Cotázar - Onetti
Conversaciones con Cortázar
Ernesto González Bermejo
FRAGMENTO DEL CAPÍTULO I
-Quisiera proponerle una "peregrinación a las fuentes"; indagar, con usted, dónde nace ese escritor. Su intención inicial fue la poesía ¿no es así?
-Es conocido: uno repite individualmente el proceso de la especie humana, su historia. Las primeras obras de la humanidad fueron poéticas. Los primeros textos filosóficos son poemas. Los presocráticos, por ejemplo, los grandes metafísicos; Parménides es un poeta; Platón puede ser considerado un poeta; los grandes textos cosmogónicos son poemas.
A la prosa se llega después, un poco, supongo, porque en el principio, tanto en el niño como en el hombre primitivo, la inteligencia funciona sobre todo en base a analogías, a mecanismos mágicos, a principios animistas. Hay mucha más sensibilidad que inteligencia razonante; la razón es una maquinita que entra en acción después. En el caso de los griegos entra, de manera definitiva y organizada, con Platón y con Sócrates. Anteriormente están las grandes intuiciones, los grandes deslumbramientos que eran ya poesía.
Y el niño es igual, en fin, ciertos niños. Y hago mal en restringir: quizás todos los niños, si no existieran las maestras. Las pobrecitas no tienen la culpa: si no existiera la maldita instrucción primaria que ellas tienen que aplicar. Cocteau decía: "todos los niños son poetas menos Minou Drouet", que era aquel monstruito que había escrito un libro de poemas a los ocho años, un poco prefabricado por la madre, y que toda Francia admiraba.
Es verdad que si a los niños los dejasen solos con sus juegos, sin forzarlos, harían maravillas. Usted vio cómo empiezan a dibujar y a pintar; después los obligan a dibujar la manzana y el ranchito con el árbol y se acabó el pibe.
Con la escritura es exactamente igual. Las primeras cosas que cuenta un niño o que le gusta que le cuenten, son pura poesía; el niño vive un mundo de metáforas, de aceptaciones, de permeabilidad.
-Creo que, aunque usted pase de la poesía a la prosa, esa visión poética se prolonga a lo largo de su obra.
-También yo lo creo. Incluso textos escritos con la voluntad de comunicar algo como es Prosa del observatorio, yo lo entiendo como un poema. Y dentro de mis novelas hay largos capítulos que cumplen un movimiento de poema aunque no entren en la categoría ortodoxa de la poesía. El funcionamiento se hace por analogía; hay un sistema de imágenes y de metáforas y de símbolos y, en definitiva, la estructura de un poema.
Llegué con dificultad a la prosa. A los ocho años yo ya escribía poemas y, como siempre tuve obediencia a los ritmos, al sonido rimado de las palabras y de las cosas, esos poemas, espantosos como contenido, perfectamente cursis, inocentes y sin ninguna importancia, estaban perfectamente medidos y perfectamente rimados. Sin saber que un endecasílabo era un verso de once sílabas, escribía sonetos en endecasílabos, absolutamente infalibles como ritmo y rima.
Se lo puedo asegurar porque mi madre guardó un famoso cuaderno con esos poemas que nunca me quiso dar pero que me dejó mirar hace como quince años y pude comprobar lo que le digo; contenido: totalmente nulo, de un niño de nueve anos que se enamoró de una compañerita de juegos, soneto al cumpleaños de su tía, descripción del patio de la casa... Pero desde el punto de vista de la versificación, perfectos. Es decir que había una captación muy evidente del ritmo.
Por eso la prosa, al principio, me presentaba dificultades. Quise empezar una novela y me tranqué; no podía avanzar. Escribir en prosa me resultaba, ¿cómo decirle?: grosero; no encontraba el balanceo del verso. Yo tenía que escribir -con toda la ingenuidad que pudiera tener aquella novela-: "el carruaje se detuvo a la puerta del castillo, coma, y fulanita de tal, descendió. punto". Y eso era duro, no tenía el ritmo del verso.
¿Cómo se produce ese pasaje a la prosa?
-Con dificultad, como le decía. En la adolescencia hubo una especie de paridad: la prosa empezó a aumentar en volumen y, al mismo tiempo, seguía escribiendo poemas.
Y, como sucede siempre, uno se hace con el trabajo: la literatura se hace haciendo literatura. Alcancé cierto dominio formal y descubrí lo que me faltaba descubrir: que la prosa tiene un ritmo propio, que no son ni endecasílabos ni décimas, ni nada que se le parezca. Desde ese momento me encontré escribiendo la prosa con fluidez.
Pienso también que lo que me ayudó fue el aprendizaje, muy temprano, de lenguas extranjeras y el hecho de que la traducción, desde un comienzo, me fascinó. Si yo no fuera un escritor sería un traductor. Lo fui y lo soy todavía, a veces, para la Unesco.
La traducción me resulta fascinante como trabajo paraliterario o literario en segundo grado. Cuando uno traduce, es decir, cuando no tiene la responsabilidad del contenido del original, su problema no son las ideas del autor porque él ya las puso allí; lo que uno tiene que hacer es trasladarlas y, entonces, los valores formales y los valores rítmicos, que está sintiendo latir en el original, pasan a un primer plano. Su responsabilidad es trasladarlos, con las diferencias que haya, de un idioma al otro. Es un ejercicio extraordinario desde el punto de vista rítmico.
Yo le aconsejarla a cualquier escritor joven que tiene dificultades de escritura, si fuese amigo de dar consejos, que deje de escribir un tiempo por su cuenta y que haga traducciones; que traduzca buena literatura, y un día se va a dar cuenta que él puede escribir con una soltura que no tenía antes.
-¿Cómo define hoy un buen estilo?
-Creo que una escritura lograda formalmente (y cuando está lograda en el plano formal, lo está en los otros) requiere no tanto la presencia como la ausencia de cosas inútiles y negativas.
Cuando yo corrijo, una vez en cien agrego algo, completo una frase que me parece insuficiente o agrego una frase porque veo que falta un puente. Las otras noventa y nueve veces corregir consiste en suprimir. Cualquiera que vea un borrador mío puede comprobarlo: muy pocos agregados y enormes supresiones.
Porque al escribir, especialmente como escribo yo, rápido y dejándome llevar, hay una tendencia a la repetición inútil, se escapan cosas (y, sobre todo, cuando se trabaja con máquina eléctrica). Hay que eliminarlas implacablemente.
Es así como se llega a tener eso que llaman un estilo. Para mí el estilo es una cierta tensión y esa tensión nace de que la escritura contiene exclusivamente lo necesario. Imagínese que la araña que hace de su tela un modelo de tensión, después le sacara unos flequitos de costado y los dejara colgar... La mala literatura está llena de flequitos. Es literatura con flecos.
-No obstante puede haber un buen estilo barroco.
-Es el eterno tema que tanto preocupa a Alejo Carpentier: la literatura latinoamericana como ejemplo de literatura barroca. Cuando se trata de algo bellamente barroco, como es el caso del propio Carpentier, perfecto; de acuerdo. Pero el falso barroco que va desde Argentina a Guatemala pasando por donde usted quiera, es sencillamente hojarasca repetitiva, una multiplicación de elementos que podrían suprimirse con gran beneficio de lo medular.
A veces eso que da impresión de barroquismo, donde el autor, como es típico de la arquitectura barroca, se mete en volutas por todos lados para llenar el espacio -el famoso miedo al espacio vacío- si se analiza un poco más de cerca resulta simplemente una falta de tensión, de disciplina en el trabajo.
-Ese aprendizaje suyo se hace en soledad o en compañía; en este caso ¿de quién?
-Está el caso de Jorge Luis Borges. El choque que me produjo a mí la escritura de Borges fue sin duda el más grande que yo había recibido hasta ese momento. Porque había tenido muchos choques pero eran siempre con escritores extranjeros, franceses, ingleses, que no tenían por qué repercutir en mi idioma.
Encontrar en la Argentina, en un momento en que se escribía bastante tupido, a la manera peninsular, a un hombre que ha pulido, que ha limado el lenguaje reduciéndolo casi al nivel de aforismo, de apotegmas, de frases -perdóneme la cursilería- lapidarias (en el caso cabe la palabra) era una experiencia que un joven escritor sensible tenía no solamente que recibir sino que aceptar y seguir.
Seguir sin imitar. Ese es el asunto. Eso es lo que hizo que a mí, por suerte, no me tocara ser un borgista. Porque usted ve lo que pasó con los que, en vez de seguir la lección del maestro, lo imitaron. El resultado fue una plaga de borgistas de los cuales nadie se acuerda hoy.
La gran lección de Borges no fue una lección temática, ni de contenidos, ni de mecánicas. Fue una lección de escritura. La actitud de un hombre que, frente a cada frase, ha pensado cuidadosamente, no qué adjetivo ponía, sino qué adjetivo sacaba. Cayendo después en cierto exceso que era el de poner un único adjetivo de tal manera que usted se caiga un poco de espaldas. Lo que a veces puede ser un defecto.
Pero, originalmente, la actitud de Borges frente a la página, es la actitud de un Mallarmé: de una severidad extrema frente a la escritura y de no dejar más que lo medular.
-Sus frecuentaciones de la literatura anglosajona deben haber influido también en esa formación de sobriedad, de rigor en la escritura.
-Sí, pienso que sí. Incluso una cierta literatura francesa.
-No la española, en todo caso.
-Cuando me hablan de eso siempre tengo vergüenza porque mi ignorancia de la literatura española es realmente enciclopédica. Conozco algunos clásicos pero estoy muy lejos de haber leído, de literatura española, lo que he leído de literatura francesa y anglosajona. Las razones son difíciles de encontrar, tanto como saber por qué a usted le gusta más el verde que el azul.
-Hay cierta retórica hispánica que no parece ir con sus gustos.
-Sí, pero tampoco hay que olvidar que en la literatura española hay escritores que han trabajado con una enorme economía de medios, aunque no abunden, es verdad. Pero, en fin, podría haberlos elegido.
En la Argentina había elegido a Borges. Pero en el momento en que Borges era el maestro del rigor estilístico usted abría La Nación o La Prensa y se encontraba con esos chorros de facundia española, con las interminables páginas de Azorín y de Julián Marías, y de toda esa gente, que llenaba y llenaba cuartillas, sin que se supiera realmente bien para qué.
Yo tenía, claro, un movimiento de espanto frente a esto y me echaba atrás.
Pero lo que no leí en prosa, lo leí en poesía. Siento un gran amor y les debo mucho, no sólo a los clásicos de la poesía española, sino a los poetas llamados "de la República", empezando por la llegada imperial de García Lorca a Buenos Aires, que provocó en todos nosotros un "lorquismo" desaforado.
Junto a él empecé a leer y me leí todo Salinas, Cernuda, Aleixandre, Guillén, Alberti y se me quedan otros. Toda esa generación extraordinaria de poetas que, cada uno a su manera, son muy económicos, no pueden ser acusados de frondosos. En conjunto son grandes poetas, un poco como los grandes poetas anglosajones -y no hago una comparación directa- porque hacen una poesía esencial, medular, tan lejos de la poesía romántica española del siglo anterior.
Paralelamente yo cumplía un trabajo similar con la poesía francesa. Nunca me interesó -la leí por razones históricas y por cariño- la poesía de Víctor Hugo, de Alfred de Musset, de Vigny (aunque sea el más moderado de todos) porque la encontraba excesivamente recargada. A la poesía francesa la empecé a leer de Beaudelaire en adelante. Es decir, una época en que se produce el mismo proceso que luego se dará en España, en el 36: una poesía de concisión, de esencia.
-No parece raro que toda esa formación de que me habla, sus opciones y preferencias literarias, lo hayan hecho desembocar bastante naturalmente en el cuento.
-Sí, creo que tiene razón. Me lleva por buen camino cuando dice eso. Justamente todo esto de que hemos hablado, y que yo nunca había hablado con nadie de esta forma un poco orquestal en que lo estamos haciendo, lleva al puente que usted acaba de tender.
Era bastante lógico que después de esa elección de economía y de rigor que yo practiqué porque estaba en mí practicarla, el cuento, como forma literaria, me llamara antes que cualquier otra forma, como la novela o el teatro. El cuento respondía efectivamente a ese tipo de literatura y de poesía que yo califico de económica.
-El aprendizaje del cuento ¿cómo lo hace?
-Nunca aprendí a escribir cuentos. Podría repetirle la "boutade" de Picasso (sin ninguna vanidad): "yo no busco, encuentro". Yo encontré al cuento.
Ernesto González Bermejo
FRAGMENTO DEL CAPÍTULO I
-Quisiera proponerle una "peregrinación a las fuentes"; indagar, con usted, dónde nace ese escritor. Su intención inicial fue la poesía ¿no es así?
-Es conocido: uno repite individualmente el proceso de la especie humana, su historia. Las primeras obras de la humanidad fueron poéticas. Los primeros textos filosóficos son poemas. Los presocráticos, por ejemplo, los grandes metafísicos; Parménides es un poeta; Platón puede ser considerado un poeta; los grandes textos cosmogónicos son poemas.
A la prosa se llega después, un poco, supongo, porque en el principio, tanto en el niño como en el hombre primitivo, la inteligencia funciona sobre todo en base a analogías, a mecanismos mágicos, a principios animistas. Hay mucha más sensibilidad que inteligencia razonante; la razón es una maquinita que entra en acción después. En el caso de los griegos entra, de manera definitiva y organizada, con Platón y con Sócrates. Anteriormente están las grandes intuiciones, los grandes deslumbramientos que eran ya poesía.
Y el niño es igual, en fin, ciertos niños. Y hago mal en restringir: quizás todos los niños, si no existieran las maestras. Las pobrecitas no tienen la culpa: si no existiera la maldita instrucción primaria que ellas tienen que aplicar. Cocteau decía: "todos los niños son poetas menos Minou Drouet", que era aquel monstruito que había escrito un libro de poemas a los ocho años, un poco prefabricado por la madre, y que toda Francia admiraba.
Es verdad que si a los niños los dejasen solos con sus juegos, sin forzarlos, harían maravillas. Usted vio cómo empiezan a dibujar y a pintar; después los obligan a dibujar la manzana y el ranchito con el árbol y se acabó el pibe.
Con la escritura es exactamente igual. Las primeras cosas que cuenta un niño o que le gusta que le cuenten, son pura poesía; el niño vive un mundo de metáforas, de aceptaciones, de permeabilidad.
-Creo que, aunque usted pase de la poesía a la prosa, esa visión poética se prolonga a lo largo de su obra.
-También yo lo creo. Incluso textos escritos con la voluntad de comunicar algo como es Prosa del observatorio, yo lo entiendo como un poema. Y dentro de mis novelas hay largos capítulos que cumplen un movimiento de poema aunque no entren en la categoría ortodoxa de la poesía. El funcionamiento se hace por analogía; hay un sistema de imágenes y de metáforas y de símbolos y, en definitiva, la estructura de un poema.
Llegué con dificultad a la prosa. A los ocho años yo ya escribía poemas y, como siempre tuve obediencia a los ritmos, al sonido rimado de las palabras y de las cosas, esos poemas, espantosos como contenido, perfectamente cursis, inocentes y sin ninguna importancia, estaban perfectamente medidos y perfectamente rimados. Sin saber que un endecasílabo era un verso de once sílabas, escribía sonetos en endecasílabos, absolutamente infalibles como ritmo y rima.
Se lo puedo asegurar porque mi madre guardó un famoso cuaderno con esos poemas que nunca me quiso dar pero que me dejó mirar hace como quince años y pude comprobar lo que le digo; contenido: totalmente nulo, de un niño de nueve anos que se enamoró de una compañerita de juegos, soneto al cumpleaños de su tía, descripción del patio de la casa... Pero desde el punto de vista de la versificación, perfectos. Es decir que había una captación muy evidente del ritmo.
Por eso la prosa, al principio, me presentaba dificultades. Quise empezar una novela y me tranqué; no podía avanzar. Escribir en prosa me resultaba, ¿cómo decirle?: grosero; no encontraba el balanceo del verso. Yo tenía que escribir -con toda la ingenuidad que pudiera tener aquella novela-: "el carruaje se detuvo a la puerta del castillo, coma, y fulanita de tal, descendió. punto". Y eso era duro, no tenía el ritmo del verso.
¿Cómo se produce ese pasaje a la prosa?
-Con dificultad, como le decía. En la adolescencia hubo una especie de paridad: la prosa empezó a aumentar en volumen y, al mismo tiempo, seguía escribiendo poemas.
Y, como sucede siempre, uno se hace con el trabajo: la literatura se hace haciendo literatura. Alcancé cierto dominio formal y descubrí lo que me faltaba descubrir: que la prosa tiene un ritmo propio, que no son ni endecasílabos ni décimas, ni nada que se le parezca. Desde ese momento me encontré escribiendo la prosa con fluidez.
Pienso también que lo que me ayudó fue el aprendizaje, muy temprano, de lenguas extranjeras y el hecho de que la traducción, desde un comienzo, me fascinó. Si yo no fuera un escritor sería un traductor. Lo fui y lo soy todavía, a veces, para la Unesco.
La traducción me resulta fascinante como trabajo paraliterario o literario en segundo grado. Cuando uno traduce, es decir, cuando no tiene la responsabilidad del contenido del original, su problema no son las ideas del autor porque él ya las puso allí; lo que uno tiene que hacer es trasladarlas y, entonces, los valores formales y los valores rítmicos, que está sintiendo latir en el original, pasan a un primer plano. Su responsabilidad es trasladarlos, con las diferencias que haya, de un idioma al otro. Es un ejercicio extraordinario desde el punto de vista rítmico.
Yo le aconsejarla a cualquier escritor joven que tiene dificultades de escritura, si fuese amigo de dar consejos, que deje de escribir un tiempo por su cuenta y que haga traducciones; que traduzca buena literatura, y un día se va a dar cuenta que él puede escribir con una soltura que no tenía antes.
-¿Cómo define hoy un buen estilo?
-Creo que una escritura lograda formalmente (y cuando está lograda en el plano formal, lo está en los otros) requiere no tanto la presencia como la ausencia de cosas inútiles y negativas.
Cuando yo corrijo, una vez en cien agrego algo, completo una frase que me parece insuficiente o agrego una frase porque veo que falta un puente. Las otras noventa y nueve veces corregir consiste en suprimir. Cualquiera que vea un borrador mío puede comprobarlo: muy pocos agregados y enormes supresiones.
Porque al escribir, especialmente como escribo yo, rápido y dejándome llevar, hay una tendencia a la repetición inútil, se escapan cosas (y, sobre todo, cuando se trabaja con máquina eléctrica). Hay que eliminarlas implacablemente.
Es así como se llega a tener eso que llaman un estilo. Para mí el estilo es una cierta tensión y esa tensión nace de que la escritura contiene exclusivamente lo necesario. Imagínese que la araña que hace de su tela un modelo de tensión, después le sacara unos flequitos de costado y los dejara colgar... La mala literatura está llena de flequitos. Es literatura con flecos.
-No obstante puede haber un buen estilo barroco.
-Es el eterno tema que tanto preocupa a Alejo Carpentier: la literatura latinoamericana como ejemplo de literatura barroca. Cuando se trata de algo bellamente barroco, como es el caso del propio Carpentier, perfecto; de acuerdo. Pero el falso barroco que va desde Argentina a Guatemala pasando por donde usted quiera, es sencillamente hojarasca repetitiva, una multiplicación de elementos que podrían suprimirse con gran beneficio de lo medular.
A veces eso que da impresión de barroquismo, donde el autor, como es típico de la arquitectura barroca, se mete en volutas por todos lados para llenar el espacio -el famoso miedo al espacio vacío- si se analiza un poco más de cerca resulta simplemente una falta de tensión, de disciplina en el trabajo.
-Ese aprendizaje suyo se hace en soledad o en compañía; en este caso ¿de quién?
-Está el caso de Jorge Luis Borges. El choque que me produjo a mí la escritura de Borges fue sin duda el más grande que yo había recibido hasta ese momento. Porque había tenido muchos choques pero eran siempre con escritores extranjeros, franceses, ingleses, que no tenían por qué repercutir en mi idioma.
Encontrar en la Argentina, en un momento en que se escribía bastante tupido, a la manera peninsular, a un hombre que ha pulido, que ha limado el lenguaje reduciéndolo casi al nivel de aforismo, de apotegmas, de frases -perdóneme la cursilería- lapidarias (en el caso cabe la palabra) era una experiencia que un joven escritor sensible tenía no solamente que recibir sino que aceptar y seguir.
Seguir sin imitar. Ese es el asunto. Eso es lo que hizo que a mí, por suerte, no me tocara ser un borgista. Porque usted ve lo que pasó con los que, en vez de seguir la lección del maestro, lo imitaron. El resultado fue una plaga de borgistas de los cuales nadie se acuerda hoy.
La gran lección de Borges no fue una lección temática, ni de contenidos, ni de mecánicas. Fue una lección de escritura. La actitud de un hombre que, frente a cada frase, ha pensado cuidadosamente, no qué adjetivo ponía, sino qué adjetivo sacaba. Cayendo después en cierto exceso que era el de poner un único adjetivo de tal manera que usted se caiga un poco de espaldas. Lo que a veces puede ser un defecto.
Pero, originalmente, la actitud de Borges frente a la página, es la actitud de un Mallarmé: de una severidad extrema frente a la escritura y de no dejar más que lo medular.
-Sus frecuentaciones de la literatura anglosajona deben haber influido también en esa formación de sobriedad, de rigor en la escritura.
-Sí, pienso que sí. Incluso una cierta literatura francesa.
-No la española, en todo caso.
-Cuando me hablan de eso siempre tengo vergüenza porque mi ignorancia de la literatura española es realmente enciclopédica. Conozco algunos clásicos pero estoy muy lejos de haber leído, de literatura española, lo que he leído de literatura francesa y anglosajona. Las razones son difíciles de encontrar, tanto como saber por qué a usted le gusta más el verde que el azul.
-Hay cierta retórica hispánica que no parece ir con sus gustos.
-Sí, pero tampoco hay que olvidar que en la literatura española hay escritores que han trabajado con una enorme economía de medios, aunque no abunden, es verdad. Pero, en fin, podría haberlos elegido.
En la Argentina había elegido a Borges. Pero en el momento en que Borges era el maestro del rigor estilístico usted abría La Nación o La Prensa y se encontraba con esos chorros de facundia española, con las interminables páginas de Azorín y de Julián Marías, y de toda esa gente, que llenaba y llenaba cuartillas, sin que se supiera realmente bien para qué.
Yo tenía, claro, un movimiento de espanto frente a esto y me echaba atrás.
Pero lo que no leí en prosa, lo leí en poesía. Siento un gran amor y les debo mucho, no sólo a los clásicos de la poesía española, sino a los poetas llamados "de la República", empezando por la llegada imperial de García Lorca a Buenos Aires, que provocó en todos nosotros un "lorquismo" desaforado.
Junto a él empecé a leer y me leí todo Salinas, Cernuda, Aleixandre, Guillén, Alberti y se me quedan otros. Toda esa generación extraordinaria de poetas que, cada uno a su manera, son muy económicos, no pueden ser acusados de frondosos. En conjunto son grandes poetas, un poco como los grandes poetas anglosajones -y no hago una comparación directa- porque hacen una poesía esencial, medular, tan lejos de la poesía romántica española del siglo anterior.
Paralelamente yo cumplía un trabajo similar con la poesía francesa. Nunca me interesó -la leí por razones históricas y por cariño- la poesía de Víctor Hugo, de Alfred de Musset, de Vigny (aunque sea el más moderado de todos) porque la encontraba excesivamente recargada. A la poesía francesa la empecé a leer de Beaudelaire en adelante. Es decir, una época en que se produce el mismo proceso que luego se dará en España, en el 36: una poesía de concisión, de esencia.
-No parece raro que toda esa formación de que me habla, sus opciones y preferencias literarias, lo hayan hecho desembocar bastante naturalmente en el cuento.
-Sí, creo que tiene razón. Me lleva por buen camino cuando dice eso. Justamente todo esto de que hemos hablado, y que yo nunca había hablado con nadie de esta forma un poco orquestal en que lo estamos haciendo, lleva al puente que usted acaba de tender.
Era bastante lógico que después de esa elección de economía y de rigor que yo practiqué porque estaba en mí practicarla, el cuento, como forma literaria, me llamara antes que cualquier otra forma, como la novela o el teatro. El cuento respondía efectivamente a ese tipo de literatura y de poesía que yo califico de económica.
-El aprendizaje del cuento ¿cómo lo hace?
-Nunca aprendí a escribir cuentos. Podría repetirle la "boutade" de Picasso (sin ninguna vanidad): "yo no busco, encuentro". Yo encontré al cuento.
Escritura: Julio Cortazar - Conversaciones con Cortázar - Ernesto González Bermejo - Fragmento Capitulo I - Los maestros escribiendo sobre el arte de narrar
Ricardo M Marcenaro - Facebook
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