miércoles, 9 de septiembre de 2009
Filosofía: Friedrich Nietzche. Obra Póstuma. Fragmento
EL ESTADO GRIEGO
(Obra Póstuma)
Prólogo a un libro que no se ha escrito
(1871)
Los modernos tenemos respecto de los griegos dos prejuicios que son
como recursos de consolación de un mundo que ha nacido esclavo y,
que por lo mismo, oye la palabra esclavo con angustia: me refiero a
esas dos frases la dignidad del hombre y la dignidad del trabajo.
Todo se conjura para perpetuar una vida de miseria, esta terrible
necesidad nos fuerza a un trabajo aniquilador, que el hombre (o mejor
dicho, el intelecto humano), seducido por la Voluntad, considera como
algo sagrado. Pero para que el trabajo pudiera ostentar legítimamente
este carácter sagrado, sería ante todo necesario que la vida misma, de
cuyo sostenimiento es un penoso medio, tuviera alguna mayor dignidad
y algún valor más que el que las religiones y las graves filosofías le
atribuyen. ¿Y qué hemos de ver nosotros en la necesidad del trabajo de
tantos millones de hombres, sino el instinto de conservar la existencia,
el mismo instinto omnipotente por el cual algunas plantas raquíticas
quieren afianzar sus raíces en un suelo roquizo?
En esta horrible lucha por la existencia sólo sobrenadan aquellos
individuos exaltados por la noble quimera de una cultura artística, que
les preserva del pesimismo práctico, enemigo de la naturaleza como
algo verdaderamente antinatural. En el mundo moderno que, en
comparación con el mundo griego, no produce casi sino monstruos y
centauros, y en el cual el hombre individual, como aquel extraño
compuesto de que nos habla Horacio al empezar su Arte Poética, está
hecho de fragmentos incoherentes, comprobamos a veces, en un mismo
individuo, el instinto de la lucha por la existencia y la necesidad del arte.
De esta amalgama artificial ha nacido la necesidad de justificar y
disculpar ante el concepto del arte aquel primer instinto de
conservación. Por esto creemos en la dignidad del hombre y en la
dignidad del trabajo.
Los griegos no inventaban para su uso estos conceptos alucinatorios;
ellos confesaban, con franqueza que hoy nos espantaría, que el trabajo
es vergonzoso, y una sabiduría más oculta y más rara, pero viva por
doquiera, añadía que el hombre mismo era algo vergonzoso y
lamentable, una nada, la sombra de un sueño. El trabajo es una
vergüenza porque la existencia no tiene ningún valor en sí: pero si
adornamos esta existencia por medio de ilusiones artísticas seductoras,
y le conferimos de este modo un valor aparente, aún así podemos
repetir nuestra afirmación de que el trabajo es una vergüenza, y por
cierto en la seguridad de que el hombre que se esfuerza únicamente por
conservar la existencia, no puede ser un artista. En los tiempos
modernos, las conceptuaciones generales no han sido establecidas por
el hombre artista, sin por el esclavo: y éste, por su propia naturaleza,
necesita, para vivir, designar con nombres engañosos todas sus
relaciones con la naturaleza. Fantasmas de este género, como dignidad
del hombre y la dignidad del trabajo, son engendros miserables de
una humanidad esclavizada que se quiere ocultar a si misma su
esclavitud. Míseros tiempos en que el esclavo usa de tales conceptos y
necesita reflexionar sobre sí mismo y sobre su porvenir. ¡Miserables
seductores, vosotros, los que habéis emponzoñado el estado de
inocencia del esclavo, con el fruto del árbol de la ciencia! Desde ahora,
todos los días resonarán en sus oídos esos pomposos tópicos de la
igualdad de todos, o de los derechos fundamentales del hombre,
del hombre como tal, o de la dignidad del trabajo, mentiras que no
pueden engañar a un entendimiento perspicaz. Y eso se lo diréis a quien
no puede comprender a qué altura hay que elevarse para hablar de
dignidad, a saber, a esa altura en que el individuo, completamente
olvidado de sí mismo y emancipado del servicio de su existencia
individual, debe crear y trabajar. (El texto continúa)
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