NOTICIA CURIOSA DE OTRA ESTRELLA
En una de las provincias meridionales de nuestra hermosa estrella había ocurrido una desgracia espantosa. Un terremoto acompañado por tremendas tormentas e inundaciones había dañado tres grandes pueblos y todos sus jardines, campos, bosques y plantaciones. Muchísimas personas y numerosos animales habían perecido, y, lo más penoso de todo, faltaban las flores necesarias para revestir a los muertos y adornar en debida forma sus sepulcros.
Todo lo demás ya había sido atendido. Apenas pasadas las peores horas, mensajeros con el gran llamado de amor recorrían aprisa las comarcas vecinas. Y desde las torres de la provincia entera se escuchaba cantar a los chantres aquel versículo emotivo y conmovedor, que es conocido desde la antigüedad como el Saludo a la Diosa de la piedad, y cuyos acentos nadie es capaz de resistir. Desde todas las ciudades y comunidades acudían caravanas de gente altruista y compasiva; los in-felices que habían perdido su techo fueron abrumados con invitaciones y ruegos amistosos, fuera por parientes, amigos y extraños, para residir en sus casas. Alimento y vestidos, coches y caballos, herramientas, piedras, madera y muchas otras cosas fueron traídos en calidad de ayuda. Y mientras los ancianos, mujeres y niños eran recogidos todavía por manos caritativas y hospitalarias, mientras se lavaba y vendaba cuidadosamente a los heridos y se buscaba a los muertos entre los escombros, otras personas ya se ocupaban en despejar los lugares donde los tejados se habían caído, en apuntalar con vigas las paredes tambaleantes, y en disponer todo lo necesario para una rápida reconstrucción. Y a pesar de que aún flotaba en el aire un hálito de espanto ante la desgracia ocurrida, y de todos los muertos emanaba un requerimiento al luto y al silencio respetuoso, no obstante podía notarse en todos los rostros y voces una disposición alegre y una cierta festividad tierna. Pues la comunidad, en su obrar laborioso y su certeza dinámica de estar haciendo algo tan excepcionalmente necesario, tan hermoso y digno de agradecimiento, se derramaba en todos los corazones. En un comienzo todo había ocurrido con timidez y silencio, pero pronto fue posible escuchar aquí y allá una voz alegre, una canción cantada suavemente en homenaje a una labor común, y, como puede imaginarse, entre lo cantado figuraban en primer término estos dos viejos versos proverbiales: «Bienaventurado el que lleva ayuda a quien ha sido recién atacado por la desgracia; ¿no bebe su corazón el beneficio como un jardín reseco la primera lluvia, y da una respuesta con flores y agradecimiento?»; y aquel otro: «La alegría de Dios fluye a partir del quehacer común.»
Pero justamente entonces surgió aquella lamentable escasez de flores. Por cierto que los muertos encontrados en primer término habían sido adornados con las flores y ramos que pudieron juntarse de los jardines destruidos. Luego se habían empezado a traer de los lugares vecinos todas las flores asequibles. Pero la desgracia singular consistía en que precisamente las tres comunidades arrasadas eran las poseedoras de las mayores y más bellas flores de la temporada. Allí concurría la gente año tras año para ver los narcisos y los azafranes, pues en ninguna parte había una cantidad tan inmensa ni especies tan cultivadas y de tan maravillosos colores. Y todo eso estaba ahora destruido y perdido. De modo que la gente, muy desconcertada, no sabía cómo cumplir con el ritual impuesto por la costumbre a la memoria de esos muertos, el que exige que cada persona fallecida y cada animal muerto sea adornado solemnemente con las flores de la estación, y que su entierro sea tanto más rico y luminoso cuanto más repentina y tristemente haya uno fallecido.
El hombre más viejo de la provincia, uno de los primeros que había lle-gado en su coche para proporcionar ayuda, se encontró pronto asedia-do por tantas preguntas, ruegos y lamentos, que le costó bastante conservar la calma y la serenidad. Pero mantuvo el corazón en su sitio, sus ojos permanecieron límpidos y amistosos, su voz clara y cortés, y sus labios entre la barba blanca no olvidaron un instante la sonrisa tranquila y benévola que convenía a su condición de sabio y consejero.
«Amigos míos», dijo, «ha caído sobre nosotros una desgracia con la que los dioses han querido probarnos. Todo cuanto aquí ha sido aniquilado podemos reconstruirlo y devolverlo pronto a nuestros hermanos. Y yo agradezco a los dioses que mi avanzada edad me haya permitido ver de qué modo habéis venido y habéis abandonado lo vuestro para acudir en ayuda de nuestros hermanos. Pero, ¿de dónde tomaremos las flores, a fin de adornar decorosa y hermosamente a todos estos difuntos para la fiesta de su transmutación? Porque, en tanto nosotros estemos aquí con vida, ninguno de estos fatigados peregrinos debe ser sepultado sin su correspondiente ofrenda floral. Esta es seguramente también vuestra opinión.»
«Sí», exclamaron todos, «esta es también nuestra opinión». «Lo sé», dijo el anciano con voz patriarcal. «Les diré, amigos, qué es lo que debemos hacer. Todos aquellos caídos, a los que hoy no podemos enterrar, tendrán que ser llevados al Gran Templo del verano que está en lo alto de la montaña, donde aún hay nieve. Allí estarán seguros y no sufrirán alteración mientras no les sean llevadas las flores. Pero sólo una persona nos puede procurar tantas flores en esta estación del año. Eso lo puede hacer únicamente el rey. De modo que debemos enviar a uno de los nuestros al rey para pedirle ayuda.»
Y de nuevo asintieron todos, y exclamaron: «¡Sí, sí, al rey!» «Así es», prosiguió el anciano, y bajo la blanca barba cada uno vio qué alegre-mente brillaba su hermosa sonrisa. «¿A quién, sin embargo, debemos enviar a ver al rey? Tendrá que ser joven y robusto, pues el camino es largo, y debemos facilitarle el mejor caballo. Ha de tener también un porte gentil, buen ánimo y brillo en la mirada, para que el corazón del rey no pueda menos que conmoverse. No es necesario que diga muchas palabras, pero sus ojos deben saber hablar. Lo mejor sería enviar un niño, el niño más hermoso del pueblo, pero, ¿cómo podría resistir tal viaje? Debéis ayudarme, amigos míos; si entre vosotros hay alguno que quiera tomar sobre sí esta embajada, o si sabe de alguien, le ruego que lo diga.»
El anciano guardó silencio y miró en torno con sus ojos claros, pero nadie se adelantó y ninguna voz se dejó oír.
Tras haber formulado su pregunta por tercera vez, salió de la multitud un adolescente de dieciséis años, casi un niño todavía. Bajó la mirada y enrojeció al ir a saludar al anciano.
Éste lo miró y de inmediato se dio cuenta de que se trataba del mensajero adecuado. Pero sonrió y dijo: «Está bien que quieras ser nuestro enviado. Pero, ¿cómo es posible que entre tanta gente seas el único que se ha ofrecido?»
El joven levantó la vista hacia el anciano y dijo: «Si no hay otro que quiera ir, entonces dejad que vaya yo.»
Y uno entre la multitud gritó: «Envíalo, anciano, todos lo conocemos. Es oriundo de esta aldea y el terremoto ha devastado su jardín que era el más bello de este lugar. »
El viejo miró al joven amistosamente a los ojos y preguntó: «¿Tanto te apena lo ocurrido a tus flores?»
El joven respondió en voz baja: «Es cierto que me apena, pero no es por eso que me he presentado. Tenía un amigo muy querido y también un potrillo predilecto. Ambos perecieron en el terremoto y yacen en el pórtico de nuestra casa; debe haber flores para que puedan ser sepultados.»
El anciano lo bendijo con las manos extendidas, y de inmediato se requirió el mejor caballo para el joven, quien montó al instante, palmoteó el cuello del animal y se despidió con un gesto, para emprender luego el galope a través de la aldea sobre los campos húmedos y devastados.
El joven cabalgó el día entero. Para llegar más pronto a la lejana, capital y presentarse al rey, cortó camino por la montaña. Hacia la noche, cuando comenzaba a oscurecer, condujo a su cabalgadura por las riendas a través de una senda empinada a través del bosque y de las rocas.
Un gran pájaro oscuro, como nunca viera antes, lo precedía con su vuelo. Él lo seguía, hasta que el pájaro se posó en el tejado de un templete abierto. El joven dejó el caballo suelto en medio de la hierba y pasó entre las columnas de madera al interior del sencillo santuario. A modo de altar de sacrificio halló solamente un bloque de una piedra negra que no existía en esa región, y encima la extraña imagen de una deidad que el mensajero no conocía: un corazón devorado por un pájaro salvaje.
Tributó a la deidad sus respetos y trajo como ofrenda una campanilla azul que había recogido al pie de la montaña y luego prendido en su vestidura. Enseguida se acostó en un rincón, pues estaba muy cansado y quería dormir.
Pero no podía conciliar el sueño, a pesar de que éste solía Regar a su lecho cada noche sin ser llamado. La campanilla sobre la roca, la misma piedra negra, o tal vez alguna otra cosa, exhalaba un aroma peculiar, intenso y doloroso; la imagen inquietante de la divinidad brillaba como un espectro en la oscura galería; y sobre el tejado estaba posado el extraño pájaro que de tiempo en tiempo batía con fuerza sus enormes alas, que sonaban como un huracán entre los árboles.
Así ocurrió que en mitad de la noche el joven se levantó, salió del templo y levantó su vista hacia donde el pájaro se hallaba. Éste aleteó y lo miró.
«¿Por qué no duermes?», preguntó el pájaro.
«No lo sé», dijo el joven. «Quizá porque he sufrido un dolor.»
«¿Y cuál es ese dolor?»
«Mi amigo y mi caballo favorito, ambos han muerto.»
«¿Es la muerte algo tan malo?», preguntó burlonamente el pájaro.
«Oh, no, gran pájaro, no es algo tan malo, la muerte es sólo una des-pedida. Pero no es por eso que estoy triste. Lo malo es que no podemos enterrar a mi amigo y a mi hermoso caballo, porque ya no tenemos flores para ello.»
«Hay cosas peores», dijo el pájaro, y agitó malhumorado sus estrepitosas alas.
«No, querido pájaro, algo peor seguramente no existe. Al muerto que es sepultado sin una ofrenda de flores, le está vedado renacer según los deseos de su corazón. Y quien entierra a sus muertos y no celebra a continuación la fiesta de las flores, ve luego las sombras de los fallecidos en sus sueños. Comprendes entonces que no pueda seguir durmiendo mientras mis muertos carezcan de flores.»
El corvo pico del pájaro dejó escapar un graznido chillón.
«Muchacho, nada sabes del dolor si no has sufrido más que éste. ¿Acaso nunca has oído nada acerca de los grandes males? ¿Del odio, del asesinato, de los celos.»
El joven, al escuchar estas palabras, creyó que soñaba. Luego reflexionó y dijo con prudencia: «Por cierto, pájaro, lo recuerdo: sobre esas cosas hay algo escrito en las historias, y en los cuentos de hadas. Pero eso está ciertamente fuera de la realidad, o quizás ocurrió así en el mundo hace mucho tiempo, cuando no existían las flores ni los dioses buenos. ¡Quién se acuerda de ello ahora!»
El pájaro rió silenciosamente con su agudo timbre. Luego se irguió más alto y dijo al jovencito: «¿Así que quieres ir a ver al rey y que yo te in-dique el camino?»
«Oh, lo sabes ya», exclamó jubilosamente el joven. «Sí, te ruego que me guíes, si así lo quieres.»
Entonces el pájaro se posó sin ruido en el suelo, abrió también sin ruido sus alas y ordenó al joven dejar allí su caballo para poder viajar con él a fin de ver al rey.
El mensajero se sentó a horcajadas sobre el pájaro. «¡Cierra los ojos!» mandó el pájaro, y así fue hecho. Y volaron en silencio a través de la oscuridad del cielo, blandamente, como hacen las lechuzas. Sólo el aire frío zumbaba en las orejas del mensajero. Y volaron durante toda la noche.
A la mañana temprano tocaron tierra, y el pájaro gritó: «¡Abre los ojos!» Y el joven abrió sus ojos. Entonces vio que se encontraba en el lindero de un bosque, y con la primera claridad de la mañana una llanura resplandeciente lo cegaba con su luz.
«Aquí en el bosque me volverás a encontrar», dijo el pájaro. Se lanzó hacia las alturas como una flecha y de inmediato desapareció en el azul.
El joven, mientras marchaba desde el bosque y se internaba en la vasta llanura, sintió que todo le era extraño. Alrededor de él se hallaban las cosas tan cambiadas y trastocadas, que no sabía si estaba despierto o soñando. Los prados y las flores eran semejantes a los de su lugar na-tal, y el sol brillaba, y el viento jugaba entre la hierba florida; pero no se divisaban seres humanos ni animales, parecía como si allí un terremoto hubiera causado estragos lo mismo que en su patria. Pues en el suelo yacían esparcidos ruinas de edificios, ramas rotas y árboles arrancados, cercos destruidos y útiles de labor abandonados. De improviso advirtió en medio del campo un cadáver que no había sido sepultado y que se hallaba en horroroso estado de descomposición. Ante el espectáculo, el joven sintió que lo invadían un profundo espanto y un acceso de repugnancia, pues nunca había visto nada similar. El muerto no tenía ni siquiera cubierto el rostro, ya medio echado a perder a causa de los pájaros y de la podredumbre. Desviando la mirada, buscó algunas hojas verdes y flores, y cubrió con ellas el semblante del difunto.
Un olor indefinible, repulsivo y agobiador se extendía, tibia y tenazmente, a través de la llanura. Otro cadáver yacía entre la hierba rodeado por una bandada de cuervos, y un caballo decapitado y huesos de hombres y bestias; todos estaban abandonados al sol, como si nadie hubiera pensado en funerales floridos y en tumbas. El joven temía que una hecatombe inimaginable hubiera acabado con todos los habitantes de ese país; y había tantos muertos que tuvo que cesar de cortar flores para ellos y de cubrirles el rostro con las mismas. Angustiado y con los ojos a medio cerrar, prosiguió su camino; de todas partes emanaba el olor a carroña y a sangre, mientras desde miles de lugares ruinosos y de los cadáveres partía una oleada cada vez más poderosa de dolor y desolación. El mensajero creyó que había caído en una pesadilla maligna y vio en ello una advertencia celestial, porque sus propios muertos carecían aún de su fiesta de las flores y de sepultura. Entonces volvió a recordar lo que la noche anterior le había dicho desde el tejado el pájaro oscuro, y le pareció oír otra vez su aguda voz que profería: «Hay cosas peores.»
Comprendió entonces que el pájaro lo había transportado a otra estrella, y que todo lo que sus ojos veían era real y verdadero. Recordó la impresión con que había oído algunas veces, siendo niño, narraciones terroríficas acerca de las épocas primitivas. Ahora volvía a experimentar una sensación similar; primero un escalofrío de pavor, y luego un silencioso y plácido alivio en el corazón, pues todo aquello era algo infinita-mente distante y había ocurrido en tiempos muy remotos. Aquí todo acontecía como en los cuentos de terror. Todo ese mundo extraño de atrocidades, cadáveres y aves que se alimentaban de carroña, parecía obedecer sin sentido ni medida a reglas incomprensibles, de locura, según las cuales siempre acaecía lo malo, lo desatinado y lo deforme en lugar de lo hermoso y lo bueno.
De pronto observó a un ser viviente que andaba entre los campos; un aldeano o un criado. Corrió hacia él y lo llamó. Cuando lo vio de cerca, el joven se aterrorizó y su corazón fue invadido por la piedad, pues el aldeano era tremendamente feo y apenas un ser humano. Parecía un sujeto acostumbrado a pensar nada más que en sí mismo, a presenciar siempre lo negativo, un hombre que viviera permanentemente entre sueños angustiosos. En sus ojos, en su semblante y en toda su naturaleza no había nada de alegría ni de bondad, nada de gratitud o confianza. La virtud más sencilla y sobreentendida parecía faltarle a ese infortunado.
Pero el joven se dominó, se aproximó al hombre con gran amabilidad, como si se tratase de un ser marcado por la desgracia, lo saludó fraternalmente y lo encaró con una sonrisa. El hombre feo parecía pasmado y miró con asombro desde sus ojos grandes y tristes. Su voz era ruda y disonante, como el gruñido de seres inferiores. Sin embargo, no le fue posible resistirse a la serenidad, a la humilde confianza de la mirada del joven. Y después de haber observado fijamente durante un rato al forastero, surgió de su rostro tosco y agrietado una especie de sonrisa más o menos sardónica, bastante desagradable, pero suave y asombrada, tal como la primera pequeña sonrisa de un alma que acaba de renacer y que en ese momento llegara desde la región más interior de la tierra.
«¿Qué quieres de mí?», preguntó aquel hombre al joven forastero.
De acuerdo con los hábitos de su patria, el muchacho respondió: «Te agradezco, amigo, y te ruego me digas si puedo hacerte algún servicio.»
Y como el campesino callara sonriendo entre perplejo y desconcertado, el mensajero le preguntó: «Dime amigo, ¿qué significa este espectáculo espantoso?», y seña16 en torno con la mano.
El campesino se esforzó en comprenderlo, y al repetir el mensajero su pregunta, dijo: «¿Nunca viste esto? Es la guerra. Éste es un campo de batalla». Y señalando un negro montón de ruinas, exclamó: «Aquélla era mi casa». Y cuando el extranjero, lleno de una piedad que le nacía del corazón, mirara en sus ojos enturbiados, el campesino bajó la vista y la clavó en el suelo.
«-No tenéis un rey?», preguntó ahora el joven, y al asentir el campe-sino, interrogó: «¿Dónde está, pues?» El hombre indicó a lo lejos una tienda de campaña que podía divisarse muy remota y pequeña. Entonces el mensajero se despidió posando su mano en la frente de aquél, y continuó su camino. El campesino se palpó la frente con ambas manos, sacudió preocupado la pesada cabeza y se quedó largo rato parado en tanto que seguía mirando con fijeza al extranjero.
Este último corrió y corrió entre escombros y horrores, hasta llegar a la tienda de campaña. Por todas partes corrían hombres armados, pero nadie reparaba en él, y así pasó entre las tiendas y la gente, hasta encontrar la tienda más grande y hermosa del campamento, que era la del rey. Entonces se dispuso a entrar.
En la tienda estaba el rey sentado en una cama baja y sencilla. Su manto se extendía a un lado, y al fondo se acurrucaba dormitando un criado. El rey se hallaba sumido en profundos pensamientos. Su rostro era bello y triste, un mechón de cabellos grises caía sobre su frente tostada; la espada estaba tendida en el suelo delante de él.
El joven saludó sin decir palabra, con respeto, tal como hubiera saluda-do a su propio rey, y permaneció aguardando de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, hasta que el monarca lo miró.
«¿Quién eres?», preguntó severamente, y contrajo las oscuras cejas, pero su mirada quedó suspendida ante los rasgos puros y alegres del extranjero; y el joven lo miró tan lleno de confianza y gentileza, que la voz del rey se hizo más suave.
«Yo te he visto alguna vez», dijo, como si recordase, «o te pareces a alguien que conocí en mi infancia.»
«Soy extranjero», dijo el emisario.
«Habrá sido un sueño», dijo quedamente el rey. «Me recuerdas a mi madre. Habla. Cuéntame.»
El joven comenzó: «Me trajo un pájaro. En mi país hubo un terremoto, quisimos enterrar a nuestros muertos, pero no había flores.»
«¿No había flores?», dijo el rey.
«No, no quedaba ninguna. Y nada peor para nosotros que sepultar a un muerto sin ofrecerle nuestra fiesta de las flores, pues el primer paso de su transformación debe ser dado en medio del esplendor y la alegría. »
De pronto el mensajero recordó cuántos muertos insepultos había yaciendo afuera sobre ese campo de horror, y se contuvo. El rey lo miró, meneó la cabeza y suspiró profundamente.
«Yo quería llegar hasta nuestro rey y pedirle muchas flores», prosiguió el mensajero, «pero cuando estaba en el templo de la montaña, vino ese pájaro enorme y me dijo que me llevaría ante el rey y me trajo por los aires hacia ti. ¡Oh, amado rey, aquel templo era de una deidad des-conocida para mí, en su tejado se había posado el pájaro, y este dios tenía una imagen sumamente curiosa sobre su piedra sagrada: un corazón, en el que se alimentaba un pájaro salvaje! Con aquel inmenso pájaro tuve una conversación durante la noche. Y sólo ahora puedo comprender sus palabras, pues me dijo que había mucho más dolor y maldad en el mundo de lo que yo podía imaginar. Y tenía razón, para llegar a este sitio he tenido que atravesar ese campo vastísimo, y durante esas horas he visto sufrimientos y calamidades infinitas, mucho mayores de lo que refieren nuestras leyendas más terroríficas. Entonces llegué hasta ti, ¡oh rey', para preguntarte si puedo hacer algo en tu servicio.»
El rey, que había escuchado atentamente, trató de sonreír, pero había tanta gravedad y amargura en su hermoso semblante, que no pudo hacerlo.
«Te agradezco», dijo, «no puedes prestarme ningún servicio. Pero me has hecho recordar a mi madre, y te doy las gracias.»
El joven se sintió afligido porque el rey no podía sonreír. «Estás tan triste», le dijo, «¿es a causa de la guerra?»
«Sí», dijo el rey.
Frente a este hombre profundamente abatido y tan noble, sin embargo, el joven no pudo dejar de violar una regla de la cortesía. Y preguntó: «Pero dime, te suplico, ¿por qué os hacéis estas guerras en vuestra estrella? ¿Quién tiene la culpa? ¿Acaso la tienes tú?»
El rey miró fija y largamente al mensajero, parecía enfadado ante la impertinencia de la pregunta. Pero no pudo reflejar por mucho tiempo su mirada sombría en los ojos claros y desprevenidos del extranjero.
«Eres un niño», dijo el rey, «ay éstas son cosas que no podrías entender. La guerra no es culpa de nadie, llega por sí misma, como la tormenta y el rayo, y todos nosotros, los que debemos combatir, no somos sus iniciadores, sino sus víctimas.»
«¿Entonces entre vosotros el morir es cosa leve?», preguntó el joven. «En nuestro país la muerte no es, por cierto, algo muy temido, y la mayoría se entrega dócilmente a ella. E inclusive muchos se encaminan alegremente a su metamorfosis. Sin embargo, nadie se atrevería a dar muerte a su prójimo. En vuestra estrella esto debe ser diferente.»
El rey sacudió la cabeza. «Entre nosotros no se mata a menudo», dijo, «y esta acción es el delito más grave que puede cometerse. Sólo en la guerra se permite hacerlo, porque allí nadie mata por odio o envidia, o en su propio beneficio, sino que todos hacen lo que la comunidad exige de ellos. Pero estás equivocado si crees que nosotros morimos con agrado. Si observas los rostros de nuestros muertos, verás que ellos mueren penosamente, muy penosamente, y contra su deseo.»
El joven escuchó todo esto y se sorprendió por la tristeza y pesadumbre de la vida que los seres de esa estrella parecían soportar. Hubiera querido formular muchas otras preguntas, pero sentía claramente que nunca llegaría a comprender toda la relación de esas cosas oscuras y espantosas. Y ni siquiera tenía el deseo de comprenderlas. Y pensó que esos seres lamentables pertenecían a un orden inferior y no conocían aún a los dioses celestiales o estaban gobernados por demonios, o bien, que en esa estrella imperaba un infortunio, algún pecado o error. Y le pareció demasiado penoso y cruel seguir interrogando más a ese monarca y obligarlo a respuestas y confesiones, cada una de las cuales podía ser muy amarga y humillante para aquél. Esos hombres, que vivían con un oscuro temor ante la muerte, y a pesar de ello se aniquilaban en masa, esos hombres cuyas caras mostraban una rudeza tan indigna como la del campesino y una aflicción tan profunda y terrible como la del rey, le daban lástima y con todo le parecían curiosos y casi ridículos, ridículos y necios a través de su apariencia lamentable y vergonzosa.
Pero hubo una pregunta que no podía reprimir. Si esos pobres seres se habían quedado allí en esa estrella, a modo de criaturas retardadas, hijos de un astro tardío y sin paz, si la vida de esos hombres corría como una convulsión estremecida y terminaba en una desesperada matanza, si dejaban a sus muertos tirados en los campos de batalla y acaso hasta se los comían -porque también de eso se hablaba en aquellos horrorosos cuentos de hadas del remoto pasado-, así y todo tenía que existir en su interior un presentimiento del futuro, una imagen sonada de los dioses, algo como un germen del alma. be otra manera, todo aquel mundo despojado de belleza hubiera sido sólo un error sin sentido.
«Perdóname, oh rey», dijo el joven con voz lisonjera, «perdona si me atrevo a hacerte una pregunta más, antes de abandonar este singular país tuyo.»
«¡Pregunta, pues!», accedió el rey, que sentía algo muy particular frente a este extranjero, pues en muchos aspectos se le revelaba como un espíritu sutil, maduro e incalculable, y en otros, sin embargo, parecía como un niño pequeño al que hay que tratar con cuidado y sin tomarlo demasiado en serio.
«Extraño rey», fueron las palabras del mensajero, «me has causado una gran tristeza. Mira, yo vengo de otras tierras, y veo que el gran pájaro del tejado del templo tenía razón; aquí entre vosotros hay un dolor infinitamente mayor del que yo me hubiera podido imaginar. Vuestra vida parece ser un sueño de angustia, y no sé si se encuentra gobernada por dioses o demonios. Sabe, oh rey, que entre nosotros hay una leyenda que yo tenía antes por una mescolanza de cuentos de hadas y humo vacío. La misma refiere que en otros tiempos fueron también conocidos entre nosotros cosas tales como la guerra, el asesinato y la desesperación. Estas palabras espantosas, que nuestro idioma ignora desde hace mucho tiempo, las leemos en los viejos libros de cuentos; y nos suenan como algo terrible, y también un poco ridículas. Pero hoy aprendí que todo eso es real; y te veo a ti y a los tuyos hacer y padecer aquello que conocíamos por medio de esas terribles leyendas de nuestra época pretérita. Ahora dime: ¿no tenéis en vuestra alma el presentimiento de que no hacéis lo debido? ¿No tenéis el anhelo de dioses luminosos, risueños, de guías y gobernantes más compresivos y felices? ¿No soñáis nunca con una existencia distinta y más hermosa, donde nadie quiera lo que los otros tampoco desean, donde reinen la razón y el orden, donde los hombres se reúnan entre sí con alegría y consideración recíproca? ¿No habéis tenido jamás el pensamiento de que el universo es un todo, y que reverenciándolo, amándolo, ese todo os curaría y os haría felices? ¿No sabéis nada de lo que nosotros en mi país llamamos música, ni del servicio de Dios, ni de la salvación?»
El rey, al escuchar estas palabras, había inclinado la cabeza. Pero, al levantarla, su semblante se había transformado, y resplandecía con el brillo de una sonrisa, pese a que sus ojos estaban llenos de lágrimas.
«Gentil muchacho», dijo el rey, «no sé bien si eres un niño, un sabio o quizás una divinidad. Pero puedo responderte que conocemos todo aquello de lo que tú hablabas, y lo llevamos en el alma. Anhelamos la dicha, anhelamos la libertad, anhelamos a los dioses. Tenemos una leyenda según la cual un sabio de la antigüedad percibió la unidad del universo como una música armoniosa de los espacios celestes. ¿Te basta con eso? Quizás eres un bienaventurado del Más allá, pero aunque fueses el mismo Dios, no existe en tu corazón ninguna felicidad, poder o voluntad, de los cuales no aliente en nuestros corazones un presentimiento, un reflejo, una sombra por lejana que sea.»
Y de improviso se irguió cuan alto era, y el joven quedó maravillado, porque en un instante el rostro del rey se había bañado en una sonrisa luminosa, sin sombras, como el resplandor de la mañana.
«¡Vete, pues!», dijo al mensajero. «¡Vete y deja que hagamos la guerra y nos asesinemos! Me ablandaste el corazón, me recordaste a mi madre. ¡Basta, basta de ello, mi bello muchacho! Vete ahora, huye, antes de que comience la nueva batalla. Yo pensaré en ti cuando la sangre corra y las ciudades ardan; pensaré que el mundo es un Todo, del que ni siquiera nuestra necedad, nuestra cólera y nuestro salvajismo pueden separarnos. ¡Adiós! Saluda de mi parte a tu estrella, y a esa deidad, cuya imagen es un corazón devorado por un pájaro. Conozco bien ese corazón y a ese pájaro. Y advierte, mi lindo amigo de la lejanía: cuando pienses en tu amigo, en este pobre rey de la guerra, no lo recuerdes tal como lo viste cuando estaba sentado en el lecho, hundido en la aflicción, piénsalo sonriendo con lágrimas en los ojos y sangre en las manos.»
El rey alzó la lona de la tienda con su propia mano, sin despertar al criado, y dejó que el extranjero saliera. Con nuevos pensamientos volvió el joven sobre sus pasos a través de la llanura, y vio con las luces del anochecer en el horizonte una gran ciudad envuelta en llamas: se alejó, y subiendo entre cadáveres humanos y descompuestos despojos de caballos, alcanzó el linde del bosque de la montaña cuando ya había oscurecido.
Entonces descendió desde las nubes el gran pájaro, lo recibió sobre sus alas, y volaron durante la noche en silencio y blandamente, igual que las lechuzas.
Cuando el joven despertó tras un sueño intranquilo, estaba en el pequeño templo de la montaña; allí delante lo aguardaba, entre la hierba húmeda, su caballo, cuyo relincho saludaba al nuevo día. Pero del pájaro enorme, de su viaje a una estrella lejana, del rey y del campo de batalla, nada recordaba. Sólo una sombra había quedado en su alma, un leve dolor escondido como el que causa una espina menuda, así como duele una compasión desvalida y un vago deseo insatisfecho es capaz de atormentarnos en sueños; hasta que al cabo desentrañamos sus ansias secretas, que consisten en demostrar al ser amado cuánto deseamos participar de sus alegrías y contemplar su sonrisa.
El mensajero montó a caballo, y después de cabalgar todo el día llegó hasta la capital para ver a su rey. Y se demostró que había sido el mensajero adecuado. Porque el rey lo recibió con el saludo del mejor augurio, en tanto que le tocaba la frente y exclamaba: «Tus ojos han habla-do a mi corazón, y mi corazón ha dicho que sí. Tu ruego se ha cumplido aun antes de haberlo yo escuchado.»
De inmediato, el mensajero obtuvo una carta del rey, por la cual debían serle facilitadas todas las flores del reino que necesitara. Y una escolta, acompañantes y sirvientes fueron con él, y se le agregaron coches y caballos. Y cuando, tras atravesar la montaña en el menor tiempo posible, regresó después de pocos días a la carretera llana de su provincia y entró en su pueblo, traía consigo coches, carros, canastos y acémilas, todos cargados con las flores más hermosas de los jardines y los invernáculos, de los que hay muchos en el norte. Había cantidades suficientes, no sólo para coronar los cuerpos de los difuntos y adornar sus tumbas profusamente, sino también para plantar en memoria de cada muerto una flor, una planta o un pequeño árbol frutal, según lo exige la costumbre. Así, el dolor por su amigo y por su caballo predilecto desapareció y pudo entregarse a una recordación serena y tranquila, después de haberlos adornado y dado sepultura, tras lo cual plantó sobre sus tumbas sendas flores, arbustos y árboles frutales.
Luego de haber satisfecho su corazón de esta manera y de haber cumplido con su deber, el recuerdo del viaje por aquella tiniebla empezó a removerse dentro de su alma. De modo que pidió a sus allegados que lo dejaran estar un día solo. Durante veinticuatro horas estuvo sentado bajo el árbol del pensamiento, y en su memoria se desplegó, limpia y llanamente, la representación de lo que había visto en la estrella ajena. Luego de lo cual fue un día a ver al patriarca y le contó todo.
El anciano lo escuchó, quedó sumido en sus pensamientos y preguntó luego: «¿Todo esto, amigo mío, lo viste con tus propios ojos o ha sido un sueño?»
«No lo sé», dijo el joven. «Pienso que puede haber sido un sueño. De todos modos, y lo digo con- respeto, no me parece que la diferencia tenga alguna importan-, cia, dado que el asunto está instalado en mi mente con toda realidad. Una sombra de pesadumbre ha quedado en mí, y en medio de la dicha de vivir, un viento frío que viene desde aquella estrella sopla en mi interior. Por eso, ¡oh venerable!, te pregunto qué debo hacer.»
«Ve mañana», habló el anciano, «otra vez a la montaña hasta aquel sitio donde hallaste el templo. Me parece extraña la imagen de aquel dios, del que nunca oí hablar, y es posible que se trate de una deidad de otro astro. Puede ser también que aquel templo y su dios sean tan viejos que provengan de nuestros antepasados más remotos y de los tiempos pretéritos en los que pudieron haber reinado las armas, el miedo y la angustia ante la muerte. Ve a aquel templo, querido, y haz una ofrenda de flores, miel y canciones.»
El joven agradeció y obedeció el consejo del anciano. Tomó una jícara llena de miel refinada, como la que se acostumbra ofrecer en los comienzos del estío a los huéspedes distinguidos en ocasión de la primera fiesta de las abejas, y consigo llevó también el laúd. En la montaña volvió a dar de nuevo con el sitio donde antes había arrancado una campanilla azul, y encontró el empinado sendero rocoso que llevaba, monte arriba, al bosque, y por donde, hacía poco tiempo, había andado a pie delante de su cabalgadura. Pero no pudo volver a hallar, tampoco al día siguiente, ni el emplazamiento del templo ni el templo mismo, la negra piedra de sacrificio, las columnas de madera, o el techo con el gran pá-jaro-posado encima. Y nadie supo decirle nada de un templo semejante al que él describía.
De esta manera regresó a su tierra, y al pasar junto al santuario del Recuerdo Amoroso entró en él ofrendó la miel, cantó una canción con su laúd y recomendó a la deidad del Recuerdo Amoroso su sueño, el templo y el pájaro, el pobre campesino y los muertos en el campo de batalla, y en especial, al rey en su tienda de guerra. Entonces volvió con el corazón aliviado a su morada, colgó en la pared de su alcoba la imagen de la unidad del mundo, descansó con sueño profundo de los sucesos de aquellos días y a la mañana siguiente comenzó a ayudar a sus vecinos, que, en campos y jardines, se afanaban, entre cánticos, por borrar los últimos rastros del terremoto.
En una de las provincias meridionales de nuestra hermosa estrella había ocurrido una desgracia espantosa. Un terremoto acompañado por tremendas tormentas e inundaciones había dañado tres grandes pueblos y todos sus jardines, campos, bosques y plantaciones. Muchísimas personas y numerosos animales habían perecido, y, lo más penoso de todo, faltaban las flores necesarias para revestir a los muertos y adornar en debida forma sus sepulcros.
Todo lo demás ya había sido atendido. Apenas pasadas las peores horas, mensajeros con el gran llamado de amor recorrían aprisa las comarcas vecinas. Y desde las torres de la provincia entera se escuchaba cantar a los chantres aquel versículo emotivo y conmovedor, que es conocido desde la antigüedad como el Saludo a la Diosa de la piedad, y cuyos acentos nadie es capaz de resistir. Desde todas las ciudades y comunidades acudían caravanas de gente altruista y compasiva; los in-felices que habían perdido su techo fueron abrumados con invitaciones y ruegos amistosos, fuera por parientes, amigos y extraños, para residir en sus casas. Alimento y vestidos, coches y caballos, herramientas, piedras, madera y muchas otras cosas fueron traídos en calidad de ayuda. Y mientras los ancianos, mujeres y niños eran recogidos todavía por manos caritativas y hospitalarias, mientras se lavaba y vendaba cuidadosamente a los heridos y se buscaba a los muertos entre los escombros, otras personas ya se ocupaban en despejar los lugares donde los tejados se habían caído, en apuntalar con vigas las paredes tambaleantes, y en disponer todo lo necesario para una rápida reconstrucción. Y a pesar de que aún flotaba en el aire un hálito de espanto ante la desgracia ocurrida, y de todos los muertos emanaba un requerimiento al luto y al silencio respetuoso, no obstante podía notarse en todos los rostros y voces una disposición alegre y una cierta festividad tierna. Pues la comunidad, en su obrar laborioso y su certeza dinámica de estar haciendo algo tan excepcionalmente necesario, tan hermoso y digno de agradecimiento, se derramaba en todos los corazones. En un comienzo todo había ocurrido con timidez y silencio, pero pronto fue posible escuchar aquí y allá una voz alegre, una canción cantada suavemente en homenaje a una labor común, y, como puede imaginarse, entre lo cantado figuraban en primer término estos dos viejos versos proverbiales: «Bienaventurado el que lleva ayuda a quien ha sido recién atacado por la desgracia; ¿no bebe su corazón el beneficio como un jardín reseco la primera lluvia, y da una respuesta con flores y agradecimiento?»; y aquel otro: «La alegría de Dios fluye a partir del quehacer común.»
Pero justamente entonces surgió aquella lamentable escasez de flores. Por cierto que los muertos encontrados en primer término habían sido adornados con las flores y ramos que pudieron juntarse de los jardines destruidos. Luego se habían empezado a traer de los lugares vecinos todas las flores asequibles. Pero la desgracia singular consistía en que precisamente las tres comunidades arrasadas eran las poseedoras de las mayores y más bellas flores de la temporada. Allí concurría la gente año tras año para ver los narcisos y los azafranes, pues en ninguna parte había una cantidad tan inmensa ni especies tan cultivadas y de tan maravillosos colores. Y todo eso estaba ahora destruido y perdido. De modo que la gente, muy desconcertada, no sabía cómo cumplir con el ritual impuesto por la costumbre a la memoria de esos muertos, el que exige que cada persona fallecida y cada animal muerto sea adornado solemnemente con las flores de la estación, y que su entierro sea tanto más rico y luminoso cuanto más repentina y tristemente haya uno fallecido.
El hombre más viejo de la provincia, uno de los primeros que había lle-gado en su coche para proporcionar ayuda, se encontró pronto asedia-do por tantas preguntas, ruegos y lamentos, que le costó bastante conservar la calma y la serenidad. Pero mantuvo el corazón en su sitio, sus ojos permanecieron límpidos y amistosos, su voz clara y cortés, y sus labios entre la barba blanca no olvidaron un instante la sonrisa tranquila y benévola que convenía a su condición de sabio y consejero.
«Amigos míos», dijo, «ha caído sobre nosotros una desgracia con la que los dioses han querido probarnos. Todo cuanto aquí ha sido aniquilado podemos reconstruirlo y devolverlo pronto a nuestros hermanos. Y yo agradezco a los dioses que mi avanzada edad me haya permitido ver de qué modo habéis venido y habéis abandonado lo vuestro para acudir en ayuda de nuestros hermanos. Pero, ¿de dónde tomaremos las flores, a fin de adornar decorosa y hermosamente a todos estos difuntos para la fiesta de su transmutación? Porque, en tanto nosotros estemos aquí con vida, ninguno de estos fatigados peregrinos debe ser sepultado sin su correspondiente ofrenda floral. Esta es seguramente también vuestra opinión.»
«Sí», exclamaron todos, «esta es también nuestra opinión». «Lo sé», dijo el anciano con voz patriarcal. «Les diré, amigos, qué es lo que debemos hacer. Todos aquellos caídos, a los que hoy no podemos enterrar, tendrán que ser llevados al Gran Templo del verano que está en lo alto de la montaña, donde aún hay nieve. Allí estarán seguros y no sufrirán alteración mientras no les sean llevadas las flores. Pero sólo una persona nos puede procurar tantas flores en esta estación del año. Eso lo puede hacer únicamente el rey. De modo que debemos enviar a uno de los nuestros al rey para pedirle ayuda.»
Y de nuevo asintieron todos, y exclamaron: «¡Sí, sí, al rey!» «Así es», prosiguió el anciano, y bajo la blanca barba cada uno vio qué alegre-mente brillaba su hermosa sonrisa. «¿A quién, sin embargo, debemos enviar a ver al rey? Tendrá que ser joven y robusto, pues el camino es largo, y debemos facilitarle el mejor caballo. Ha de tener también un porte gentil, buen ánimo y brillo en la mirada, para que el corazón del rey no pueda menos que conmoverse. No es necesario que diga muchas palabras, pero sus ojos deben saber hablar. Lo mejor sería enviar un niño, el niño más hermoso del pueblo, pero, ¿cómo podría resistir tal viaje? Debéis ayudarme, amigos míos; si entre vosotros hay alguno que quiera tomar sobre sí esta embajada, o si sabe de alguien, le ruego que lo diga.»
El anciano guardó silencio y miró en torno con sus ojos claros, pero nadie se adelantó y ninguna voz se dejó oír.
Tras haber formulado su pregunta por tercera vez, salió de la multitud un adolescente de dieciséis años, casi un niño todavía. Bajó la mirada y enrojeció al ir a saludar al anciano.
Éste lo miró y de inmediato se dio cuenta de que se trataba del mensajero adecuado. Pero sonrió y dijo: «Está bien que quieras ser nuestro enviado. Pero, ¿cómo es posible que entre tanta gente seas el único que se ha ofrecido?»
El joven levantó la vista hacia el anciano y dijo: «Si no hay otro que quiera ir, entonces dejad que vaya yo.»
Y uno entre la multitud gritó: «Envíalo, anciano, todos lo conocemos. Es oriundo de esta aldea y el terremoto ha devastado su jardín que era el más bello de este lugar. »
El viejo miró al joven amistosamente a los ojos y preguntó: «¿Tanto te apena lo ocurrido a tus flores?»
El joven respondió en voz baja: «Es cierto que me apena, pero no es por eso que me he presentado. Tenía un amigo muy querido y también un potrillo predilecto. Ambos perecieron en el terremoto y yacen en el pórtico de nuestra casa; debe haber flores para que puedan ser sepultados.»
El anciano lo bendijo con las manos extendidas, y de inmediato se requirió el mejor caballo para el joven, quien montó al instante, palmoteó el cuello del animal y se despidió con un gesto, para emprender luego el galope a través de la aldea sobre los campos húmedos y devastados.
El joven cabalgó el día entero. Para llegar más pronto a la lejana, capital y presentarse al rey, cortó camino por la montaña. Hacia la noche, cuando comenzaba a oscurecer, condujo a su cabalgadura por las riendas a través de una senda empinada a través del bosque y de las rocas.
Un gran pájaro oscuro, como nunca viera antes, lo precedía con su vuelo. Él lo seguía, hasta que el pájaro se posó en el tejado de un templete abierto. El joven dejó el caballo suelto en medio de la hierba y pasó entre las columnas de madera al interior del sencillo santuario. A modo de altar de sacrificio halló solamente un bloque de una piedra negra que no existía en esa región, y encima la extraña imagen de una deidad que el mensajero no conocía: un corazón devorado por un pájaro salvaje.
Tributó a la deidad sus respetos y trajo como ofrenda una campanilla azul que había recogido al pie de la montaña y luego prendido en su vestidura. Enseguida se acostó en un rincón, pues estaba muy cansado y quería dormir.
Pero no podía conciliar el sueño, a pesar de que éste solía Regar a su lecho cada noche sin ser llamado. La campanilla sobre la roca, la misma piedra negra, o tal vez alguna otra cosa, exhalaba un aroma peculiar, intenso y doloroso; la imagen inquietante de la divinidad brillaba como un espectro en la oscura galería; y sobre el tejado estaba posado el extraño pájaro que de tiempo en tiempo batía con fuerza sus enormes alas, que sonaban como un huracán entre los árboles.
Así ocurrió que en mitad de la noche el joven se levantó, salió del templo y levantó su vista hacia donde el pájaro se hallaba. Éste aleteó y lo miró.
«¿Por qué no duermes?», preguntó el pájaro.
«No lo sé», dijo el joven. «Quizá porque he sufrido un dolor.»
«¿Y cuál es ese dolor?»
«Mi amigo y mi caballo favorito, ambos han muerto.»
«¿Es la muerte algo tan malo?», preguntó burlonamente el pájaro.
«Oh, no, gran pájaro, no es algo tan malo, la muerte es sólo una des-pedida. Pero no es por eso que estoy triste. Lo malo es que no podemos enterrar a mi amigo y a mi hermoso caballo, porque ya no tenemos flores para ello.»
«Hay cosas peores», dijo el pájaro, y agitó malhumorado sus estrepitosas alas.
«No, querido pájaro, algo peor seguramente no existe. Al muerto que es sepultado sin una ofrenda de flores, le está vedado renacer según los deseos de su corazón. Y quien entierra a sus muertos y no celebra a continuación la fiesta de las flores, ve luego las sombras de los fallecidos en sus sueños. Comprendes entonces que no pueda seguir durmiendo mientras mis muertos carezcan de flores.»
El corvo pico del pájaro dejó escapar un graznido chillón.
«Muchacho, nada sabes del dolor si no has sufrido más que éste. ¿Acaso nunca has oído nada acerca de los grandes males? ¿Del odio, del asesinato, de los celos.»
El joven, al escuchar estas palabras, creyó que soñaba. Luego reflexionó y dijo con prudencia: «Por cierto, pájaro, lo recuerdo: sobre esas cosas hay algo escrito en las historias, y en los cuentos de hadas. Pero eso está ciertamente fuera de la realidad, o quizás ocurrió así en el mundo hace mucho tiempo, cuando no existían las flores ni los dioses buenos. ¡Quién se acuerda de ello ahora!»
El pájaro rió silenciosamente con su agudo timbre. Luego se irguió más alto y dijo al jovencito: «¿Así que quieres ir a ver al rey y que yo te in-dique el camino?»
«Oh, lo sabes ya», exclamó jubilosamente el joven. «Sí, te ruego que me guíes, si así lo quieres.»
Entonces el pájaro se posó sin ruido en el suelo, abrió también sin ruido sus alas y ordenó al joven dejar allí su caballo para poder viajar con él a fin de ver al rey.
El mensajero se sentó a horcajadas sobre el pájaro. «¡Cierra los ojos!» mandó el pájaro, y así fue hecho. Y volaron en silencio a través de la oscuridad del cielo, blandamente, como hacen las lechuzas. Sólo el aire frío zumbaba en las orejas del mensajero. Y volaron durante toda la noche.
A la mañana temprano tocaron tierra, y el pájaro gritó: «¡Abre los ojos!» Y el joven abrió sus ojos. Entonces vio que se encontraba en el lindero de un bosque, y con la primera claridad de la mañana una llanura resplandeciente lo cegaba con su luz.
«Aquí en el bosque me volverás a encontrar», dijo el pájaro. Se lanzó hacia las alturas como una flecha y de inmediato desapareció en el azul.
El joven, mientras marchaba desde el bosque y se internaba en la vasta llanura, sintió que todo le era extraño. Alrededor de él se hallaban las cosas tan cambiadas y trastocadas, que no sabía si estaba despierto o soñando. Los prados y las flores eran semejantes a los de su lugar na-tal, y el sol brillaba, y el viento jugaba entre la hierba florida; pero no se divisaban seres humanos ni animales, parecía como si allí un terremoto hubiera causado estragos lo mismo que en su patria. Pues en el suelo yacían esparcidos ruinas de edificios, ramas rotas y árboles arrancados, cercos destruidos y útiles de labor abandonados. De improviso advirtió en medio del campo un cadáver que no había sido sepultado y que se hallaba en horroroso estado de descomposición. Ante el espectáculo, el joven sintió que lo invadían un profundo espanto y un acceso de repugnancia, pues nunca había visto nada similar. El muerto no tenía ni siquiera cubierto el rostro, ya medio echado a perder a causa de los pájaros y de la podredumbre. Desviando la mirada, buscó algunas hojas verdes y flores, y cubrió con ellas el semblante del difunto.
Un olor indefinible, repulsivo y agobiador se extendía, tibia y tenazmente, a través de la llanura. Otro cadáver yacía entre la hierba rodeado por una bandada de cuervos, y un caballo decapitado y huesos de hombres y bestias; todos estaban abandonados al sol, como si nadie hubiera pensado en funerales floridos y en tumbas. El joven temía que una hecatombe inimaginable hubiera acabado con todos los habitantes de ese país; y había tantos muertos que tuvo que cesar de cortar flores para ellos y de cubrirles el rostro con las mismas. Angustiado y con los ojos a medio cerrar, prosiguió su camino; de todas partes emanaba el olor a carroña y a sangre, mientras desde miles de lugares ruinosos y de los cadáveres partía una oleada cada vez más poderosa de dolor y desolación. El mensajero creyó que había caído en una pesadilla maligna y vio en ello una advertencia celestial, porque sus propios muertos carecían aún de su fiesta de las flores y de sepultura. Entonces volvió a recordar lo que la noche anterior le había dicho desde el tejado el pájaro oscuro, y le pareció oír otra vez su aguda voz que profería: «Hay cosas peores.»
Comprendió entonces que el pájaro lo había transportado a otra estrella, y que todo lo que sus ojos veían era real y verdadero. Recordó la impresión con que había oído algunas veces, siendo niño, narraciones terroríficas acerca de las épocas primitivas. Ahora volvía a experimentar una sensación similar; primero un escalofrío de pavor, y luego un silencioso y plácido alivio en el corazón, pues todo aquello era algo infinita-mente distante y había ocurrido en tiempos muy remotos. Aquí todo acontecía como en los cuentos de terror. Todo ese mundo extraño de atrocidades, cadáveres y aves que se alimentaban de carroña, parecía obedecer sin sentido ni medida a reglas incomprensibles, de locura, según las cuales siempre acaecía lo malo, lo desatinado y lo deforme en lugar de lo hermoso y lo bueno.
De pronto observó a un ser viviente que andaba entre los campos; un aldeano o un criado. Corrió hacia él y lo llamó. Cuando lo vio de cerca, el joven se aterrorizó y su corazón fue invadido por la piedad, pues el aldeano era tremendamente feo y apenas un ser humano. Parecía un sujeto acostumbrado a pensar nada más que en sí mismo, a presenciar siempre lo negativo, un hombre que viviera permanentemente entre sueños angustiosos. En sus ojos, en su semblante y en toda su naturaleza no había nada de alegría ni de bondad, nada de gratitud o confianza. La virtud más sencilla y sobreentendida parecía faltarle a ese infortunado.
Pero el joven se dominó, se aproximó al hombre con gran amabilidad, como si se tratase de un ser marcado por la desgracia, lo saludó fraternalmente y lo encaró con una sonrisa. El hombre feo parecía pasmado y miró con asombro desde sus ojos grandes y tristes. Su voz era ruda y disonante, como el gruñido de seres inferiores. Sin embargo, no le fue posible resistirse a la serenidad, a la humilde confianza de la mirada del joven. Y después de haber observado fijamente durante un rato al forastero, surgió de su rostro tosco y agrietado una especie de sonrisa más o menos sardónica, bastante desagradable, pero suave y asombrada, tal como la primera pequeña sonrisa de un alma que acaba de renacer y que en ese momento llegara desde la región más interior de la tierra.
«¿Qué quieres de mí?», preguntó aquel hombre al joven forastero.
De acuerdo con los hábitos de su patria, el muchacho respondió: «Te agradezco, amigo, y te ruego me digas si puedo hacerte algún servicio.»
Y como el campesino callara sonriendo entre perplejo y desconcertado, el mensajero le preguntó: «Dime amigo, ¿qué significa este espectáculo espantoso?», y seña16 en torno con la mano.
El campesino se esforzó en comprenderlo, y al repetir el mensajero su pregunta, dijo: «¿Nunca viste esto? Es la guerra. Éste es un campo de batalla». Y señalando un negro montón de ruinas, exclamó: «Aquélla era mi casa». Y cuando el extranjero, lleno de una piedad que le nacía del corazón, mirara en sus ojos enturbiados, el campesino bajó la vista y la clavó en el suelo.
«-No tenéis un rey?», preguntó ahora el joven, y al asentir el campe-sino, interrogó: «¿Dónde está, pues?» El hombre indicó a lo lejos una tienda de campaña que podía divisarse muy remota y pequeña. Entonces el mensajero se despidió posando su mano en la frente de aquél, y continuó su camino. El campesino se palpó la frente con ambas manos, sacudió preocupado la pesada cabeza y se quedó largo rato parado en tanto que seguía mirando con fijeza al extranjero.
Este último corrió y corrió entre escombros y horrores, hasta llegar a la tienda de campaña. Por todas partes corrían hombres armados, pero nadie reparaba en él, y así pasó entre las tiendas y la gente, hasta encontrar la tienda más grande y hermosa del campamento, que era la del rey. Entonces se dispuso a entrar.
En la tienda estaba el rey sentado en una cama baja y sencilla. Su manto se extendía a un lado, y al fondo se acurrucaba dormitando un criado. El rey se hallaba sumido en profundos pensamientos. Su rostro era bello y triste, un mechón de cabellos grises caía sobre su frente tostada; la espada estaba tendida en el suelo delante de él.
El joven saludó sin decir palabra, con respeto, tal como hubiera saluda-do a su propio rey, y permaneció aguardando de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, hasta que el monarca lo miró.
«¿Quién eres?», preguntó severamente, y contrajo las oscuras cejas, pero su mirada quedó suspendida ante los rasgos puros y alegres del extranjero; y el joven lo miró tan lleno de confianza y gentileza, que la voz del rey se hizo más suave.
«Yo te he visto alguna vez», dijo, como si recordase, «o te pareces a alguien que conocí en mi infancia.»
«Soy extranjero», dijo el emisario.
«Habrá sido un sueño», dijo quedamente el rey. «Me recuerdas a mi madre. Habla. Cuéntame.»
El joven comenzó: «Me trajo un pájaro. En mi país hubo un terremoto, quisimos enterrar a nuestros muertos, pero no había flores.»
«¿No había flores?», dijo el rey.
«No, no quedaba ninguna. Y nada peor para nosotros que sepultar a un muerto sin ofrecerle nuestra fiesta de las flores, pues el primer paso de su transformación debe ser dado en medio del esplendor y la alegría. »
De pronto el mensajero recordó cuántos muertos insepultos había yaciendo afuera sobre ese campo de horror, y se contuvo. El rey lo miró, meneó la cabeza y suspiró profundamente.
«Yo quería llegar hasta nuestro rey y pedirle muchas flores», prosiguió el mensajero, «pero cuando estaba en el templo de la montaña, vino ese pájaro enorme y me dijo que me llevaría ante el rey y me trajo por los aires hacia ti. ¡Oh, amado rey, aquel templo era de una deidad des-conocida para mí, en su tejado se había posado el pájaro, y este dios tenía una imagen sumamente curiosa sobre su piedra sagrada: un corazón, en el que se alimentaba un pájaro salvaje! Con aquel inmenso pájaro tuve una conversación durante la noche. Y sólo ahora puedo comprender sus palabras, pues me dijo que había mucho más dolor y maldad en el mundo de lo que yo podía imaginar. Y tenía razón, para llegar a este sitio he tenido que atravesar ese campo vastísimo, y durante esas horas he visto sufrimientos y calamidades infinitas, mucho mayores de lo que refieren nuestras leyendas más terroríficas. Entonces llegué hasta ti, ¡oh rey', para preguntarte si puedo hacer algo en tu servicio.»
El rey, que había escuchado atentamente, trató de sonreír, pero había tanta gravedad y amargura en su hermoso semblante, que no pudo hacerlo.
«Te agradezco», dijo, «no puedes prestarme ningún servicio. Pero me has hecho recordar a mi madre, y te doy las gracias.»
El joven se sintió afligido porque el rey no podía sonreír. «Estás tan triste», le dijo, «¿es a causa de la guerra?»
«Sí», dijo el rey.
Frente a este hombre profundamente abatido y tan noble, sin embargo, el joven no pudo dejar de violar una regla de la cortesía. Y preguntó: «Pero dime, te suplico, ¿por qué os hacéis estas guerras en vuestra estrella? ¿Quién tiene la culpa? ¿Acaso la tienes tú?»
El rey miró fija y largamente al mensajero, parecía enfadado ante la impertinencia de la pregunta. Pero no pudo reflejar por mucho tiempo su mirada sombría en los ojos claros y desprevenidos del extranjero.
«Eres un niño», dijo el rey, «ay éstas son cosas que no podrías entender. La guerra no es culpa de nadie, llega por sí misma, como la tormenta y el rayo, y todos nosotros, los que debemos combatir, no somos sus iniciadores, sino sus víctimas.»
«¿Entonces entre vosotros el morir es cosa leve?», preguntó el joven. «En nuestro país la muerte no es, por cierto, algo muy temido, y la mayoría se entrega dócilmente a ella. E inclusive muchos se encaminan alegremente a su metamorfosis. Sin embargo, nadie se atrevería a dar muerte a su prójimo. En vuestra estrella esto debe ser diferente.»
El rey sacudió la cabeza. «Entre nosotros no se mata a menudo», dijo, «y esta acción es el delito más grave que puede cometerse. Sólo en la guerra se permite hacerlo, porque allí nadie mata por odio o envidia, o en su propio beneficio, sino que todos hacen lo que la comunidad exige de ellos. Pero estás equivocado si crees que nosotros morimos con agrado. Si observas los rostros de nuestros muertos, verás que ellos mueren penosamente, muy penosamente, y contra su deseo.»
El joven escuchó todo esto y se sorprendió por la tristeza y pesadumbre de la vida que los seres de esa estrella parecían soportar. Hubiera querido formular muchas otras preguntas, pero sentía claramente que nunca llegaría a comprender toda la relación de esas cosas oscuras y espantosas. Y ni siquiera tenía el deseo de comprenderlas. Y pensó que esos seres lamentables pertenecían a un orden inferior y no conocían aún a los dioses celestiales o estaban gobernados por demonios, o bien, que en esa estrella imperaba un infortunio, algún pecado o error. Y le pareció demasiado penoso y cruel seguir interrogando más a ese monarca y obligarlo a respuestas y confesiones, cada una de las cuales podía ser muy amarga y humillante para aquél. Esos hombres, que vivían con un oscuro temor ante la muerte, y a pesar de ello se aniquilaban en masa, esos hombres cuyas caras mostraban una rudeza tan indigna como la del campesino y una aflicción tan profunda y terrible como la del rey, le daban lástima y con todo le parecían curiosos y casi ridículos, ridículos y necios a través de su apariencia lamentable y vergonzosa.
Pero hubo una pregunta que no podía reprimir. Si esos pobres seres se habían quedado allí en esa estrella, a modo de criaturas retardadas, hijos de un astro tardío y sin paz, si la vida de esos hombres corría como una convulsión estremecida y terminaba en una desesperada matanza, si dejaban a sus muertos tirados en los campos de batalla y acaso hasta se los comían -porque también de eso se hablaba en aquellos horrorosos cuentos de hadas del remoto pasado-, así y todo tenía que existir en su interior un presentimiento del futuro, una imagen sonada de los dioses, algo como un germen del alma. be otra manera, todo aquel mundo despojado de belleza hubiera sido sólo un error sin sentido.
«Perdóname, oh rey», dijo el joven con voz lisonjera, «perdona si me atrevo a hacerte una pregunta más, antes de abandonar este singular país tuyo.»
«¡Pregunta, pues!», accedió el rey, que sentía algo muy particular frente a este extranjero, pues en muchos aspectos se le revelaba como un espíritu sutil, maduro e incalculable, y en otros, sin embargo, parecía como un niño pequeño al que hay que tratar con cuidado y sin tomarlo demasiado en serio.
«Extraño rey», fueron las palabras del mensajero, «me has causado una gran tristeza. Mira, yo vengo de otras tierras, y veo que el gran pájaro del tejado del templo tenía razón; aquí entre vosotros hay un dolor infinitamente mayor del que yo me hubiera podido imaginar. Vuestra vida parece ser un sueño de angustia, y no sé si se encuentra gobernada por dioses o demonios. Sabe, oh rey, que entre nosotros hay una leyenda que yo tenía antes por una mescolanza de cuentos de hadas y humo vacío. La misma refiere que en otros tiempos fueron también conocidos entre nosotros cosas tales como la guerra, el asesinato y la desesperación. Estas palabras espantosas, que nuestro idioma ignora desde hace mucho tiempo, las leemos en los viejos libros de cuentos; y nos suenan como algo terrible, y también un poco ridículas. Pero hoy aprendí que todo eso es real; y te veo a ti y a los tuyos hacer y padecer aquello que conocíamos por medio de esas terribles leyendas de nuestra época pretérita. Ahora dime: ¿no tenéis en vuestra alma el presentimiento de que no hacéis lo debido? ¿No tenéis el anhelo de dioses luminosos, risueños, de guías y gobernantes más compresivos y felices? ¿No soñáis nunca con una existencia distinta y más hermosa, donde nadie quiera lo que los otros tampoco desean, donde reinen la razón y el orden, donde los hombres se reúnan entre sí con alegría y consideración recíproca? ¿No habéis tenido jamás el pensamiento de que el universo es un todo, y que reverenciándolo, amándolo, ese todo os curaría y os haría felices? ¿No sabéis nada de lo que nosotros en mi país llamamos música, ni del servicio de Dios, ni de la salvación?»
El rey, al escuchar estas palabras, había inclinado la cabeza. Pero, al levantarla, su semblante se había transformado, y resplandecía con el brillo de una sonrisa, pese a que sus ojos estaban llenos de lágrimas.
«Gentil muchacho», dijo el rey, «no sé bien si eres un niño, un sabio o quizás una divinidad. Pero puedo responderte que conocemos todo aquello de lo que tú hablabas, y lo llevamos en el alma. Anhelamos la dicha, anhelamos la libertad, anhelamos a los dioses. Tenemos una leyenda según la cual un sabio de la antigüedad percibió la unidad del universo como una música armoniosa de los espacios celestes. ¿Te basta con eso? Quizás eres un bienaventurado del Más allá, pero aunque fueses el mismo Dios, no existe en tu corazón ninguna felicidad, poder o voluntad, de los cuales no aliente en nuestros corazones un presentimiento, un reflejo, una sombra por lejana que sea.»
Y de improviso se irguió cuan alto era, y el joven quedó maravillado, porque en un instante el rostro del rey se había bañado en una sonrisa luminosa, sin sombras, como el resplandor de la mañana.
«¡Vete, pues!», dijo al mensajero. «¡Vete y deja que hagamos la guerra y nos asesinemos! Me ablandaste el corazón, me recordaste a mi madre. ¡Basta, basta de ello, mi bello muchacho! Vete ahora, huye, antes de que comience la nueva batalla. Yo pensaré en ti cuando la sangre corra y las ciudades ardan; pensaré que el mundo es un Todo, del que ni siquiera nuestra necedad, nuestra cólera y nuestro salvajismo pueden separarnos. ¡Adiós! Saluda de mi parte a tu estrella, y a esa deidad, cuya imagen es un corazón devorado por un pájaro. Conozco bien ese corazón y a ese pájaro. Y advierte, mi lindo amigo de la lejanía: cuando pienses en tu amigo, en este pobre rey de la guerra, no lo recuerdes tal como lo viste cuando estaba sentado en el lecho, hundido en la aflicción, piénsalo sonriendo con lágrimas en los ojos y sangre en las manos.»
El rey alzó la lona de la tienda con su propia mano, sin despertar al criado, y dejó que el extranjero saliera. Con nuevos pensamientos volvió el joven sobre sus pasos a través de la llanura, y vio con las luces del anochecer en el horizonte una gran ciudad envuelta en llamas: se alejó, y subiendo entre cadáveres humanos y descompuestos despojos de caballos, alcanzó el linde del bosque de la montaña cuando ya había oscurecido.
Entonces descendió desde las nubes el gran pájaro, lo recibió sobre sus alas, y volaron durante la noche en silencio y blandamente, igual que las lechuzas.
Cuando el joven despertó tras un sueño intranquilo, estaba en el pequeño templo de la montaña; allí delante lo aguardaba, entre la hierba húmeda, su caballo, cuyo relincho saludaba al nuevo día. Pero del pájaro enorme, de su viaje a una estrella lejana, del rey y del campo de batalla, nada recordaba. Sólo una sombra había quedado en su alma, un leve dolor escondido como el que causa una espina menuda, así como duele una compasión desvalida y un vago deseo insatisfecho es capaz de atormentarnos en sueños; hasta que al cabo desentrañamos sus ansias secretas, que consisten en demostrar al ser amado cuánto deseamos participar de sus alegrías y contemplar su sonrisa.
El mensajero montó a caballo, y después de cabalgar todo el día llegó hasta la capital para ver a su rey. Y se demostró que había sido el mensajero adecuado. Porque el rey lo recibió con el saludo del mejor augurio, en tanto que le tocaba la frente y exclamaba: «Tus ojos han habla-do a mi corazón, y mi corazón ha dicho que sí. Tu ruego se ha cumplido aun antes de haberlo yo escuchado.»
De inmediato, el mensajero obtuvo una carta del rey, por la cual debían serle facilitadas todas las flores del reino que necesitara. Y una escolta, acompañantes y sirvientes fueron con él, y se le agregaron coches y caballos. Y cuando, tras atravesar la montaña en el menor tiempo posible, regresó después de pocos días a la carretera llana de su provincia y entró en su pueblo, traía consigo coches, carros, canastos y acémilas, todos cargados con las flores más hermosas de los jardines y los invernáculos, de los que hay muchos en el norte. Había cantidades suficientes, no sólo para coronar los cuerpos de los difuntos y adornar sus tumbas profusamente, sino también para plantar en memoria de cada muerto una flor, una planta o un pequeño árbol frutal, según lo exige la costumbre. Así, el dolor por su amigo y por su caballo predilecto desapareció y pudo entregarse a una recordación serena y tranquila, después de haberlos adornado y dado sepultura, tras lo cual plantó sobre sus tumbas sendas flores, arbustos y árboles frutales.
Luego de haber satisfecho su corazón de esta manera y de haber cumplido con su deber, el recuerdo del viaje por aquella tiniebla empezó a removerse dentro de su alma. De modo que pidió a sus allegados que lo dejaran estar un día solo. Durante veinticuatro horas estuvo sentado bajo el árbol del pensamiento, y en su memoria se desplegó, limpia y llanamente, la representación de lo que había visto en la estrella ajena. Luego de lo cual fue un día a ver al patriarca y le contó todo.
El anciano lo escuchó, quedó sumido en sus pensamientos y preguntó luego: «¿Todo esto, amigo mío, lo viste con tus propios ojos o ha sido un sueño?»
«No lo sé», dijo el joven. «Pienso que puede haber sido un sueño. De todos modos, y lo digo con- respeto, no me parece que la diferencia tenga alguna importan-, cia, dado que el asunto está instalado en mi mente con toda realidad. Una sombra de pesadumbre ha quedado en mí, y en medio de la dicha de vivir, un viento frío que viene desde aquella estrella sopla en mi interior. Por eso, ¡oh venerable!, te pregunto qué debo hacer.»
«Ve mañana», habló el anciano, «otra vez a la montaña hasta aquel sitio donde hallaste el templo. Me parece extraña la imagen de aquel dios, del que nunca oí hablar, y es posible que se trate de una deidad de otro astro. Puede ser también que aquel templo y su dios sean tan viejos que provengan de nuestros antepasados más remotos y de los tiempos pretéritos en los que pudieron haber reinado las armas, el miedo y la angustia ante la muerte. Ve a aquel templo, querido, y haz una ofrenda de flores, miel y canciones.»
El joven agradeció y obedeció el consejo del anciano. Tomó una jícara llena de miel refinada, como la que se acostumbra ofrecer en los comienzos del estío a los huéspedes distinguidos en ocasión de la primera fiesta de las abejas, y consigo llevó también el laúd. En la montaña volvió a dar de nuevo con el sitio donde antes había arrancado una campanilla azul, y encontró el empinado sendero rocoso que llevaba, monte arriba, al bosque, y por donde, hacía poco tiempo, había andado a pie delante de su cabalgadura. Pero no pudo volver a hallar, tampoco al día siguiente, ni el emplazamiento del templo ni el templo mismo, la negra piedra de sacrificio, las columnas de madera, o el techo con el gran pá-jaro-posado encima. Y nadie supo decirle nada de un templo semejante al que él describía.
De esta manera regresó a su tierra, y al pasar junto al santuario del Recuerdo Amoroso entró en él ofrendó la miel, cantó una canción con su laúd y recomendó a la deidad del Recuerdo Amoroso su sueño, el templo y el pájaro, el pobre campesino y los muertos en el campo de batalla, y en especial, al rey en su tienda de guerra. Entonces volvió con el corazón aliviado a su morada, colgó en la pared de su alcoba la imagen de la unidad del mundo, descansó con sueño profundo de los sucesos de aquellos días y a la mañana siguiente comenzó a ayudar a sus vecinos, que, en campos y jardines, se afanaban, entre cánticos, por borrar los últimos rastros del terremoto.
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Ricardo Marcenaro
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