Ormijad cambiaba las letras y ya nada significaba, cambiaba un nombre, una puerta dos pares de ojos que eran una mirada y todo un fraccionamiento de acciones en el tiempo recortadas en fotos inconexas pero totalmente coherentes.
Recordaba.
Los trenes pasaron llevándose las estaciones, recogieron la gente por última vez, los andenes se convirtieron en muelles absurdos, encima, nadie usa más pañuelos y despedirse menos. Los rieles son fríos, ni el tren los calienta, solo un sol, largo, prolongado como un goteo.
Despedía.
Quedé en la calle y el camino de vuelta a ese lugar, aquí estoy establecido, siempre en mi, inviolable, persistente, imposibilitado de liberación alguna, viendo como la calle me aplaudía las veredas en la cara a cada paso, los timbres mordían, a nadie pedir auxilio, así es la vida, imposible detener.
Admití.
Ahora sobre un sillón una bruma descansada dice que es mi pecho, o una idea de mi pecho, de mis manos también, de mi cuello, de mi boca, un tanto de mi cerebro, la mayoría de las lágrimas secas que detrás de las risas irónicas y el humor negro bailan contradanzas.
Sabía o me convencí.
Siempre esperamos que la luz por la ventana se lleve esas pegajosidades que navegan sobre esa olla, sus caricias en cuenco, su boca tragándote, su estómago salpicado, sus pezones enrojecidos, sus piernas abiertas con la mirada de infante, su maravilloso culo.
Ilusiones.
Nada era así y así fue, en la nada se filtró de nada, un auto de alquiler, un tren, dos aviones y vaya a saber sobre cuantas ruedas más se va lo que no se aleja, alejado para siempre. Y te miras las manos, tickets, solo tickets, cifras sin sentido.
Pasaje.
Lo peor, cuando menos lo piensas, la rueda se mueve de nuevo, y aquí estás ahora, queriendo llegar a ese lugar del que no quieres irte, otro supuesto, al que quieres retener, un supuesto más, incendiándote de desesperación, más supuestos, entre novedad y hartazgo, sin nunca saber cuál es cual, por supuesto.
Arribo.
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