El problema de la recepción
Durante estos últimos años se han podido observar ciertos hechos de carácter eminentemente sociotecnológico, que han influido de diverso modo no sólo en las relaciones culturales, sino incluso en la misma materia estética de las obras de arte. Mejor dicho, estos hechos han actualizado y puesto sobre el tapete problemas y posibilidades que hasta entonces sólo se intuían entre los de la especulación filosófica,
El desarrollo de la edición de masas, la revolución de los paperbacks, la accesibilidad a todos de las experiencias culturales gracias al éxito de las publicaciones por fascículos semanales, estos fenómenos y otros de la misma o parecida índole han cambiado la noción tradicional de «lectura». Han demostrado que, en todos los casos, esa lectura era parcial, fundamentalmente clásica y, en definitiva, falsa. Este nuevo concepto de «lectura» con que ahora nos enfrentamos, quizá no sea un hecho totalmente positivo; de cualquier modo se trata de un hecho y bueno será que sus coordenadas queden claras para todo el mundo.
¿Cuál es ese concepto de «lectura», ya incluido en el «diccionario de las ideas recibidas», profesado a un cierto nivel por los Bouvard y Pécuchet del páleo-humanismo?
Podría resumirse así: la página (o el libro) es la comunicación de un absoluto -y por consiguiente de un inmutable- entre dos universales: un hombre de un lado y otro hombre del otro. Leer significa penetrar en ese universo intangible y único que el hombre situado en el otro lado ha transfundido en forma. La forma como es: desde el momento en que ha nacido no se adapta al mundo, a la sociedad, a la historia, al espacio y al tiempo, sino que el mundo, la historia, la sociedad, el espacio y el tiempo se adaptan a ella y se conforman a su imagen. Leer es, pues, realizar un acto de identificación y de unidad, penetrar en el núcleo de lo eterno en que todo tiene una sola definición en que todo cambio es licencia, y en que toda posibilidad se resuelve en la obediencia a las leyes superiores de la forma.
El estudio de los actos de comunicación (que hoy halla sus instrumentos adecuados en la teoría de la comunicación, la lingüística, la sociología de la cultura) nos enseña que cuando un ser humano comunica con otro, elabora un mensaje sobre la base de un código de convenciones comunicativas que sirve en el interior de un grupo social y de una situación histórica. Las mejores condiciones para la transmisión de una comunicación se dan cuando el que recibe el mensaje lo interpreta con arreglo al mismo código empleado por el emisor. Pero incluso en este caso la comunicación se halla sometida a múltiples riesgos. signo del mensaje corresponde a ,una significación precisa sólo 'si se consideran a significados, significantes y códigos sobre la base abstracta y estadística de una comunicación teórica; en realidad cada significante abre, en el espíritu de quien 10 recibe, un campo semántico sumamente amplio; el juego de las referencias y las evocaciones se, sometido a la psicología personal, a la situación concreta de cada individuo. Todo' mensaje en cualquier caso nos coloca ante una serie de posibilidades sobre el modo en que será recibido; el emisor se esfuerza por articular de manera que los equívocos y las variaciones receptivas personales afecten 10 menos posible al receptor, y en muchos casos la comunicación se recibe de manera unívoca (como en el caso de los horarios de trenes o de los pasquines de llamada a las armas), pero incluso entonces puede suceder que quien debiera recibir el mensaje no domine por completo el código.
Otra cosa muy diferente sucede con ese tipo especial de mensaje que es el mensaje estético: en este caso el autor se esfuerza justamente por disponer una serie de signos de forma que escapen a la rígida univocidad de la comunicación ordinaria. Quiere que aquel que lo reciba se entregue a una aventura interpretativa" que descifre los significantes" que los refiera a su matriz física (sonido, color, piedra" metal" en una palabra, «material»), que enriquezca el mensaje' con aportaciones personales, y que lo cargue de evocaciones accesorias. Y, sin embargo" también desea que reciba algo que" el autor, ha querido decirle; que lea la obra de la manera pero descubriendo a la vez posibilidades que el autor, ni siquiera había entrevisto. Tal es el desafío del mensaje estético, su capacidad para vivir en la historia, para seguir siendo él mismo y hacerse siempre nuevo en esa dialéctica continua que ya para Marx fue un problema provocador, cuando se preguntaba cómo era posible que las obras maestras de la poesía griega pudieran interesarnos aún, a pesar de hallarse ligadas a las estructuras de una sociedad ya desaparecida. En este desafío el lector atento se esfuerza sobre todo en redescubrir el código del autor, y luego en penetrar la obra mediante un código enriquecido: podríamos para utilizar una terminología accesible, aunque vaga, que así es como se resuelve la dialéctica crítica filología e imaginación, entre fidelidad al texto y audacia interpretativa.
Me parece que la pregunta: «Cuando transmito un mensaje ¿qué reciben efectivamente individuos diferentes en situaciones diferentes? ¿El mismo mensaje? ¿Otro parecido? ¿O bien, otro completamente diferente?» -pregunta común a todo estudio sobre la comunicación humana-se hace particularmente incisiva en el terreno de las comunicaciones de masas. En ellas se da una deformación de la relación habitual que afecta incluso a la situación excepcional que habíamos reconocido al mensaje artístico. En el pasado, el autor de un acto de comunicación, por ejemplo artista del palacio de Knossos en Creta, elaboraba un mensaje (verbi gratia el relieve en estuco del Príncipe de las Flores de Lis) para una concreta comunidad de receptores. Esta comunidad poseía un código de lectura semejante al del artista: sabía por ejemplo que el bastón en la mano izquierda significaba un cetro, que las flores estilizadas del collar, de la diadema y del fondo, eran flores de lis; que el color amarillo oscuro de la figura indicaba la juventud; y así sucesivamente. El hecho de que esta obra pudiera ser contemplada de manera por completo diferente por los conquistadores aqueos, que manejaban otros atributos para expresar la realeza, era puramente accidental para los fines de la comunicación. Se trataba de una interpretación cuya posibilidad el artista no había previsto.
Había diferentes tipos de interpretaciones aberrantes:
a) en primer lugar, respecto a los pueblos extranjeros que no hubieran poseído en absoluto el código (tal es nuestra situación respecto al lenguaje etrusco);
b) respecto a generaciones siguientes, o pueblos extranjeros, que hubieran aplicado al mensaje un código extraño (es lo que sucedía en los primeros siglos del cristianismo, e incluso mucho después: se interpretaba como imagen sagrada una imagen pagana; y es lo que sucedería hoy si un oriental enteramente ajeno a la iconografía cristiana tomara una imagen de san Pablo por la imagen de un guerrero, desde el momento en que de .acuerdo con la convención, tiene una espada);
e) respecto a diferentes tradiciones hermenéuticas (la interpretación romántica de un soneto del «stil nuovo» medieval que viera como situaciones eróticas, lo que para el poeta eran alegorías filosóficas);
d) respecto a diferentes tradiciones culturales que ven el mensaje, acuñado en un código diferente, como un mensaje mal cifrada en su propio código (así es cómo el artista del siglo XVI podía considerar como un error de perspectiva el cuadro primitivo, compuesto según las convenciones de una perspectiva en «raspa de pescado», ajenas a las concepciones de Brunelleschi).
Podríamos encontrar otros ejemplos. En todos los casos la interpretación aberrante era la excepción inesperada, pero no la regla. La filología se esforzaba además, en los períodos más afectados, desde el punto de vista crítico y en posesión del sentido de las diferencias históricas, y etnológicas, por garantizar la exacta aplicación del código.
Pero el panorama cambia por completo cuando se considera un mensaje emitido para una masa indiferenciada de receptores y transmitida a través de los medios de comunicación de masas. En este caso, el emisor se inspira en un código comunicativo, que no todos los receptores poseerán, como puede preverse a priori. Basta leer una obra como New lives for old de Margaret Mead para observar cómo los indígenas de la isla de Manus (Melanesia) interpretaban los films americanos que las tropas de ocupación proyectaban para ellos. Las aventuras de personajes americanos, inspirados en un cuadro de referencias éticas, sociales y psicológicas diferentes, eran contempladas a la luz del cuadro de referencias propias de los indígenas; de donde nacía un nuevo tipo de ética que ya no era ni indígena ni occidental.
Un modelo de esta situación lo proporciona el juego escolar con la frase «1 vitelli dei romani sono belli», Si la frase se interpreta el código de la lengua italiana, significa: «Los terneros de los romanos son hermosos»; pero si se interpreta según el código de la lengua latina significa: «Adelante, oh Vitelo, al son de guerra del dios romano.»
Ahora bien, sostenemos que una situación que, en el juego, parece paradójica, se revela normal en el curso de la mayor parte de los procesos comunicación que se desarrollan en el campo de los mass media. La interpretación aberrante (simple accidente por lo que se refiere al mensaje que el artista del Renacimiento dirigía a sus conciudadanos, a los que se hallaba unido por los lazos de una civilización común), es normal en las comunicaciones de masa.
La desigualdad de los códigos, que puede llegar a la incomunicabilidad total, hace la comunicación, a lo sumo, neutra. Sin llegar a este punto, demos a Picasso una máscara africana; tres cuartas partes de sus-motivaciones etnológicas se le escaparán; superpondrá al mensaje -por sí mismo mudo--el código de una imaginación occidental comprometida en un proceso polémico de deformación de la armonía mediterránea. En tal caso, la obra vive y cambia-en el tiempo, incluso demasiado. La única justificación es el nacimiento de una obra nueva. Para comprender el mensaje del autor africano habrá que esperar las aclaraciones de un antropólogo.
Hace algunos años, cuando Sartre escribía La Nausée, se dirigía a un lector francés que poseía el código «lenguaje francés» y que se hallaba al de los problemas comunes a una cultura europea, que se enfrentaba a una crisis, pero donde la comunicación, a niveles diferentes, según las posibilidades intelectuales de cada receptor, aún era posible, a pesar de todo. En cualquier caso, los receptores constituían un público homogéneo.
Hoy La Nausée entra en el circuito de los paperbacks y, sólo en Italia, llega a las manos de aproximadamente ciento veinte mil personas.' No hay optimismo capaz de convencernos de que estamos ante un público homogéneo con códigos homogéneos. y si aún nos quedaba alguna duda, una encuesta como La fatica de leggere (publicada en Italia por Simonetta Piccone-Stella y Annabella Rossi) bastaría para mostrarnos lo que está ocurriendo. No hablamos del episodio pasmoso (citado en el libro) del estudiante neofascista que lee Por quién doblan las campanas como un libro fascista (aunque no del todo fuera de onda: según sus motivaciones, él selecciona en la obra los elementos que sirven para mostrar a los republicanos crueles y violentos, mientras los falangistas quedan como pálidas figuras al fondo). Hablamos del hecho de que no podemos pensar en ningún caso que un masón que lea Resurrección o El doctor Jivago tenga las mismas motivaciones culturales que Tolstoi o Pasternak, o que, si las posee, pueda expresarlas habitualmente con mismos signos.
Así, pues, la literatura, que hasta ayer mismo, era un mensaje que se emitía en la esfera de un cuerpo homogéneo del que tanto el autor como el receptor formaban parte, se está convirtiendo, gracias a su difusión industrial, en una circulación de mensajes que se leerán con códigos en su mayor parte desconocidos por sus autores, que no estaban al tanto de la realidad psicológica y cultural de sus receptores actuales. Se cierra así un proceso histórico que comenzó en el siglo XVIII con el nacimiento de una literatura popular destinada a los grandes tirajes; con la diferencia de que Richardson (y más tarde Dumas) sabía para quién escribía y rodeaba a su obra de resonancias tales que permitían una interpretación adecuada.
La situación industrial actual pone en crisis el mito de la lectura absoluta y confirma las teorías estéticas de apertura y disponibilidad de la obra, tanto en el espacio como en el tiempo. Pero las confirma en el extremo límite, allí donde el concepto de obra mismo (y el concepto de mensaje) corre el riesgo de disolverse en una circulación de informaciones desordenadas forjadas a su medida por cada receptor, con la ilusión de que las ha recibido. Así es como la ilusión iluminista de la difusión de la cultura desemboca en la desorganización de una cultura.
Podríamos decir que se detiene la impotente para definir un hecho que contrasta con su noción de obra, y que toma su lugar como máximo una sociología de la cultura, comprometida en la tarea de definir una situación de desorden comunicativo. Si es que aún queda lugar para .una reflexión que tiende a reencontrar posibilidades de unidad en ese panorama de un desorden y de una vitalidad tan impresionantes. Ante todo, una vez destruido el mito clasicista de la lectura absoluta para un lector universal (yen realidad identificado a un lector privilegiado desde el punto de vista de la clase) no hay que caer en otro malentendido: pensar que los demás lectores son fatalmente inadecuados. Por una parte, la obra posee tal unidad de organización que, en ella, sólo ella puede sugerir las claves necesarias para leerla; por otro lado, una sociedad enfrentada de manera tan violenta, pero tan rica, con obras inusitadas, es posible que acabe por dominar poco a poco, de desordenada y aproximativa, códigos que hasta ahora se le habían escapado.
Por otra parte, según nos han enseñado los formalistas rusos (que se adelantaron en treinta años a los descubrimientos de la teoría de la comunicación), el elemento por el cual la obra de arte impone un proceso activo de interpretación es el sentido de ostrannenie (Verfremdung), de extrañamiento, de extrañeza (ser y parecer sorprendente, no habitual) con el que los signos se imponen a nosotros, y nos obligan al desafío que llamamos lectura apasionada, honesta, fiel. De modo que, frente a una sociedad de lectores tradicionales (hasta tal punto habituada a las obras que lee y a su mundo cultural, que ha dejado de sentirlas algo nuevo y provocador, sino que las soporta como-elementos de un rito caduco), acaso el nuevo lector sea el receptor ideal para un mensaje que es nuevo para él y que abre nuevas vías a su imaginación y a su inteligencia. ¡Qué falta de . confianza en la comunicación artística, para creer que basta con una ligera dificultad para bloquear sus posibilidades comunicativas! ¿Por qué el joven que por primera vez el disco comercializado de la 5ª de Beethoven no habría de acogerla con una espontaneidad ya desconocida para el teórico de la cultura, que tanto se lamenta de su difusión y de su transformación en objeto comercial?
Estamos asistiendo al nacimiento de una situación nueva. Afrontémosla con conciencia de sus dimensiones. y sus posibilidades. Si la mitad de las energías que se gastan en ponernos en guardia contra los riesgos de la difusión del libro se emplearan para aprender a leer como es debido, es posible que nos hallásemos ahora en el umbral de una revolución cultural. Pero esto ya es política, no estética.
Umberto Eco, Lucien Goldman, Roger Bastide – Sociología contra Psicoanálisis (Segundo Coloquio Internacional de Sociología de la Literatura). Planeta-Agostini, Barcelona, 1986. Traducción de Carlos Ayala. Págs. 13-20.
Durante estos últimos años se han podido observar ciertos hechos de carácter eminentemente sociotecnológico, que han influido de diverso modo no sólo en las relaciones culturales, sino incluso en la misma materia estética de las obras de arte. Mejor dicho, estos hechos han actualizado y puesto sobre el tapete problemas y posibilidades que hasta entonces sólo se intuían entre los de la especulación filosófica,
El desarrollo de la edición de masas, la revolución de los paperbacks, la accesibilidad a todos de las experiencias culturales gracias al éxito de las publicaciones por fascículos semanales, estos fenómenos y otros de la misma o parecida índole han cambiado la noción tradicional de «lectura». Han demostrado que, en todos los casos, esa lectura era parcial, fundamentalmente clásica y, en definitiva, falsa. Este nuevo concepto de «lectura» con que ahora nos enfrentamos, quizá no sea un hecho totalmente positivo; de cualquier modo se trata de un hecho y bueno será que sus coordenadas queden claras para todo el mundo.
¿Cuál es ese concepto de «lectura», ya incluido en el «diccionario de las ideas recibidas», profesado a un cierto nivel por los Bouvard y Pécuchet del páleo-humanismo?
Podría resumirse así: la página (o el libro) es la comunicación de un absoluto -y por consiguiente de un inmutable- entre dos universales: un hombre de un lado y otro hombre del otro. Leer significa penetrar en ese universo intangible y único que el hombre situado en el otro lado ha transfundido en forma. La forma como es: desde el momento en que ha nacido no se adapta al mundo, a la sociedad, a la historia, al espacio y al tiempo, sino que el mundo, la historia, la sociedad, el espacio y el tiempo se adaptan a ella y se conforman a su imagen. Leer es, pues, realizar un acto de identificación y de unidad, penetrar en el núcleo de lo eterno en que todo tiene una sola definición en que todo cambio es licencia, y en que toda posibilidad se resuelve en la obediencia a las leyes superiores de la forma.
El estudio de los actos de comunicación (que hoy halla sus instrumentos adecuados en la teoría de la comunicación, la lingüística, la sociología de la cultura) nos enseña que cuando un ser humano comunica con otro, elabora un mensaje sobre la base de un código de convenciones comunicativas que sirve en el interior de un grupo social y de una situación histórica. Las mejores condiciones para la transmisión de una comunicación se dan cuando el que recibe el mensaje lo interpreta con arreglo al mismo código empleado por el emisor. Pero incluso en este caso la comunicación se halla sometida a múltiples riesgos. signo del mensaje corresponde a ,una significación precisa sólo 'si se consideran a significados, significantes y códigos sobre la base abstracta y estadística de una comunicación teórica; en realidad cada significante abre, en el espíritu de quien 10 recibe, un campo semántico sumamente amplio; el juego de las referencias y las evocaciones se, sometido a la psicología personal, a la situación concreta de cada individuo. Todo' mensaje en cualquier caso nos coloca ante una serie de posibilidades sobre el modo en que será recibido; el emisor se esfuerza por articular de manera que los equívocos y las variaciones receptivas personales afecten 10 menos posible al receptor, y en muchos casos la comunicación se recibe de manera unívoca (como en el caso de los horarios de trenes o de los pasquines de llamada a las armas), pero incluso entonces puede suceder que quien debiera recibir el mensaje no domine por completo el código.
Otra cosa muy diferente sucede con ese tipo especial de mensaje que es el mensaje estético: en este caso el autor se esfuerza justamente por disponer una serie de signos de forma que escapen a la rígida univocidad de la comunicación ordinaria. Quiere que aquel que lo reciba se entregue a una aventura interpretativa" que descifre los significantes" que los refiera a su matriz física (sonido, color, piedra" metal" en una palabra, «material»), que enriquezca el mensaje' con aportaciones personales, y que lo cargue de evocaciones accesorias. Y, sin embargo" también desea que reciba algo que" el autor, ha querido decirle; que lea la obra de la manera pero descubriendo a la vez posibilidades que el autor, ni siquiera había entrevisto. Tal es el desafío del mensaje estético, su capacidad para vivir en la historia, para seguir siendo él mismo y hacerse siempre nuevo en esa dialéctica continua que ya para Marx fue un problema provocador, cuando se preguntaba cómo era posible que las obras maestras de la poesía griega pudieran interesarnos aún, a pesar de hallarse ligadas a las estructuras de una sociedad ya desaparecida. En este desafío el lector atento se esfuerza sobre todo en redescubrir el código del autor, y luego en penetrar la obra mediante un código enriquecido: podríamos para utilizar una terminología accesible, aunque vaga, que así es como se resuelve la dialéctica crítica filología e imaginación, entre fidelidad al texto y audacia interpretativa.
Me parece que la pregunta: «Cuando transmito un mensaje ¿qué reciben efectivamente individuos diferentes en situaciones diferentes? ¿El mismo mensaje? ¿Otro parecido? ¿O bien, otro completamente diferente?» -pregunta común a todo estudio sobre la comunicación humana-se hace particularmente incisiva en el terreno de las comunicaciones de masas. En ellas se da una deformación de la relación habitual que afecta incluso a la situación excepcional que habíamos reconocido al mensaje artístico. En el pasado, el autor de un acto de comunicación, por ejemplo artista del palacio de Knossos en Creta, elaboraba un mensaje (verbi gratia el relieve en estuco del Príncipe de las Flores de Lis) para una concreta comunidad de receptores. Esta comunidad poseía un código de lectura semejante al del artista: sabía por ejemplo que el bastón en la mano izquierda significaba un cetro, que las flores estilizadas del collar, de la diadema y del fondo, eran flores de lis; que el color amarillo oscuro de la figura indicaba la juventud; y así sucesivamente. El hecho de que esta obra pudiera ser contemplada de manera por completo diferente por los conquistadores aqueos, que manejaban otros atributos para expresar la realeza, era puramente accidental para los fines de la comunicación. Se trataba de una interpretación cuya posibilidad el artista no había previsto.
Había diferentes tipos de interpretaciones aberrantes:
a) en primer lugar, respecto a los pueblos extranjeros que no hubieran poseído en absoluto el código (tal es nuestra situación respecto al lenguaje etrusco);
b) respecto a generaciones siguientes, o pueblos extranjeros, que hubieran aplicado al mensaje un código extraño (es lo que sucedía en los primeros siglos del cristianismo, e incluso mucho después: se interpretaba como imagen sagrada una imagen pagana; y es lo que sucedería hoy si un oriental enteramente ajeno a la iconografía cristiana tomara una imagen de san Pablo por la imagen de un guerrero, desde el momento en que de .acuerdo con la convención, tiene una espada);
e) respecto a diferentes tradiciones hermenéuticas (la interpretación romántica de un soneto del «stil nuovo» medieval que viera como situaciones eróticas, lo que para el poeta eran alegorías filosóficas);
d) respecto a diferentes tradiciones culturales que ven el mensaje, acuñado en un código diferente, como un mensaje mal cifrada en su propio código (así es cómo el artista del siglo XVI podía considerar como un error de perspectiva el cuadro primitivo, compuesto según las convenciones de una perspectiva en «raspa de pescado», ajenas a las concepciones de Brunelleschi).
Podríamos encontrar otros ejemplos. En todos los casos la interpretación aberrante era la excepción inesperada, pero no la regla. La filología se esforzaba además, en los períodos más afectados, desde el punto de vista crítico y en posesión del sentido de las diferencias históricas, y etnológicas, por garantizar la exacta aplicación del código.
Pero el panorama cambia por completo cuando se considera un mensaje emitido para una masa indiferenciada de receptores y transmitida a través de los medios de comunicación de masas. En este caso, el emisor se inspira en un código comunicativo, que no todos los receptores poseerán, como puede preverse a priori. Basta leer una obra como New lives for old de Margaret Mead para observar cómo los indígenas de la isla de Manus (Melanesia) interpretaban los films americanos que las tropas de ocupación proyectaban para ellos. Las aventuras de personajes americanos, inspirados en un cuadro de referencias éticas, sociales y psicológicas diferentes, eran contempladas a la luz del cuadro de referencias propias de los indígenas; de donde nacía un nuevo tipo de ética que ya no era ni indígena ni occidental.
Un modelo de esta situación lo proporciona el juego escolar con la frase «1 vitelli dei romani sono belli», Si la frase se interpreta el código de la lengua italiana, significa: «Los terneros de los romanos son hermosos»; pero si se interpreta según el código de la lengua latina significa: «Adelante, oh Vitelo, al son de guerra del dios romano.»
Ahora bien, sostenemos que una situación que, en el juego, parece paradójica, se revela normal en el curso de la mayor parte de los procesos comunicación que se desarrollan en el campo de los mass media. La interpretación aberrante (simple accidente por lo que se refiere al mensaje que el artista del Renacimiento dirigía a sus conciudadanos, a los que se hallaba unido por los lazos de una civilización común), es normal en las comunicaciones de masa.
La desigualdad de los códigos, que puede llegar a la incomunicabilidad total, hace la comunicación, a lo sumo, neutra. Sin llegar a este punto, demos a Picasso una máscara africana; tres cuartas partes de sus-motivaciones etnológicas se le escaparán; superpondrá al mensaje -por sí mismo mudo--el código de una imaginación occidental comprometida en un proceso polémico de deformación de la armonía mediterránea. En tal caso, la obra vive y cambia-en el tiempo, incluso demasiado. La única justificación es el nacimiento de una obra nueva. Para comprender el mensaje del autor africano habrá que esperar las aclaraciones de un antropólogo.
Hace algunos años, cuando Sartre escribía La Nausée, se dirigía a un lector francés que poseía el código «lenguaje francés» y que se hallaba al de los problemas comunes a una cultura europea, que se enfrentaba a una crisis, pero donde la comunicación, a niveles diferentes, según las posibilidades intelectuales de cada receptor, aún era posible, a pesar de todo. En cualquier caso, los receptores constituían un público homogéneo.
Hoy La Nausée entra en el circuito de los paperbacks y, sólo en Italia, llega a las manos de aproximadamente ciento veinte mil personas.' No hay optimismo capaz de convencernos de que estamos ante un público homogéneo con códigos homogéneos. y si aún nos quedaba alguna duda, una encuesta como La fatica de leggere (publicada en Italia por Simonetta Piccone-Stella y Annabella Rossi) bastaría para mostrarnos lo que está ocurriendo. No hablamos del episodio pasmoso (citado en el libro) del estudiante neofascista que lee Por quién doblan las campanas como un libro fascista (aunque no del todo fuera de onda: según sus motivaciones, él selecciona en la obra los elementos que sirven para mostrar a los republicanos crueles y violentos, mientras los falangistas quedan como pálidas figuras al fondo). Hablamos del hecho de que no podemos pensar en ningún caso que un masón que lea Resurrección o El doctor Jivago tenga las mismas motivaciones culturales que Tolstoi o Pasternak, o que, si las posee, pueda expresarlas habitualmente con mismos signos.
Así, pues, la literatura, que hasta ayer mismo, era un mensaje que se emitía en la esfera de un cuerpo homogéneo del que tanto el autor como el receptor formaban parte, se está convirtiendo, gracias a su difusión industrial, en una circulación de mensajes que se leerán con códigos en su mayor parte desconocidos por sus autores, que no estaban al tanto de la realidad psicológica y cultural de sus receptores actuales. Se cierra así un proceso histórico que comenzó en el siglo XVIII con el nacimiento de una literatura popular destinada a los grandes tirajes; con la diferencia de que Richardson (y más tarde Dumas) sabía para quién escribía y rodeaba a su obra de resonancias tales que permitían una interpretación adecuada.
La situación industrial actual pone en crisis el mito de la lectura absoluta y confirma las teorías estéticas de apertura y disponibilidad de la obra, tanto en el espacio como en el tiempo. Pero las confirma en el extremo límite, allí donde el concepto de obra mismo (y el concepto de mensaje) corre el riesgo de disolverse en una circulación de informaciones desordenadas forjadas a su medida por cada receptor, con la ilusión de que las ha recibido. Así es como la ilusión iluminista de la difusión de la cultura desemboca en la desorganización de una cultura.
Podríamos decir que se detiene la impotente para definir un hecho que contrasta con su noción de obra, y que toma su lugar como máximo una sociología de la cultura, comprometida en la tarea de definir una situación de desorden comunicativo. Si es que aún queda lugar para .una reflexión que tiende a reencontrar posibilidades de unidad en ese panorama de un desorden y de una vitalidad tan impresionantes. Ante todo, una vez destruido el mito clasicista de la lectura absoluta para un lector universal (yen realidad identificado a un lector privilegiado desde el punto de vista de la clase) no hay que caer en otro malentendido: pensar que los demás lectores son fatalmente inadecuados. Por una parte, la obra posee tal unidad de organización que, en ella, sólo ella puede sugerir las claves necesarias para leerla; por otro lado, una sociedad enfrentada de manera tan violenta, pero tan rica, con obras inusitadas, es posible que acabe por dominar poco a poco, de desordenada y aproximativa, códigos que hasta ahora se le habían escapado.
Por otra parte, según nos han enseñado los formalistas rusos (que se adelantaron en treinta años a los descubrimientos de la teoría de la comunicación), el elemento por el cual la obra de arte impone un proceso activo de interpretación es el sentido de ostrannenie (Verfremdung), de extrañamiento, de extrañeza (ser y parecer sorprendente, no habitual) con el que los signos se imponen a nosotros, y nos obligan al desafío que llamamos lectura apasionada, honesta, fiel. De modo que, frente a una sociedad de lectores tradicionales (hasta tal punto habituada a las obras que lee y a su mundo cultural, que ha dejado de sentirlas algo nuevo y provocador, sino que las soporta como-elementos de un rito caduco), acaso el nuevo lector sea el receptor ideal para un mensaje que es nuevo para él y que abre nuevas vías a su imaginación y a su inteligencia. ¡Qué falta de . confianza en la comunicación artística, para creer que basta con una ligera dificultad para bloquear sus posibilidades comunicativas! ¿Por qué el joven que por primera vez el disco comercializado de la 5ª de Beethoven no habría de acogerla con una espontaneidad ya desconocida para el teórico de la cultura, que tanto se lamenta de su difusión y de su transformación en objeto comercial?
Estamos asistiendo al nacimiento de una situación nueva. Afrontémosla con conciencia de sus dimensiones. y sus posibilidades. Si la mitad de las energías que se gastan en ponernos en guardia contra los riesgos de la difusión del libro se emplearan para aprender a leer como es debido, es posible que nos hallásemos ahora en el umbral de una revolución cultural. Pero esto ya es política, no estética.
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