hay en la naturaleza, y subsiste en el hombre, un impulso que siempre excede los límites y que sólo en parte puede ser reducido. Por regla general, no podemos dar cuenta de ese impulso. Es incluso aquello de lo que, por definición, nunca nadie dará cuenta; pero sensiblemente vivimos en su poder. El universo que nos porta no responde a ningún fin que la razón limite; si intentamos hacer que Dios responda de él, lo único que hacemos es asociar de manera no razonable el exceso infinito, en cuya presencia se halla nuestra razón, con esa misma razón. Ahora bien, por el exceso mismo que hay en él, ese Dios cuya noción inteligible quisiéramos formar no cesa, al exceder esa noción, de exceder los límites de la razón.
En el terreno donde se desenvuelve nuestra vida, el exceso se pone de manifiesto allí donde la violencia supera a la razón. El trabajo exige un comportamiento en el cual el cálculo del esfuerzo relacionado con la eficacia productiva es constante. El trabajo exige una conducta razonable, en la que no se admiten los impulsos tumultuosos que se liberan en la fiesta o, más generalmente, en el juego. Si no pudiéramos refrenar esos impulsos, no llegaríamos a trabajar; pero a su vez el trabajo introduce precisamente la razón para refrenarlos. Esos impulsos dan a quienes ceden a ellos una satisfacción inmediata; el trabajo, por el contrario, promete a quienes los dominan un provecho ulterior y de interés indiscutible, a no ser desde el punto de vista del momento presente. Ya desde los tiempos más remotos,1 el trabajo introdujo una escapatoria, gracias a la cual el hombre dejaba de responder al impulso inmediato, regido por la violencia del deseo. Es arbitrario, sin duda, oponer siempre el desapego, que está en la base del trabajo, a unos movimientos impulsivos tumultuosos cuya necesidad no es constante. Sin embargo, una vez comenzado, el trabajo crea una imposibilidad de responder a esas exigencias inmediatas que pueden hacernos indiferentes a unos resultados deseables pero cuyo interés sólo remite a un tiempo ulterior. La mayor parte de las veces, el trabajo es cosa de una colectividad; y la colectividad debe oponerse, durante el tiempo reservado al trabajo, a esos impulsos hacia excesos contagiosos en los cuales lo que más existe es el abandono inmediato a ellos. Es decir: a la violencia. Por todo ello, la colectividad humana, consagrada en parte al trabajo, se define en las prohibiciones, sin las cuales no habría llegado a ser ese mundo del trabajo que es esencialmente.
La prohibición vinculada a la muerte
La oposición entre el mundo del trabajo o de la razón y el mundo de la violencia
En los desarrollos que seguirán, que tienen por objeto el erotismo ardiente (el punto ciego en el que el erotismo alcanza su intensidad extrema), me referiré sistemáticamente a la oposición entre los dos términos inconciliables de los que he hablado: lo prohibido y la transgresión.
En cualquier caso, el hombre pertenece a ambos mundos, entre los cuales, por más que quiera, está desgarrada su vida. El mundo del trabajo y de la razón es la base de la vida humana; pero el trabajo no nos absorbe enteramente y, si bien la razón manda, nuestra obediencia no es jamás ilimitada. Con su actividad, el hombre edificó el mundo racional, pero sigue subsistiendo en él un fondo de violencia. La naturaleza misma es violenta y, por más razonables que seamos ahora, puede volver a dominarnos una violencia que ya no es la natural, sino la de un ser razonable que intentó obedecer, pero que sucumbe al impulso que en sí mismo no puede reducir a la razón.
Hay en la naturaleza, y subsiste en el hombre, un impulso que siempre excede los límites y que sólo en parte puede ser reducido. Por regla general, no podemos dar cuenta de ese impulso. Es incluso aquello de lo que, por definición, nunca nadie dará cuenta; pero sensiblemente vivimos en su poder. El universo que nos porta no responde a ningún fin que la razón limite; si intentamos hacer que Dios responda de él, lo único que hacemos es asociar de manera no razonable el exceso infinito, en cuya presencia se halla nuestra razón, con esa misma razón. Ahora bien, por el exceso mismo que hay en él, ese Dios cuya noción inteligible quisiéramos formar no cesa, al exceder esa noción, de exceder los límites de la razón.
En el terreno donde se desenvuelve nuestra vida, el exceso se pone de manifiesto allí donde la violencia supera a la razón. El trabajo exige un comportamiento en el cual el cálculo del esfuerzo relacionado con la eficacia productiva es constante. El trabajo exige una conducta razonable, en la que no se admiten los impulsos tumultuosos que se liberan en la fiesta o, más generalmente, en el juego. Si no pudiéramos refrenar esos impulsos, no llegaríamos a trabajar; pero a su vez el trabajo introduce precisamente la razón para refrenarlos. Esos impulsos dan a quienes ceden a ellos una satisfacción inmediata; el trabajo, por el contrario, promete a quienes los dominan un provecho ulterior y de interés indiscutible, a no ser desde el punto de vista del momento presente. Ya desde los tiempos más remotos,1 el trabajo introdujo una escapatoria, gracias a la cual el hombre dejaba de responder al impulso inmediato, regido por la violencia del deseo. Es arbitrario, sin duda, oponer siempre el desapego, que está en la base del trabajo, a unos movimientos impulsivos tumultuosos cuya necesidad no es constante. Sin embargo, una vez comenzado, el trabajo crea una imposibilidad de responder a esas exigencias inmediatas que pueden hacernos indiferentes a unos resultados deseables pero cuyo interés sólo remite a un tiempo ulterior. La mayor parte de las veces, el trabajo es cosa de una colectividad; y la colectividad debe oponerse, durante el tiempo reservado al trabajo, a esos impulsos hacia excesos contagiosos en los cuales lo que más existe es el abandono inmediato a ellos. Es decir: a la violencia. Por todo ello, la colectividad humana, consagrada en parte al trabajo, se define en las prohibiciones, sin las cuales no habría llegado a ser ese mundo del trabajo que es esencialmente.
Lo que impide darse cuenta en su simplicidad de esa articulación decisiva de la vida humana es el capricho que reinó en la promulgación de esas prohibiciones, el cual solió conferirles una insignificancia superficial. Sin embargo, la significación de las prohibiciones, si las tomamos en consideración en su conjunto, y en particular si tenemos en cuenta las que sin cesar observamos religiosamente, se puede reducir a un elemento simple. Lo enuncio sin poder mostrarlo inmediatamente (su fundamento sólo aparecerá a medida que avance en una reflexión que he querido sistemática): lo que el mundo del trabajo excluye por medio de las prohibiciones es la violencia; y ésta, en mi campo de investigación, es a la vez la violencia de la reproducción sexual y la de la muerte. Más adelante podré establecer la profunda unidad de esos aparentes contrarios que son nacimiento y muerte. No obstante, ya desde ahora, en el universo sádico, que se propone a la meditación de cualquiera que reflexione sobre el erotismo, se revela su conexión externa. Sade —lo que Sade quiso decir— horroriza por regla general a los mismos que aparentan admirarlo, aunque sin haber reconocido por sí mismos este hecho angustiante: que el impulso del amor, llevado hasta el extremo, es un impulso de muerte. Y este vínculo no debería parecer paradójico: el exceso del que procede la reproducción y el exceso que es la muerte no pueden comprenderse sino el uno con la ayuda del otro. Pero ya desde el comienzo se hace evidente que ambas prohibiciones iniciales afectan, la primera, a la muerte, y la otra, a la función sexual.
Los datos prehistóricos de la prohibición vinculada con la muerte
«No matarás. No cometerás adulterio.» Estos son los dos mandamientos fundamentales que encontramos en la Biblia y que, esencialmente, no dejamos de observar.
La primera de estas prohibiciones es consecuencia de la actitud humana para con los muertos.
Vuelvo sobre la frase más remota de nuestra especie, en la que nuestro destino se puso en juego. Antes incluso de que el hombre tuviese el aspecto que presenta hoy, el hombre de Neandertal —al cual los prehistoriadores dan el nombre de homo faber— ya fabricaba instrumentos de piedra diversos, muchas veces de factura muy elaborada, y con la ayuda de ellos tallaba la piedra o la madera. Esta clase de hombre, que vivió cien mil años antes de nosotros, y que aún guardaba semejanzas con el antropoide, ya se parecía a nosotros. Aunque conocía como nosotros la postura vertical, andaba con las piernas algo flexionadas; para caminar se apoyaba, más que en la planta de los pies, en su borde exterior. No tenía, como nosotros, un cuello esbelto (aunque ciertos hombres han guardado algo de ese aspecto simiesco). Tenía la frente baja y el arco superciliar prominente. De ese hombre rudimentario sólo conocemos sus huesos; no podemos conocer con exactitud el aspecto que tenía su cara, y ni siquiera podemos saber si su expresión ya era humana. Sabemos solamente que trabajó y que se apartó de la violencia.
Si tomamos en consideración su vida en su conjunto, diremos que no se salió del terreno de la violencia. (Nosotros mismos no lo hemos abandonado enteramente.) Pero escapó en parte al poder de lo violento. Ese hombre trabajaba. De su habilidad técnica, tenemos como testimonio sus herramientas de piedra, abundantes y variadas. Esta habilidad ya era notable; era tal que, sin una atención premeditada, podía volver sobre la concepción primera y mejorarla, esto es, podía conseguir unos resultados no solamente regulares, sino a la larga mejores. Sus herramientas no son, por lo demás, las únicas pruebas de una oposición naciente a la violencia. Las sepulturas dejadas por el hombre de Neandertal dan igualmente testimonio de ella.
Lo que, con el trabajo, ese hombre reconoció como horroroso y como admirable —diríamos también como maravilloso— es la muerte.
La época que la prehistoria asigna al hombre de Neandertal es el paleolítico medio. A partir del paleolítico inferior, que, al parecer, fue anterior a él en centenares de miles de años, existieron unos seres humanos bastante parecidos que, al igual que los neandertalenses, dejaron testimonios de su trabajo. Las osamentas de esos hombres más antiguos llegadas hasta nosotros nos llevan a pensar que la muerte ya había comenzado a preocuparles, pues al menos los cráneos habían sido objeto de su atención. Pero la inhumación, tal como en su conjunto la humanidad actual la practica siempre religiosamente, aparece hacia el final del paleolítico medio; esto es, poco tiempo antes de la desaparición del hombre de Neandertal y de la llegada de un hombre más parecido a nosotros, al que los prehistoriadores (reservando para el más antiguo el nombre de homo faber) dan el nombre de homo sapiens.
La costumbre de la sepultura es testimonio de una prohibición semejante a la nuestra en relación con los muertos y con la muerte. Al menos bajo una forma imprecisa, el nacimiento de esa prohibición es lógicamente anterior a la costumbre de la sepultura. Hasta podríamos admitir que, en cierto sentido, y de manera apenas perceptible, hasta el punto de que no pudo subsistir ningún testimonio de él —y sin duda tampoco se dieron cuenta quienes lo vivieron—, ese nacimiento coincidió con el del trabajo. Esencialmente se trata de una diferencia entre el cadáver del hombre y los demás objetos, como las piedras, por ejemplo. Hoy, esta diferencia caracteriza aún a un ser humano y lo distingue del animal; lo que llamamos la muerte es antes que nada la conciencia que tenemos de ella. Percibimos el paso que hay de estar vivos a ser un cadáver; es decir, ser ese objeto angustiante que para el hombre es el cadáver de otro hombre. Para cada uno de aquellos a quienes fascina, el cadáver es la imagen de su destino. Da testimonio de una violencia que no solamente destruye a un hombre, sino que los destruirá a todos. La prohibición que, a la vista del cadáver, hace presa en los demás, es el paso atrás en el cual rechazan la violencia, en el cual se separan de la violencia. La representación de la violencia que, en particular, hemos de suponer en los hombres primitivos, se entiende necesariamente en oposición al movimiento del trabajo que una operación razonable ordena. Desde hace tiempo se ha reconocido el error de Lévy-Bruhl, quien negaba al primitivo un modo de pensamiento racional, y le concedía sólo los deslizamientos y las representaciones indistintas de la participación. Es evidente que el trabajo no es menos antiguo que el hombre; y, aunque el animal no sea siempre extraño al trabajo, el trabajo humano, distinto del trabajo animal, nunca es extraño a la razón. En el trabajo humano se supone que se reconoce la identidad fundamental entre el trabajo mismo y el objeto trabajado, y la diferencia, resultante del trabajo, entre el instrumento elaborado y su materia. Del mismo modo, el trabajo implica la conciencia de la utilidad del instrumento, de la sucesión de causas y efectos en los que entrará. Las leyes que rigen las operaciones controladas de las que provienen o para las que sirvieron las herramientas, son ya desde el comienzo leyes de la razón. Estas leyes regulan los cambios que el trabajo concibe y realiza. Sin lugar a dudas, un primitivo no habría podido articularlas en un lenguaje que le hiciera consciente de los objetos designados pero no de su designación, no del lenguaje mismo. La mayor parte de las veces, el mismo obrero actual no estaría en disposición de formular esas leyes en tanto que referidas a su trabajo; con todo, las observa fielmente. El primitivo pudo, en ciertos casos, pensar, como Lévy-Bruhl lo representó, de una manera no razonable, pensando que una cosa es y al mismo tiempo no es, o que una cosa puede ser a la vez lo que ella es y otra cosa. La razón no dominaba todo su pensamiento, pero lo dominaba en la operación del trabajo. Hasta el punto que un primitivo pudo concebir sin formularlo un mundo del trabajo o de la razón, al cual se oponía un mundo de la violencia.3 Ciertamente, la muerte difiere, igual que un desorden, del ordenamiento del trabajo; el primitivo podía sentir que el ordenamiento del trabajo le pertenecía, mientras que el desorden de la muerte lo superaba, hacía de sus esfuerzos un sinsentido. El movimiento del trabajo, la operación de la razón, le servía; mientras que el desorden, el movimiento de la violencia arruinaba el ser mismo que está en el fin de las obras útiles. El hombre, identificándose con el ordenamiento que efectuaba el trabajo, se separó en estas condiciones de la violencia, que actuaba en sentido contrario.
El horror por el cadáver como signo de la violencia y como amenaza de contagio de la violencia
Digamos, sin esperar más, que la violencia, así como la muerte que la significa, tienen un sentido doble: de un lado, un horror vinculado al apego que nos inspira la vida, nos hace alejarnos; del otro, nos fascina un elemento solemne y a la vez terrorífico, que introduce una desavenencia soberana. Volveré sobre esta ambigüedad. De momento sólo puedo indicar el aspecto esencial de un movimiento de retroceso ante la violencia que traduce la prohibición de la muerte.
El cadáver siempre hubo de ser, para aquellos de quienes fue compañero cuando estaba vivo, un objeto de interés; y debemos pensar que, una vez que aquél se convirtió en víctima de la violencia, sus allegados tuvieron buen cuidado en preservarlo de nuevas violencias. Sin duda, ya desde los primeros tiempos la inhumación significó, para quienes lo enterraron, el deseo que tenían de preservar a los muertos de la voracidad de los animales. Pero aunque ese deseo haya sido determinante en la instauración de la costumbre de enterrar a los muertos, no podemos considerarlo el factor principal; durante largo tiempo, el horror a los muertos debió de dominar de lejos los sentimientos desarrollados por la civilización atemperada. La muerte era un signo de violencia, de una violencia que se introducía en un mundo que podía ser arruinado por ella. Aún inmóvil, el muerto formaba parte de la violencia que había caído sobre él; y lo que se situaba en el ámbito de lo que podía resultar «contagiado» estaba amenazado por la misma ruina a la que el muerto había sucumbido. La muerte correspondía hasta tal punto a una esfera extraña al mundo familiar, que no podía convenirle más que un modo de pensamiento opuesto a aquel que rige en el trabajo. El pensamiento simbólico, o mítico, que equivocadamente Lévy-Bruhl llamó primitivo, no responde sino a una violencia cuyo principio mismo es desbordar el pensamiento racional, el que corresponde al trabajo. Según esta manera de pensar, la violencia que, cayendo sobre el muerto, interrumpió un curso regular de las cosas, continúa siendo peligrosa una vez muerto quien recibió su golpe. Constituye incluso un peligro mágico, que puede llegar a actuar por «contagio», en las cercanías del cadáver. El muerto es un peligro para los que se quedan; y si su deber es hundirlo en la tierra, es menos para ponerlo a él al abrigo, que para ponerse ellos mismos al abrigo de su «contagio». La idea de «contagio» suele relacionarse con la descomposición del cadáver, donde se ve una fuerza temible y agresiva. El desorden que es, biológicamente, la podredumbre por venir, y que, tanto como el cadáver fresco, es la imagen del destino, lleva en sí mismo una amenaza. Ya no creemos en la magia contagiosa, pero ¿quién de entre nosotros podría asegurar que no palidecería a la vista de un cadáver lleno de gusanos? Los pueblos arcaicos ven en el desecamiento de los huesos la prueba de que la amenaza de la violencia que se hace presente en el instante mismo de la muerte se ha apaciguado ya. Desde el punto de vista de los supervivientes, el propio muerto, sometido al poder de la violencia, suele participar en su desorden; y es su apaciguamiento lo que finalmente ponen de manifiesto sus huesos blanqueados.
La prohibición de dar muerte
La prohibición, en el caso del cadáver, no siempre parece inteligible. En Tótem y tabú, Freud, a causa de su conocimiento superficial de los datos etnográficos —que desde luego hoy son menos informes—, admitía que la prohibición (el tabú) se oponía generalmente al deseo de tocar. Si duda el deseo de tocar los muertos no era en otro tiempo mayor que hoy en día. La prohibición no previene necesariamente el deseo; en presencia del cadáver, el horror es inmediato, nunca falla y, por decirlo así, es imposible resistirse a él. La violencia de la que la muerte está impregnada sólo en un sentido induce a la tentación: cuando se trata de encarnarla en nosotros contra un viviente, cuando nos viene el deseo de matar. La prohibición de dar la muerte es un aspecto particular de la prohibición global de la violencia.
A los ojos de los hombres arcaicos, la violencia es siempre la causa de la muerte; aunque puede actuar por un efecto mágico, siempre hay un responsable del acto de dar la muerte. Ambos aspectos de la prohibición son corolarios. Debemos huir de la muerte y ponernos al abrigo de las fuerzas desencadenadas que la habitan. No debemos dejar que en nosotros se desencadenen otras fuerzas análogas a aquellas de las que el muerto es víctima, y por las que en ese instante está poseído.
En principio, la comunidad que el trabajo constituyó se considera esencialmente extraña a la violencia puesta en juego en la muerte de uno de los suyos. Frente a esa muerte, la colectividad siente la prohibición. Pero eso no vale tan sólo para los miembros de una comunidad. Ciertamente, la prohibición actúa plenamente en el interior. Pero también fuera, entre los extraños a la comunidad, se siente la prohibición. Aunque ésta puede ser transgredida. La comunidad a la que el trabajo separa de la violencia, lo es en efecto durante el tiempo del trabajo, y frente a quienes el trabajo común asocia. Pero fuera de ese tiempo, fuera de sus límites, la comunidad puede volver a la violencia, puede ponerse a dar la muerte en una guerra que la oponga a otra comunidad.
En ciertas condiciones y por un determinado tiempo, está permitido y hasta es necesario dar muerte a los miembros de una tribu dada. No obstante, las más frenéticas hecatombes, a pesar de la ligereza de quienes se hacen culpables de ellas, no levantan enteramente la maldición que cae sobre el acto de dar la muerte. Si, en alguna ocasión, cuando la Biblia nos ordena «No matarás» nos hace reír, la insignificancia que atribuimos a esa prohibición es engañosa. Una vez derribado el obstáculo, la prohibición escarnecida sobrevive a la transgresión. El más sangriento de los homicidas no puede ignorar la maldición que recae sobre él. Pues esa maldición es la condición de su gloria. Las transgresiones, aun multiplicadas, no pueden acabar con la prohibición, como si la prohibición fuera únicamente el medio de hacer caer una gloriosa maldición sobre lo rechazado por ella.
Esta última frase contiene una verdad primera: la prohibición, fundamentada en el pavor, no nos propone solamente que la observemos. Nunca falta su contrapartida. Derribar una barrera es en sí mismo algo atractivo; la acción prohibida toma un sentido que no tenía antes de que un terror, que nos aleja de ella, la envolviese en una aureola de gloria. «Nada contiene al libertinaje», escribe Sade, «(...) y la manera verdadera de extender y de multiplicar los deseos propios es querer imponerles limitaciones.»4 Nada contiene al libertinaje... o, mejor, en general, no hay nada que reduzca la violencia.
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