sábado, 7 de septiembre de 2013

Painter: Edvard Munch - 1900-09 - Part 2 - Links to precedent parts



1903 Salomé (autoportrait avec Eva Mudocci)


Edvard Munch - 1902 fertilité II


Edvard Munch - 1902 La maison de madame Linde


Edvard Munch - 1902 la rue


Edvard Munch - 1902 portrait de Max Linde


Edvard Munch - 1902 portrait de Max Linde


Edvard Munch - 1902 retrait vignette


Edvard Munch - 1903 forêt


Edvard Munch - 1903 jeunes filles sur la jetée


Edvard Munch - 1903 Lubeck





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Music: Antonio Machin - Cuatro Palabras - El Ciego - Las perlas de tu boca - 3 vids - Lyrics - Tablaturas para guitarra






Antonio Machin - Cuatro Palabras

Cuatro Palabras (Acorde guitarra) (Letra Tablatura) bolero
Autor:   Federico Baenas


         G       Em               Am
Escucha bien no quiero que algún día
          D7                  F#7
Puedas decir que yo te sorprendí
           Am                      D7
Como un ladrón que entró por tu ventana
      G                  B7
Para robarte la felicida-ad.

         Em                F#7
Voy a decirte la verdad desnuda
           Bm                  E
aunque comprendo que vas a sufrir,
          Am              D7
pero más vale que sepas ahora
        Am                 D7
lo que mañana te puedan decir.

         G   Em           Am
En el amor suceden tantas cosas
          D7                 F#7
que nos parecen sin explicación.
          Am                 D7
Como el otoño que deshoja el árbol
            G                     B7
mi amor por ti también se deshojo-ó.

         Em                   F#7
Mira mi bien y escucha de mis labios
         Bm                   E
cuatro palabras que son mi razón:
          Am     D7        G     Em, Am
Ya no te quiero, ya no te quiero
   D7          G
perdóname y adiós.

         Em                F#7
Voy a decirte la verdad desnuda…



Antonio Machin -El ciego

Has visto como pierde su alegría
una fuente ya vacía cuando el agua le falto
es la cosa más triste de este mundo
así me siento yo por ti solo por ti

No escuches el lamento de las aves
cuando ven con amargura que su nido se perdió
es la cosa más triste de este mundo
así me siento yo por ti solo por ti

No mires cuando un cielo se enamora
cuando quiere ver la aurora como se pone a llorar
y sufre la luna cuando brilla y no hay dos enamorados
que la quieran contemplar

No, no, no mires cuando el sol se esta poniendo
pues el día esta muriendo y la noche le llego
es la cosa más triste de este mundo
así me siento yo por ti solo por ti




Antonio Machin - Las perlas de tu boca

Esas perlas que tú guardas con cuidado

lam                                               mi          lam
en tan lindo estuche de peluche rojo

mi                                lam
me provocan nena linda, el loco antojo

sol7                                        do
de contarlas beso a beso enamorado

rem7                                   mi
(Bis)

Quiero verlas cómo chocan con tu risa

la                                                                      sim
quiero verlas alegrar con ansia loca

mi            sim   mi             la
para luego arrodillarme ante tu boca

re                            rem                          la
¡ay! pedirle de limosna una sonrisa

fa#    sim                          mi         la

(Música)

Quiero verlas cómo chocan con tu risa
quiero verlas alegrar con ansia loca
para luego arrodillarme ante tu boca
¡ay! pedirle de limosna una sonrisa



Las Perlas de tu boca, servía como sintonía para anunciar en Cuba las pasta de dientes IPANA. (Fuente: Cien años de Boleros “Jaime Rico Salazar”)

Eliseo Grenet y Sánchez Compositor, pianista y director de orquesta. La Habana, 12 de junio de 1893-4 de diciembre de 1950. Autor del famoso tango congo ¡Ay! Mamá Inés

Fuente: www.tunaespana.es



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Escritura: Ana Maria Matute - Los cuentos vagabundos - Los maestros escriben acerca del arte de narrar - Links a mas Escritura




Los cuentos vagabundos

Pocas cosas existen tan cargadas de magia como las palabras de un cuento. Ese cuento breve, lleno de sugerencias, dueño de un extraño poder que arrebata y pone alas hacia mundos donde no existen ni el suelo ni el cielo. Los cuentos representan uno de los aspectos más inolvidables e intensos de la primera infancia. Todos los niños del mundo han escuchado cuentos. Ese cuento que no debe escribirse y lleva de voz en voz paisajes y figuras, movidos más por la imaginación del oyente que por la palabra del narrador.

He llegado a creer que solamente existen media docena de cuentos. Pero los cuentos son viajeros impenitentes. Las alas de los cuentos van más allá y más rápido de lo que lógicamente pueda creerse. Son los pueblos, las aldeas, los que reciben a los cuentos. Por la noche, suavemente, y en invierno. Son como el viento que se filtra, gimiendo, por las rendijas de las puertas. Que se cuela, hasta los huesos, con un estremecimiento sutil y hondo. Hay, incluso, ciertos cuentos que casi obligan a abrigarse más, a arrebujarse junto al fuego, con las manos escondidas y los ojos cerrados.



Los pueblos, digo, los reciben de noche. Desde hace miles de años que llegan a través de las montañas, y duermen en las casas, en los rincones del granero, en el fuego. De paso, como peregrinos. Por eso son los viejos, desvelados y nostálgicos, quienes los cuentan.

Los cuentos son renegados, vagabundos, con algo de la inconsciencia y crueldad infantil, con algo de su misterio. Hacen llorar o reír, se olvidan de donde nacieron, se adaptan a los trajes y a las costumbres de allí donde los reciben. Sí, realmente, no hay más de media docena de cuentos. Pero ¡cuántos hijos van dejándose por el camino!

Mi abuela me contaba, cuando yo era pequeña, la historia de la Niña de Nieve. Esta niña de nieve, en sus labios, quedaba irremisiblemente emplazada en aquel paisaje de nuestras montañas, en una alta sierra de la vieja Castilla. Los campesinos del cuento eran para mí una pareja de labradores de tez oscura y áspera, de lacónicas palabras y mirada perdida, como yo los había visto en nuestra tierra. Un día el campesino de este cuento vio nevar. Yo veía entonces, con sus ojos, un invierno serrano, con esqueletos negros de árboles cubiertos de humedad, con centelleo de estrellas. Veía largos caminos, montañas arriba, y aquel cielo gris, con sus largas nubes, que tenían un relieve de piedras. El hombre del cuento, que vio nevar, estaba muy triste porque no tenía hijos. Salió a la nieve, y, con ella, hizo una niña. Su mujer le miraba desde la ventana. Mi abuela explicaba: «No le salieron muy bien los pies. Entró en la casa y su mujer le trajo una sartén. Así, los moldearon lo mejor que pudieron.» La imagen no puede ser más confusa. Sin embargo, para mí, en aquel tiempo, nada había más natural. Yo veía perfectamente a la mujer, que traía una sartén negra como el hollín. Sobre ella la nieve de la niña resaltaba blanca, viva. Y yo seguía viendo, claramente, cómo el viejo campesino moldeaba los pequeños pies. «La niña empezó entonces a hablar», continuaba mi abuela. Aquí se obraba el milagro del cuento. Su magia inundaba el corazón con una lluvia dulce, punzante. Y empezaba a temblar un mundo nuevo e inquieto. Era también tan natural que la niña de nieve empezase a hablar... En labios de mi abuela, dentro del cuento y del paisaje, no podía ser de otro modo. Mi abuela decía, luego, que la niña de nieve creció hasta los siete años. Pero llegó la noche de San Juan. En el cuento, la noche de San Juan tiene un olor, una temperatura y una luz que no existen en la realidad. La noche de San Juan es una noche exclusivamente para los cuentos. En el que ahora me ocupa también hubo hogueras, como es de rigor. Y mi abuela me decía: «Todos los niños saltaban por encima del fuego, pero la niña de nieve tenía miedo. Al fin, tanto se burlaron de ella, que se decidió. Y entonces, ¿sabes qué es lo que le pasó a la niña de nieve?» Sí, yo lo imaginaba bien. La veía volverse blanda, hasta derretirse. Desaparecería para siempre. «¿Y no apagaba el fuego?», preguntaba yo, con un vago deseo. ¡Ah!, pero eso mi abuela no lo sabía. Sólo sabía que los ancianos campesinos lloraron mucho la pérdida de su pequeña niña.


 
No hace mucho tiempo me enteré de que el cuento de la Niña de Nieve, que mi abuela recogiera de labios de la suya, era en realidad una antigua leyenda ucraniana. Pero ¡qué diferente, en labios de mi abuela, a como la leí! La niña de nieve atravesó montañas y ríos, calzó altas botas de fieltro, zuecos, fue descalza o con abarcas, vistió falda roja o blanca, fue rubia o de cabello negro, se adornó con monedas de oro o botones de cobre, y llegó a mí, siendo niña, con justillo negro y rodetes de trenza arrollados a los lados de la cabeza. La niña de nieve se iría luego, digo yo, como esos pájaros que buscan eternamente, en los cuentos, los fabulosos países donde brilla siempre el sol. Y allí, en vez de fundirse y desaparecer, seguirá viva y helada, con otro vestido, otra lengua, convirtiéndose en agua todos los días sobre ese fuego que, bien sea en un bosque, bien en un hogar cualquiera, está encendiéndose todos los días para ella. El cuento de la niña de nieve, como el cuento del hermano bueno y el hermano malo, como el del avaro y el del tercer hijo tonto, como el de la madrastra y el hada buena, viajará todos los días y a través de todas las tierras. Allí a la aldea donde no se conocía el tren, el cuento caminando.

 
El cuento es astuto. Se filtra en el vino, en las lenguas de las viejas, en las historias de los santos. Se vuelve melodía torpe en la garganta de un caminante que bebe en la taberna y toca la bandurria. Se esconde en los cruces de los caminos, en los cementerios, en la oscuridad de los pajares. El cuento se va, pero deja sus huellas. Y aun las arrastra por el camino, como van ladrando los perros tras los carros, carretera adelante.

El cuento llega y se marcha por la noche, llevándose debajo de las alas la rara zozobra de los niños. A escondidas, pegándose al frío y a las cunetas, va huyendo. A veces pícaro, o inocente, o cruel. O alegre, o triste. Siempre, robando una nostalgia, con su viejo corazón de vagabundo.

FIN

Ana María Matute







Anton Chejov

Augusto Monterroso

Gabriel García Márquez

Italo Calvino

Jorge Luis Borges

Juan Rulfo

Julio Cortázar

Roland Barthes

Varios
 



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