“Vamos a matar a los gaticos ¬—dijo Doris—, vamos a matarlos. Yo sé cómo se hace, vamos a matarlos”.
“No, todavía no”.
“Pero tú dijiste que los íbamos a matar apenas nacieran —dijo Martha—. Tú dijiste que teníamos que matarlos para evitar que los regalaran”.
“¿Cuántos son? —preguntó Doris”.
“No sé: parece que hay cinco”.
“¿Dónde están?” —preguntó Doris.
“En el último cuarto. Los pusieron en la caja donde dormía Teddy”.
“¿Son bonitos?” —preguntó Doris.
“Yo no sé, yo no los he visto todavía. Pero sé que ya nacieron porque esta mañana lo estaban diciendo en la cocina”.
“Vamos a verlos” —dijo Martha.
“No, ahora no: después. Vamos a subirnos al techo”.
“Vamos —dijo Doris— y jugamos a Tarzán, ¿quieres? Bueno. Voy a buscar las cosas”.
“Yo no juego —dijo Martha”.
“¿Por qué no quieres jugar?”
“No puedo —dijo Martha—, yo no puedo subirme al techo”.
“¿Por qué no puedes subirte?”
“Tú sabes” —dijo Martha.
“Ella tiene miedo —dijo Doris—, vamos tú y yo”.
“Yo no tengo miedo —dijo Martha—, es que me da pena”.
“Vamos Doris, ella nos espera aquí”.
“Miedosa” —dijo Doris.
“Yo no soy miedosa —dijo Martha—, es que me da pena”.
“¿Por qué te da pena?” —preguntó Doris.
“Déjala ya, Doris”.
“Yo no tengo pantalones” dijo Martha.
“Ahora se lo voy a decir a mamá —dijo Doris—, ayer también viniste sin pantalones. Yo te vi”.
“Tú sabías que no tenía pantalones. Tú me dijiste. Y ahora quieres jugar a Tarzán” —dijo Martha.
“Cuando volvamos a la casa le voy a decir a mamá que tú le dices a Martha que no se ponga pantalones” —dijo Doris.
“Vamos a matar a los gaticos”.
“Vamos” —dijo Doris.
“Si se lo dices no los matamos” —dijo Martha.
“¿Se lo vas a decir, Doris?”
“No —dijo Doris. Vamos a matar a los gaticos. Entren”.
“¿Para qué cierras las ventanas? —preguntó Doris.
“Para que ella no se salga. Tráeme esa tabla, Martha”.
“Tenemos que sacarla de la caja porque de pronto se pone rabiosa y nos muerde” —dijo Doris.
“No, ella no muerde. Sostén la tapa mientras yo los saco”.
“¿Cuántos hay? —preguntó Doris.
“Cuatro nada más”.
“Abre la ventana, yo no los veo bien. ¿Son bonitos?” —dijo Martha.
“Sí, son bonitos. Hay dos negros y dos grises”.
“Yo quiero llevarme uno negro” —dijo Doris.
“No, hay que matarlos a todos. No te vas a llevar a ninguno. Yo dije que los iba a matar a todos. Mira, así: apriétalos por el cuello así, ¿ves? Apriétalos bien fuerte por un momento. Es fácil”.
“¿Ves? Este ya está muerto. Mata tú este otro”.
“Mata este tú, Martha, yo mato mejor el gris” —dijo Doris.
“No, yo me voy, yo no quiero matar ninguno” —dijo Martha.
“No tengas miedo, no te van a morder. ¿No ves que ni siquiera tiene dientes?”
“No, yo no quiero matar ninguno” —dijo Martha.
“Suelta ese ya, Doris, ya está muerto. Mata este otro”.
“No los maten, no los maten” —gritó Martha.
“Cállate, cállate, cállate. Sostén la tapa, Doris”.
“¿Qué vas a hacer?” —preguntó Doris.
“A ponerlos otra vez dentro de la caja”.
“Por qué no los enterramos en el patio y les hacemos procesión —dijo Doris—. ¿Quieres que traiga tres cajitas de cartón?”.
“Yo tengo en la casa un montón de cajitas”
“No, vamos a ponerlos en la caja otra vez. Falta uno. ¿No has podido matarlo todavía, Doris?”.
“Yo no quiero matar al negrito” —dijo Doris.
“Dámelo acá. Apura, Doris, dámelo”.
“Dáselo, Doris” —dijo Martha.
“Salgan. Cierra la puerta, Martha”.
“Vamos a subirnos al techo, dijo Doris”.
“No, hace mucho calor”.
“Pero yo quiero unas guindas. Tengo hambre” —dijo Doris.
“En la nevera hay galletas. Ve y tráelas”.
“¿Por qué lloras? —preguntó Martha.
“Yo no estoy llorando”.
“Sí estás llorando” —dijo Martha.
“No me molestes”.
“Tú no querias matar los gaticos” —dijo Martha.
“Sí quería”.
“No tengas miedo. Doris no le dice nada a Mamá” —dijo Martha.
“Yo no tengo miedo” “¿Entonces por qué estás llorando?” —dijo Martha.
“Por nada, por nada, por nada”.
“No, todavía no”.
“Pero tú dijiste que los íbamos a matar apenas nacieran —dijo Martha—. Tú dijiste que teníamos que matarlos para evitar que los regalaran”.
“¿Cuántos son? —preguntó Doris”.
“No sé: parece que hay cinco”.
“¿Dónde están?” —preguntó Doris.
“En el último cuarto. Los pusieron en la caja donde dormía Teddy”.
“¿Son bonitos?” —preguntó Doris.
“Yo no sé, yo no los he visto todavía. Pero sé que ya nacieron porque esta mañana lo estaban diciendo en la cocina”.
“Vamos a verlos” —dijo Martha.
“No, ahora no: después. Vamos a subirnos al techo”.
“Vamos —dijo Doris— y jugamos a Tarzán, ¿quieres? Bueno. Voy a buscar las cosas”.
“Yo no juego —dijo Martha”.
“¿Por qué no quieres jugar?”
“No puedo —dijo Martha—, yo no puedo subirme al techo”.
“¿Por qué no puedes subirte?”
“Tú sabes” —dijo Martha.
“Ella tiene miedo —dijo Doris—, vamos tú y yo”.
“Yo no tengo miedo —dijo Martha—, es que me da pena”.
“Vamos Doris, ella nos espera aquí”.
“Miedosa” —dijo Doris.
“Yo no soy miedosa —dijo Martha—, es que me da pena”.
“¿Por qué te da pena?” —preguntó Doris.
“Déjala ya, Doris”.
“Yo no tengo pantalones” dijo Martha.
“Ahora se lo voy a decir a mamá —dijo Doris—, ayer también viniste sin pantalones. Yo te vi”.
“Tú sabías que no tenía pantalones. Tú me dijiste. Y ahora quieres jugar a Tarzán” —dijo Martha.
“Cuando volvamos a la casa le voy a decir a mamá que tú le dices a Martha que no se ponga pantalones” —dijo Doris.
“Vamos a matar a los gaticos”.
“Vamos” —dijo Doris.
“Si se lo dices no los matamos” —dijo Martha.
“¿Se lo vas a decir, Doris?”
Álvaro Cepeda Samudio - Alejandro Obregón, Gabriel García Márquez, Germán Vargas y Alfonso Fuenmayor.
“¿Para qué cierras las ventanas? —preguntó Doris.
“Para que ella no se salga. Tráeme esa tabla, Martha”.
“Tenemos que sacarla de la caja porque de pronto se pone rabiosa y nos muerde” —dijo Doris.
“No, ella no muerde. Sostén la tapa mientras yo los saco”.
“¿Cuántos hay? —preguntó Doris.
“Cuatro nada más”.
“Abre la ventana, yo no los veo bien. ¿Son bonitos?” —dijo Martha.
“Sí, son bonitos. Hay dos negros y dos grises”.
“Yo quiero llevarme uno negro” —dijo Doris.
“No, hay que matarlos a todos. No te vas a llevar a ninguno. Yo dije que los iba a matar a todos. Mira, así: apriétalos por el cuello así, ¿ves? Apriétalos bien fuerte por un momento. Es fácil”.
“¿Ves? Este ya está muerto. Mata tú este otro”.
“Mata este tú, Martha, yo mato mejor el gris” —dijo Doris.
“No, yo me voy, yo no quiero matar ninguno” —dijo Martha.
“No tengas miedo, no te van a morder. ¿No ves que ni siquiera tiene dientes?”
“No, yo no quiero matar ninguno” —dijo Martha.
“Suelta ese ya, Doris, ya está muerto. Mata este otro”.
“No los maten, no los maten” —gritó Martha.
“Cállate, cállate, cállate. Sostén la tapa, Doris”.
“¿Qué vas a hacer?” —preguntó Doris.
“A ponerlos otra vez dentro de la caja”.
“Por qué no los enterramos en el patio y les hacemos procesión —dijo Doris—. ¿Quieres que traiga tres cajitas de cartón?”.
“Yo tengo en la casa un montón de cajitas”
“No, vamos a ponerlos en la caja otra vez. Falta uno. ¿No has podido matarlo todavía, Doris?”.
“Yo no quiero matar al negrito” —dijo Doris.
“Dámelo acá. Apura, Doris, dámelo”.
“Dáselo, Doris” —dijo Martha.
“Salgan. Cierra la puerta, Martha”.
“Vamos a subirnos al techo, dijo Doris”.
“No, hace mucho calor”.
“Pero yo quiero unas guindas. Tengo hambre” —dijo Doris.
“En la nevera hay galletas. Ve y tráelas”.
“¿Por qué lloras? —preguntó Martha.
“Yo no estoy llorando”.
“Sí estás llorando” —dijo Martha.
“No me molestes”.
“Tú no querias matar los gaticos” —dijo Martha.
“Sí quería”.
“No tengas miedo. Doris no le dice nada a Mamá” —dijo Martha.
“Yo no tengo miedo” “¿Entonces por qué estás llorando?” —dijo Martha.
“Por nada, por nada, por nada”.
Álvaro Cepeda Samudio - Gabriel García Márquez con Álvaro Cepeda Samudio, segundo de izquierda a derecha, y Rafael Escalona, último a la derecha.
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