Giovanni Boccaccio
Italia
Ciento por uno
No ha mucho tiempo, vivía en nuestra ciudad un franciscano que tenía el cargo de inquisidor general de la fe. A pesar de esforzarse por pasar por hombre muy santo y celoso de la religión cristiana, como es costumbre frecuente entre tales caballeros, era, sin embargo, mucho más aficionado a entender en la vida de los que bien repleta tenían la bolsa, que en la de aquellos que apestaban a herejía. Hizo la maldita casualidad que diese con un hombre, más rico de escudos que de ciencia, quien, hallándose un día, en una tertulia, un poco alegre de cascos, merced al jugo de la vid, o por exceso de satisfacción, tuvo la osadía de decir, más bien por simpleza que por falta de fe, que poseía un vino, tan bueno, en su bodega, que el mismo Dios no desdeñaría beberlo, si estuviera en el mundo. Tal propósito no tardó en ser repetido al inquisidor, quien, conocedor de las ricas facultades de aquel que lo había manifestado, cayó impetuosamente sobre él, cum gladiis et fustibus, y le entabló un proceso, persuadido de que le procuraría más florines para su bolsa que luz y auxilios a la fe de aquel buen hombre. El acusado, citado e interrogado sobre si lo que se había dicho al inquisidor era cierto, respondió que sí, y contó de qué manera y en qué sentido lo había expresado. El padre inquisidor, que sólo quería su dinero, le replicó en seguida:
—¿Acaso te has imaginado que Dios es un bebedor y un goloso de vinos excelentes, como un Cinciglione o cualquiera de vosotros, que casi nunca salís de la taberna? Sin duda, querrías persuadirnos ahora, por medio de una humildad afectada, que tu caso no es grave; es en vano; y si cumplimos con nuestro deber, debes ser condenado al fuego.
Esta amenazas, y otras muchas que siguieron, pronunciadas en tono tan vehemente y duro, cual si se hubiese tratado de algún epicúreo que negara la inmortalidad del alma o dudase de la existencia de la Divinidad, infundieron el mayor terror en el ánimo del prisionero. Después de haber meditado algún tiempo sobre su situación y buscado algún expediente para suavizar el rigor de su sentencia, imaginó recurrir al ungüento de Plutus y frotar con él las manos del padre inquisidor, no conociendo mejor remedio contra el veneno de la avaricia, que corroe a casi todos los sacerdotes, y en particular a los franciscanos, sin duda porque no se atreven a tocar el dinero. Aunque Galeno no haya indicado tal receta, no por eso deja de ser excelente. La untura produjo efectos tan maravillosos, que el fuego con que se le amenazara se convirtió en una cruz. Revistiósele con ella, y cual si estuviese destinado a hacer el viaje a la Tierra Santa y se tuviera el designio de decorar con ella el estandarte, se le dio una cruz amarilla sobre fondo negro. Después de algunas penitencias, poco rigurosas, lo soltó el inquisidor, a condición de que, como última penitencia, oiría misa todas las semanas, en Santa Cruz, y que, a la hora de comer, se presentaría ante él, hasta nueva orden, permitiéndole disponer del resto del día como mejor le pareciera. Mientras el penitente cumplía exactamente lo que se le había prescrito, oyó un. día cantar en la misa estas palabras del Evangelio: “Recibiréis ciento por uno y poseeréis la vida eterna”. Llamóle la atención este pasaje, y se le quedó grabado en la memoria. A la hora de costumbre se presentó al padre inquisidor, encontrándole a la mesa. Se acerca, e interrogado sobre si había oído misa, sin titubear contesta que sí.
—¿Nada has oído —repuso el franciscano— que te cause alguna duda y quieras disiparla?
—No, reverendo padre; creo firmemente y no tengo ninguna duda; empero, ya que me permitís hablar, os diré que he oído algo que me ha apenado tanto por vos como por vuestros cofrades, al pensar en la suerte que os aguarda en la otra vida.
—¿Qué cosa es ésta? —dijo el padre inquisidor. —Es el pasaje del Evangelio —contestó el penitente— donde se dice: “Recibiréis ciento por uno”.
—Nada más cierto —repuso el padre; mas no veo, por eso, el motivo que tienes para preocuparte tanto de nuestra futura suerte.
—Vais a saberlo —replicó aquél—: desde que frecuento vuestro convento, he visto dar a los pobres que vienen a sus puertas, a veces uno, otras dos calderos de sopa, que, en verdad, no son otra cosa que los restos de la que se os sirve a vosotros. Luego si por cada caldero recibís ciento cada uno de vosotros, en el otro mundo, las sopas serán tan abundantes que, indudablemente, quedaréis ahogados en ellas.
Aquella candidez hizo reír mucho a los que se hallaban a la mesa del inquisidor; pero éste, comprendiendo que aquello era un rasgo de la hipocresía de los frailes y una reconvención indirecta hacia su conducta, quedó herido y de buena gana habría entablado un nuevo proceso contra él, de no temer la pública censura, que ya lo había criticado respecto del primero. En su despecho, le mandó que se alejara y nunca más volviera a presentarse a su vista, permitiéndole vivir, en, lo sucesivo, como mejor entendiese.
Acerca del autor.
Giovanni Boccaccio (1313 – 21 de diciembre de 1375), fue un escritor y humanista italiano. Es uno de los padres, junto con Dante y Petrarca, de la literatura en italiano.
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