El pene
Alfie estaba desayunando con su mujer en la mesa de la cocina.
No había dormido más de tres horas, ya que la noche anterior había salido. Era cortador –peluquero– y tenía que ir al trabajo. Una vez allí, además de soportar el ruido y las colas de clientes, tenía que pasarse el día dándoles conversación.
— ¿Te lo pasaste bien anoche? –le preguntó su mujer. Se habían casado hacía un año en Las Vegas.
— Creo que sí —dijo él.
— ¿Adónde fuiste? —Su mujer le estaba mirando—. ¿No lo sabes?
— Puedo recordar la primera parte de la velada. Nos encontramos todos en un pub. Después fuimos a un club donde había mucha gente. Y más tarde proyectaron una película porno.
— ¿Era buena?
— Eso no era humano. Era como pasearse por una carnicería. Y después de eso... todo se vuelve un poco vago. Su mujer lo miró sorprendida.
— Nunca había sucedido hasta ahora. Siempre te ha gustado contarme lo que has hecho. Espero que no sea el principio de algo.
— No lo es –le aseguró Alfie–. Espera un momento. Te diré lo que hice.
Cogió su chaqueta de donde la había dejado, del respaldo de una silla.
Examinaría su cartera para comprobar cuánto dinero se había gastado, si le había quedado algo de cocaína, o si había anotado algún número de teléfono o guardado alguna tarjeta de presentación o algún recibo de taxi que pudiera ayudarle a recordar.
Estaba rebuscando en el bolsillo interior cuando encontró algo extraño.
Lo sacó.
— ¿Qué es eso? —preguntó su mujer. Y se acercó—. Es un pene —dijo—. Has venido a casa con el pene de un hombre, un pene completo, con sus pelotas y su vello púbico, en el bolsillo. ¿De dónde lo has sacado?
— No lo sé –aseguró él.
— Será mejor que me lo digas —le aconsejó ella. Alfie lo dejó encima de la mesa.
— No tengo por costumbre ir por ahí recogiendo penes extraviados. —Y añadió—: No está erecto.
— Imagínate que se empieza a poner duro. Ya es enorme tal como está. —Lo miró más de cerca—. Es más grande que el tuyo. Más grande que la mayoría de los que he visto.
— Ya es suficiente —dijo él apresuradamente—. No creo que debamos seguir mirándolo. Envolvámoslo en algo. Trae un trozo de rollo de cocina y una bolsa de plástico.
Ambos lo estaban mirando fijamente cuando el pene se retorció.
— ¡Saca esta cosa de la mesa de mi cocina! —gritó ella.
Estaba a punto de ponerse histérica—. ¡Mi madre va a venir a comer! ¡Sácalo de aquí!
— Creo que voy a hacerlo —dijo él.
Unos minutos después, para su sorpresa, caminaba calle abajo con el pene en el bolsillo. Su instinto le decía que lo mejor era tirarlo en una papelera e ir directo al trabajo, pero después de pensárselo durante unos minutos decidió llevárselo a un artista al que cortaba el pelo, un escultor que habitualmente trabajaba con heces y sangre. El escultor solía trabajar con partes del cuerpo, pero había tenido problemas con las autoridades. Sin embargo, la posibilidad de trabajar con un pene le parecería irresistible. Los marchantes, que ansiaban efectos cada vez más horribles, quedarían fascinados. Y Alfie conseguiría que le pagaran. Su mujer le había dicho que debía «orientar la mente hacia los negocios». Lo que ella deseaba por encima de todo era que él apareciese en la televisión.
Alfie caminaba en dirección a la casa de su amigo cuando vio a un policía que se le acercaba. Rápidamente, sacó el pene envuelto de su bolsillo y lo dejó caer al suelo. La gente tiraba desperdicios al suelo a todas horas. No era un crimen.
Se había alejado apenas unos metros cuando una colegiala se le acercó corriendo tras él, señalando la bolsa y diciéndole que se le había caído el desayuno. Él le dio las gracias y se lo volvió a meter en el bolsillo.
Los dientes le castañeteaban. No quería tener esa «cosa» metida en el bolsillo ni un segundo más.
Dobló una esquina y de pronto se encontró cruzando el río. Después de asegurarse de que nadie le observaba, lanzó el pene desde el puente y contempló cómo caía.
Entonces se percató de que en aquel momento pasaba bajo el puente un crucero que llevaba turistas río abajo. Una voz comentaba por un megáfono:
— A la izquierda pueden ver... y a su derecha hay un monumento histórico especialmente interesante.
Entretanto el pene, que había perdido su envoltorio, caía a toda velocidad hacia la cubierta superior.
Alfie se largó pitando.
A aproximadamente un kilómetro de distancia, Doug, un actor, se levantó de la cama y se metió en su nuevo cuarto de baño. Tenía poco más de cuarenta años, pero su aspecto era estupendo.
Al día siguiente iba a empezar a trabajar en la película más importante de su vida. Era un drama de época, una producción con clase, lo cual significaba que no tenía que sacarse la verga de los bombachos hasta pasados diez minutos. El director era estupendo, y Doug había elegido personalmente a las coprotagonistas femeninas, por su talento y por sus medidas. Doug tenía intención de pasarse el día en el gimnasio. Después iría a cortarse el pelo y hacerse la manicura, antes de echarse en la cama temprano para repasar el guión.
Hasta que pasó por delante del espejo camino de la ducha y se miró por primera vez ese día, no se dio cuenta de que se le había desaparecido el pene. Todo él se había extraviado, pene, escroto e incluso vello púbico.
Doug creyó que iba a desmayarse. Se sentó en el borde de la bañera con la cabeza entre las piernas, pero esa postura no hacía sino recordarle su pérdida.
Estaba en el negocio de la pornografía desde que era un adolescente, pero recientemente el mercado había empezado a vivir un boom. La pornografía había penetrado en el mercado del público medianamente cultivado y él, asociado con Verga Larga –el apodo profesional que le había puesto a su pene—, se estaba convirtiendo en una estrella reputada.
Doug había aparecido en debates televisivos y en revistas y periódicos importantes. El consideraba que tenía derecho a disfrutar de la gratitud y respeto que recibían los humoristas, cantantes e imitadores de políticos. Después de todo, entretener al veleidoso público era arduo y requería talento y encanto. Sólo que Doug ofrecía lo que la mayoría de la gente no veía nunca: la oportunidad de contemplar a otros copulando; fascinación e intoxicación a través de la mirada.
Muchos hombres envidiaban el trabajo de Doug y algunos incluso habían intentado hacerlo. ¿Cuántos de ellos eran capaces de mantenerla tiesa, bajo el calor de los focos y con un equipo de filmación a su alrededor, durante interminables horas, un año tras otro? Doug era capaz de mantener la erección durante todo el día y cantar algo del Don Giovanni mientras comprobaba el valor de sus acciones en el Financial Times. ¿No habían contemplado cientos de miles de personas su pétrea vara y los efusivos y florecientes chorros que volaban sobre los rostros de sus coprotagonistas?
Si perdía su hombría, su medio de vida se esfumaba con ella.
Pensando con rapidez, Doug trató de recordar si se había llevado la noche pasada a Verga Larga por ahí y la había plantado encima de una mesa. En los bares y fiestas, por todo el mundo, al público le gustaba hacerle preguntas sobre su trabajo. Como a la mayoría de estrellas, a él le encantaba responderlas. En determinado momento alguien, normalmente una mujer, pedía que les mostrase a Verga Larga. Si la hora y el lugar eran adecuados —Doug había aprendido a ser cauteloso y no provocar la envidia de los hombres presentes ni causar fricciones entre las parejas—, les dejaba echar un vistazo. La «octava maravilla del mundo», la llamaba él.
Sin embargo hasta ahora nunca había perdido su mayor activo; su único activo, según algunos.
Doug se pasó por los bares y clubes en los que había estado la noche anterior. Los estaban limpiando; las sillas estaban colocadas boca abajo sobre las mesas y todas las luces estaban encendidas. Alguien había olvidado un zapato, una escopeta, un par de pestañas postizas y un mapa de China. Pero no les habían entregado ningún pene.
Desconcertado, estaba parado en la calle delante del bar cuando vio que, en la acera de enfrente, su pene salía de un café acompañado por un par de chicas. El pene, alto, erecto, con gafas negras y una chaqueta negra, sonreía.
— ¡Eh! —gritó Doug mientras su pene se metía en un taxi, dejando pasar educadamente primero a las chicas.
Doug paró otro taxi y le dijo al taxista que siguiera al que iba delante. Mirando al frente, alcanzaba a ver la cabeza de su pene. Las chicas le estaban besando y él se reía y hablaba con excitación.
El tráfico iba cargado y perdieron de vista al taxi al que perseguían.
Después de dar varias vueltas, Doug decidió meterse en un bar para pensar qué hacer. Estaba indignado con su pene por exhibirse de aquel modo por toda la ciudad.
Ya había pedido una bebida cuando el barman le dijo:
— Si está todo tan tranquilo por aquí es porque ese pene de las películas se ha metido en un bar calle abajo.
— ¿Es eso cierto? —preguntó Doug, poniéndose en pie de un salto—. ¿Dónde?
El barman le dio la dirección.
A los pocos minutos Doug estaba allí. Era la hora de comer y el sitio estaba tan abarrotado que apenas pudo atravesar la puerta.
— ¿Qué sucede aquí? —preguntó.
— Ha llegado Verga Larga —le dijo un tipo de un equipo de televisión—. He visto todas sus películas; en casa de un amigo, por supuesto. Mi favorita es Capullo. Ese cipote es una estrella.
— ¿En serio? —preguntó Doug.
— ¿Eres un fan?
— Ahora mismo no.
Doug trató de abrirse camino entre la multitud, pero las mujeres no le dejaban pasar. Finalmente logró llegar hasta una silla y vislumbró a su pene de pie en la barra, aceptando copas, firmando autógrafos y respondiendo preguntas como un auténtico profesional.
— Sois vosotros, el público, los que me habéis situado donde estoy actualmente —decía—. Siento que debo devolveros el favor. ¿Qué queréis beber?
Todos los presentes lo vitorearon y pidieron sus copas.
— ¿Y qué pasa conmigo? —gritó Doug—. ¿Quién te hizo?
Verga Larga alzó la mirada y vio a su propietario. Rápidamente, se disculpó y salió corriendo. Cuando Doug logró abrirse paso a empujones entre la multitud, su pene había desaparecido. Doug salió corriendo a la calle, pero ya no había rastro de él.
Durante todo el día, fuera donde fuera, oía historias sobre el extraordinario pene, y no sólo acerca de su tamaño y grosor, sino también de su simpatía con los desconocidos.
Y resultó que Doug se encontró con Alfie, que bebía solo en una oscura esquina de un bar no muy frecuentado. Alfie estaba angustiado, convencido de que la policía lo perseguía no sólo por robar y tratar de vender un pene, sino por dejarlo caer sobre la cabeza de un turista japonés que pasaba bajo el Tower Bridge en un barco turístico.
— Te conozco de alguna parte —le dijo Doug.
— Sí, sí —dijo Alfie—. Es posible. Tengo la sensación de que estuvimos juntos anoche.
—¿Qué hicimos?
—¿Quién sabe? Escucha...
Alfie le explicó que se sentía fatal por todo lo que había sucedido. Si alguna vez Doug quería un corte de pelo, sería bienvenido en su peluquería. Incluso se ofreció a cortarle el pelo de inmediato.
— En otro momento —dijo Doug.
Ahora no tenía tiempo para pensar en esas cosas. Se había embarcado en la búsqueda de su vida.
— Házmelo saber cuando quieras un corte —le dijo Alfie—. La oferta no caducará.
Después de pasarse el día dando vueltas sin rumbo fijo por la ciudad, Doug volvió a cruzarse al atardecer con su pene, que en esta ocasión estaba sentado en un café frecuentado por obreros. Ahora iba camuflado, con un sombrero calado y el cuello subido. Doug dedujo que estaba cansado de la opresión de la fama y quería estar solo.
Doug se deslizó en la butaca contigua y le dijo:
— Te cogí.
— Te ha llevado un buen rato —comentó el pene—. ¿Qué quieres?
— ¿A qué crees que estás jugando, exhibiéndote de esta manera?
— ¿Y por qué no voy a poder exhibirme?
— Debemos pensarlo con calma. Si hay algo que pone nervioso a todo el mundo es una cosa enorme, gorda y feliz como tú.
— Ya estoy harto de tus tonterías —dijo el pene.
— Sin mí no eres nada —le dijo Doug.
— ¡Ja! Es totalmente al contrario. He comprendido la verdad.
— ¿Qué verdad?
— Eres un pene con un hombre enganchado. Quiero largarme.
— ¿Adónde?
— Voy a trabajar solo. He sido explotado durante años. Quiero tener mi propia carrera. Voy a protagonizar películas más serias.
— ¡Películas más serias! —exclamó Doug—. Mañana empezamos a rodar la continuación de Mujercitas; se llama Tiarronas.
— Quiero interpretar a Hamlet —dijo el pene—. Nadie ha entendido bien la relación con Ofelia. Podrías ser mi ayudante. Podrías llevarme el guión y mantener alejadas a las fans.
— ¿Quieres decir que no volveremos a estar físicamente unidos nunca más? —preguntó Doug.
— Estoy dispuesto a volver a trabajar a tus órdenes —dijo el pene—, porque en el fondo me gustas. Pero si lo hago, nuestro acuerdo deberá ser diferente. Tendré que estar sujeto a tu cara.
— ¿A qué parte de mi cara exactamente te gustaría estar sujeto? —preguntó Doug—. ¿Detrás de la oreja?
— Donde ahora tienes la nariz. Quiero que me reconozcan, como a las otras estrellas.
— Acabarás harto —le advirtió Doug—. Todas acaban hartas y se vuelven locas.
— Eso es asunto mío —dijo Verga Larga—. Podré someterme a alguna terapia.
El pene tomó una salchicha del plato que tenía delante y la sostuvo en medio de la cara de Doug.
— Será así, sólo que más grande. La cirugía estética está avanzando a pasos de gigante. En el futuro habrá todo tipo de arreglos novedosos. ¿Qué te parece convertirte en el iniciador de una nueva moda?
— ¿Y qué hay del escroto? Me colgará..., ejem..., por encima de la boca.
— Yo me encargaré de hablar. Te doy una hora para decidirte —dijo el pene con altivez—. Espero otras ofertas de agentes y productores.
Doug observó que Verga Larga estaba empezando a encogerse sobre sí mismo. Había sido un día agotador. Cuando por fin se le cerraron los ojos, Doug cogió al pene, se lo metió en el bolsillo de la chaqueta y lo cerró con el botón.
Doug caminó apresuradamente por la ciudad en busca de un cirujano al que conocía, un hombre codicioso con un rostro liso como una pelota de plástico. Había rehecho a muchos colegas de Doug, implantándoles extensiones en el pene a los hombres y aumentando el volumen de los pechos, labios y nalgas de sus colegas femeninas. A la mayoría de estos actores no los reconocerían ni sus padres.
El cirujano estaba cenando en casa con varios de sus antiguos clientes. Doug le interrumpió y dieron un paseo por su hermoso jardín. Doug depositó el pene dormido en la mano del cirujano.
Le explicó lo que había sucedido y dijo:
— Hay que coserlo esta noche. El cirujano se lo devolvió.
— He alargado penes y clítoris —le dijo—. He implantado diamantes en las pelotas de algunos tipos y colocado luces en las cabezas de otros. Pero nunca he cosido un pene. Podría morir usted en la mesa de operaciones. Podría demandarme por daños y perjuicios. Deberé indemnizarle.
Mientras el tipo seguía poniendo objeciones, Doug le rogó que se lo restaurara. Finalmente, el cirujano dijo una cifra. Aquél fue casi el peor golpe del día. Doug había estado muy bien pagado durante años, pero el dinero del sexo, como el de la droga, tendía a fundirse como la nieve.
— Tráigame el dinero esta noche —le ordenó el cirujano—, de lo contrario será demasiado tarde; su pene se acostumbrará a su libertad y no volverá a ponerse a su servicio jamás.
La única persona con una cantidad tan enorme de dinero en efectivo a la que Doug conocía era el productor de Tiarronas, que aquella noche estaba divirtiéndose con varias putas en su suite. Las chicas conocían a Doug y a través de ellas él enseguida fue consciente de que la noticia de su desgracia había corrido por toda la ciudad. Ahora, cuando las mujeres le llamaban «muchachote», él se ponía colorado y le ardía la cara.
Para alivio de Doug, el productor aceptó darle el dinero. Cuando se lo entregó, mencionó el interés. Era una suma enorme, que aumentaría de volumen diariamente, igual que debería hacer el pene de Doug. El tipo le hizo firmar un contrato en el que se comprometía a rodar películas durante lo que parecía el resto de su vida.
Mientras regresaba a la casa del cirujano, Doug reflexionó sobre cómo podía ser la vida sin su pene. Quizá gracias a Dios se había librado de un idiota y podían llevar vidas separadas. Pero, sin su pene, ¿cómo iba a ganarse la vida? Era demasiado mayor para empezar una nueva carrera.
El cirujano trabajó durante toda la noche. A la mañana siguiente, cuando Doug se despertó lo primero que hizo fue mirarse la entrepierna. Como un encantador de serpientes nervioso, silbó un aria de Don Giovanni. Finalmente, su pene empezó a moverse, alargarse y crecer. Al poco rato ya estaba apuntando hacia el sol. Estaba firme, pero no salía corriendo. El y su amor estaban de nuevo unidos.
Varias horas después Doug estaba en el plato. Su pene se balanceaba entre sus piernas, dándose contra los muslos con un golpeteo satisfactorio.
Doug estaba satisfecho de haberse reunido con la parte más importante de sí mismo; pero cuando pensó en los numerosos esfuerzos que le esperaban, se sintió cansado.
Alfie estaba desayunando con su mujer en la mesa de la cocina.
No había dormido más de tres horas, ya que la noche anterior había salido. Era cortador –peluquero– y tenía que ir al trabajo. Una vez allí, además de soportar el ruido y las colas de clientes, tenía que pasarse el día dándoles conversación.
— ¿Te lo pasaste bien anoche? –le preguntó su mujer. Se habían casado hacía un año en Las Vegas.
— Creo que sí —dijo él.
— ¿Adónde fuiste? —Su mujer le estaba mirando—. ¿No lo sabes?
— Puedo recordar la primera parte de la velada. Nos encontramos todos en un pub. Después fuimos a un club donde había mucha gente. Y más tarde proyectaron una película porno.
— ¿Era buena?
— Eso no era humano. Era como pasearse por una carnicería. Y después de eso... todo se vuelve un poco vago. Su mujer lo miró sorprendida.
— Nunca había sucedido hasta ahora. Siempre te ha gustado contarme lo que has hecho. Espero que no sea el principio de algo.
— No lo es –le aseguró Alfie–. Espera un momento. Te diré lo que hice.
Cogió su chaqueta de donde la había dejado, del respaldo de una silla.
Examinaría su cartera para comprobar cuánto dinero se había gastado, si le había quedado algo de cocaína, o si había anotado algún número de teléfono o guardado alguna tarjeta de presentación o algún recibo de taxi que pudiera ayudarle a recordar.
Estaba rebuscando en el bolsillo interior cuando encontró algo extraño.
Lo sacó.
— ¿Qué es eso? —preguntó su mujer. Y se acercó—. Es un pene —dijo—. Has venido a casa con el pene de un hombre, un pene completo, con sus pelotas y su vello púbico, en el bolsillo. ¿De dónde lo has sacado?
— No lo sé –aseguró él.
— Será mejor que me lo digas —le aconsejó ella. Alfie lo dejó encima de la mesa.
— No tengo por costumbre ir por ahí recogiendo penes extraviados. —Y añadió—: No está erecto.
— Imagínate que se empieza a poner duro. Ya es enorme tal como está. —Lo miró más de cerca—. Es más grande que el tuyo. Más grande que la mayoría de los que he visto.
— Ya es suficiente —dijo él apresuradamente—. No creo que debamos seguir mirándolo. Envolvámoslo en algo. Trae un trozo de rollo de cocina y una bolsa de plástico.
Ambos lo estaban mirando fijamente cuando el pene se retorció.
— ¡Saca esta cosa de la mesa de mi cocina! —gritó ella.
Estaba a punto de ponerse histérica—. ¡Mi madre va a venir a comer! ¡Sácalo de aquí!
— Creo que voy a hacerlo —dijo él.
Unos minutos después, para su sorpresa, caminaba calle abajo con el pene en el bolsillo. Su instinto le decía que lo mejor era tirarlo en una papelera e ir directo al trabajo, pero después de pensárselo durante unos minutos decidió llevárselo a un artista al que cortaba el pelo, un escultor que habitualmente trabajaba con heces y sangre. El escultor solía trabajar con partes del cuerpo, pero había tenido problemas con las autoridades. Sin embargo, la posibilidad de trabajar con un pene le parecería irresistible. Los marchantes, que ansiaban efectos cada vez más horribles, quedarían fascinados. Y Alfie conseguiría que le pagaran. Su mujer le había dicho que debía «orientar la mente hacia los negocios». Lo que ella deseaba por encima de todo era que él apareciese en la televisión.
Alfie caminaba en dirección a la casa de su amigo cuando vio a un policía que se le acercaba. Rápidamente, sacó el pene envuelto de su bolsillo y lo dejó caer al suelo. La gente tiraba desperdicios al suelo a todas horas. No era un crimen.
Se había alejado apenas unos metros cuando una colegiala se le acercó corriendo tras él, señalando la bolsa y diciéndole que se le había caído el desayuno. Él le dio las gracias y se lo volvió a meter en el bolsillo.
Los dientes le castañeteaban. No quería tener esa «cosa» metida en el bolsillo ni un segundo más.
Dobló una esquina y de pronto se encontró cruzando el río. Después de asegurarse de que nadie le observaba, lanzó el pene desde el puente y contempló cómo caía.
Entonces se percató de que en aquel momento pasaba bajo el puente un crucero que llevaba turistas río abajo. Una voz comentaba por un megáfono:
— A la izquierda pueden ver... y a su derecha hay un monumento histórico especialmente interesante.
Entretanto el pene, que había perdido su envoltorio, caía a toda velocidad hacia la cubierta superior.
Alfie se largó pitando.
A aproximadamente un kilómetro de distancia, Doug, un actor, se levantó de la cama y se metió en su nuevo cuarto de baño. Tenía poco más de cuarenta años, pero su aspecto era estupendo.
Al día siguiente iba a empezar a trabajar en la película más importante de su vida. Era un drama de época, una producción con clase, lo cual significaba que no tenía que sacarse la verga de los bombachos hasta pasados diez minutos. El director era estupendo, y Doug había elegido personalmente a las coprotagonistas femeninas, por su talento y por sus medidas. Doug tenía intención de pasarse el día en el gimnasio. Después iría a cortarse el pelo y hacerse la manicura, antes de echarse en la cama temprano para repasar el guión.
Hasta que pasó por delante del espejo camino de la ducha y se miró por primera vez ese día, no se dio cuenta de que se le había desaparecido el pene. Todo él se había extraviado, pene, escroto e incluso vello púbico.
Doug creyó que iba a desmayarse. Se sentó en el borde de la bañera con la cabeza entre las piernas, pero esa postura no hacía sino recordarle su pérdida.
Estaba en el negocio de la pornografía desde que era un adolescente, pero recientemente el mercado había empezado a vivir un boom. La pornografía había penetrado en el mercado del público medianamente cultivado y él, asociado con Verga Larga –el apodo profesional que le había puesto a su pene—, se estaba convirtiendo en una estrella reputada.
Doug había aparecido en debates televisivos y en revistas y periódicos importantes. El consideraba que tenía derecho a disfrutar de la gratitud y respeto que recibían los humoristas, cantantes e imitadores de políticos. Después de todo, entretener al veleidoso público era arduo y requería talento y encanto. Sólo que Doug ofrecía lo que la mayoría de la gente no veía nunca: la oportunidad de contemplar a otros copulando; fascinación e intoxicación a través de la mirada.
Muchos hombres envidiaban el trabajo de Doug y algunos incluso habían intentado hacerlo. ¿Cuántos de ellos eran capaces de mantenerla tiesa, bajo el calor de los focos y con un equipo de filmación a su alrededor, durante interminables horas, un año tras otro? Doug era capaz de mantener la erección durante todo el día y cantar algo del Don Giovanni mientras comprobaba el valor de sus acciones en el Financial Times. ¿No habían contemplado cientos de miles de personas su pétrea vara y los efusivos y florecientes chorros que volaban sobre los rostros de sus coprotagonistas?
Si perdía su hombría, su medio de vida se esfumaba con ella.
Pensando con rapidez, Doug trató de recordar si se había llevado la noche pasada a Verga Larga por ahí y la había plantado encima de una mesa. En los bares y fiestas, por todo el mundo, al público le gustaba hacerle preguntas sobre su trabajo. Como a la mayoría de estrellas, a él le encantaba responderlas. En determinado momento alguien, normalmente una mujer, pedía que les mostrase a Verga Larga. Si la hora y el lugar eran adecuados —Doug había aprendido a ser cauteloso y no provocar la envidia de los hombres presentes ni causar fricciones entre las parejas—, les dejaba echar un vistazo. La «octava maravilla del mundo», la llamaba él.
Sin embargo hasta ahora nunca había perdido su mayor activo; su único activo, según algunos.
Doug se pasó por los bares y clubes en los que había estado la noche anterior. Los estaban limpiando; las sillas estaban colocadas boca abajo sobre las mesas y todas las luces estaban encendidas. Alguien había olvidado un zapato, una escopeta, un par de pestañas postizas y un mapa de China. Pero no les habían entregado ningún pene.
Desconcertado, estaba parado en la calle delante del bar cuando vio que, en la acera de enfrente, su pene salía de un café acompañado por un par de chicas. El pene, alto, erecto, con gafas negras y una chaqueta negra, sonreía.
— ¡Eh! —gritó Doug mientras su pene se metía en un taxi, dejando pasar educadamente primero a las chicas.
Doug paró otro taxi y le dijo al taxista que siguiera al que iba delante. Mirando al frente, alcanzaba a ver la cabeza de su pene. Las chicas le estaban besando y él se reía y hablaba con excitación.
El tráfico iba cargado y perdieron de vista al taxi al que perseguían.
Después de dar varias vueltas, Doug decidió meterse en un bar para pensar qué hacer. Estaba indignado con su pene por exhibirse de aquel modo por toda la ciudad.
Ya había pedido una bebida cuando el barman le dijo:
— Si está todo tan tranquilo por aquí es porque ese pene de las películas se ha metido en un bar calle abajo.
— ¿Es eso cierto? —preguntó Doug, poniéndose en pie de un salto—. ¿Dónde?
El barman le dio la dirección.
A los pocos minutos Doug estaba allí. Era la hora de comer y el sitio estaba tan abarrotado que apenas pudo atravesar la puerta.
— ¿Qué sucede aquí? —preguntó.
— Ha llegado Verga Larga —le dijo un tipo de un equipo de televisión—. He visto todas sus películas; en casa de un amigo, por supuesto. Mi favorita es Capullo. Ese cipote es una estrella.
— ¿En serio? —preguntó Doug.
— ¿Eres un fan?
— Ahora mismo no.
Doug trató de abrirse camino entre la multitud, pero las mujeres no le dejaban pasar. Finalmente logró llegar hasta una silla y vislumbró a su pene de pie en la barra, aceptando copas, firmando autógrafos y respondiendo preguntas como un auténtico profesional.
— Sois vosotros, el público, los que me habéis situado donde estoy actualmente —decía—. Siento que debo devolveros el favor. ¿Qué queréis beber?
Todos los presentes lo vitorearon y pidieron sus copas.
— ¿Y qué pasa conmigo? —gritó Doug—. ¿Quién te hizo?
Verga Larga alzó la mirada y vio a su propietario. Rápidamente, se disculpó y salió corriendo. Cuando Doug logró abrirse paso a empujones entre la multitud, su pene había desaparecido. Doug salió corriendo a la calle, pero ya no había rastro de él.
Durante todo el día, fuera donde fuera, oía historias sobre el extraordinario pene, y no sólo acerca de su tamaño y grosor, sino también de su simpatía con los desconocidos.
Y resultó que Doug se encontró con Alfie, que bebía solo en una oscura esquina de un bar no muy frecuentado. Alfie estaba angustiado, convencido de que la policía lo perseguía no sólo por robar y tratar de vender un pene, sino por dejarlo caer sobre la cabeza de un turista japonés que pasaba bajo el Tower Bridge en un barco turístico.
— Te conozco de alguna parte —le dijo Doug.
— Sí, sí —dijo Alfie—. Es posible. Tengo la sensación de que estuvimos juntos anoche.
—¿Qué hicimos?
—¿Quién sabe? Escucha...
Alfie le explicó que se sentía fatal por todo lo que había sucedido. Si alguna vez Doug quería un corte de pelo, sería bienvenido en su peluquería. Incluso se ofreció a cortarle el pelo de inmediato.
— En otro momento —dijo Doug.
Ahora no tenía tiempo para pensar en esas cosas. Se había embarcado en la búsqueda de su vida.
— Házmelo saber cuando quieras un corte —le dijo Alfie—. La oferta no caducará.
Después de pasarse el día dando vueltas sin rumbo fijo por la ciudad, Doug volvió a cruzarse al atardecer con su pene, que en esta ocasión estaba sentado en un café frecuentado por obreros. Ahora iba camuflado, con un sombrero calado y el cuello subido. Doug dedujo que estaba cansado de la opresión de la fama y quería estar solo.
Doug se deslizó en la butaca contigua y le dijo:
— Te cogí.
— Te ha llevado un buen rato —comentó el pene—. ¿Qué quieres?
— ¿A qué crees que estás jugando, exhibiéndote de esta manera?
— ¿Y por qué no voy a poder exhibirme?
— Debemos pensarlo con calma. Si hay algo que pone nervioso a todo el mundo es una cosa enorme, gorda y feliz como tú.
— Ya estoy harto de tus tonterías —dijo el pene.
— Sin mí no eres nada —le dijo Doug.
— ¡Ja! Es totalmente al contrario. He comprendido la verdad.
— ¿Qué verdad?
— Eres un pene con un hombre enganchado. Quiero largarme.
— ¿Adónde?
— Voy a trabajar solo. He sido explotado durante años. Quiero tener mi propia carrera. Voy a protagonizar películas más serias.
— ¡Películas más serias! —exclamó Doug—. Mañana empezamos a rodar la continuación de Mujercitas; se llama Tiarronas.
— Quiero interpretar a Hamlet —dijo el pene—. Nadie ha entendido bien la relación con Ofelia. Podrías ser mi ayudante. Podrías llevarme el guión y mantener alejadas a las fans.
— ¿Quieres decir que no volveremos a estar físicamente unidos nunca más? —preguntó Doug.
— Estoy dispuesto a volver a trabajar a tus órdenes —dijo el pene—, porque en el fondo me gustas. Pero si lo hago, nuestro acuerdo deberá ser diferente. Tendré que estar sujeto a tu cara.
— ¿A qué parte de mi cara exactamente te gustaría estar sujeto? —preguntó Doug—. ¿Detrás de la oreja?
— Donde ahora tienes la nariz. Quiero que me reconozcan, como a las otras estrellas.
— Acabarás harto —le advirtió Doug—. Todas acaban hartas y se vuelven locas.
— Eso es asunto mío —dijo Verga Larga—. Podré someterme a alguna terapia.
El pene tomó una salchicha del plato que tenía delante y la sostuvo en medio de la cara de Doug.
— Será así, sólo que más grande. La cirugía estética está avanzando a pasos de gigante. En el futuro habrá todo tipo de arreglos novedosos. ¿Qué te parece convertirte en el iniciador de una nueva moda?
— ¿Y qué hay del escroto? Me colgará..., ejem..., por encima de la boca.
— Yo me encargaré de hablar. Te doy una hora para decidirte —dijo el pene con altivez—. Espero otras ofertas de agentes y productores.
Doug observó que Verga Larga estaba empezando a encogerse sobre sí mismo. Había sido un día agotador. Cuando por fin se le cerraron los ojos, Doug cogió al pene, se lo metió en el bolsillo de la chaqueta y lo cerró con el botón.
Doug caminó apresuradamente por la ciudad en busca de un cirujano al que conocía, un hombre codicioso con un rostro liso como una pelota de plástico. Había rehecho a muchos colegas de Doug, implantándoles extensiones en el pene a los hombres y aumentando el volumen de los pechos, labios y nalgas de sus colegas femeninas. A la mayoría de estos actores no los reconocerían ni sus padres.
El cirujano estaba cenando en casa con varios de sus antiguos clientes. Doug le interrumpió y dieron un paseo por su hermoso jardín. Doug depositó el pene dormido en la mano del cirujano.
Le explicó lo que había sucedido y dijo:
— Hay que coserlo esta noche. El cirujano se lo devolvió.
— He alargado penes y clítoris —le dijo—. He implantado diamantes en las pelotas de algunos tipos y colocado luces en las cabezas de otros. Pero nunca he cosido un pene. Podría morir usted en la mesa de operaciones. Podría demandarme por daños y perjuicios. Deberé indemnizarle.
Mientras el tipo seguía poniendo objeciones, Doug le rogó que se lo restaurara. Finalmente, el cirujano dijo una cifra. Aquél fue casi el peor golpe del día. Doug había estado muy bien pagado durante años, pero el dinero del sexo, como el de la droga, tendía a fundirse como la nieve.
— Tráigame el dinero esta noche —le ordenó el cirujano—, de lo contrario será demasiado tarde; su pene se acostumbrará a su libertad y no volverá a ponerse a su servicio jamás.
La única persona con una cantidad tan enorme de dinero en efectivo a la que Doug conocía era el productor de Tiarronas, que aquella noche estaba divirtiéndose con varias putas en su suite. Las chicas conocían a Doug y a través de ellas él enseguida fue consciente de que la noticia de su desgracia había corrido por toda la ciudad. Ahora, cuando las mujeres le llamaban «muchachote», él se ponía colorado y le ardía la cara.
Para alivio de Doug, el productor aceptó darle el dinero. Cuando se lo entregó, mencionó el interés. Era una suma enorme, que aumentaría de volumen diariamente, igual que debería hacer el pene de Doug. El tipo le hizo firmar un contrato en el que se comprometía a rodar películas durante lo que parecía el resto de su vida.
Mientras regresaba a la casa del cirujano, Doug reflexionó sobre cómo podía ser la vida sin su pene. Quizá gracias a Dios se había librado de un idiota y podían llevar vidas separadas. Pero, sin su pene, ¿cómo iba a ganarse la vida? Era demasiado mayor para empezar una nueva carrera.
El cirujano trabajó durante toda la noche. A la mañana siguiente, cuando Doug se despertó lo primero que hizo fue mirarse la entrepierna. Como un encantador de serpientes nervioso, silbó un aria de Don Giovanni. Finalmente, su pene empezó a moverse, alargarse y crecer. Al poco rato ya estaba apuntando hacia el sol. Estaba firme, pero no salía corriendo. El y su amor estaban de nuevo unidos.
Varias horas después Doug estaba en el plato. Su pene se balanceaba entre sus piernas, dándose contra los muslos con un golpeteo satisfactorio.
Doug estaba satisfecho de haberse reunido con la parte más importante de sí mismo; pero cuando pensó en los numerosos esfuerzos que le esperaban, se sintió cansado.
Links Cuento
Abelardo
Castillo
Agatha
Christie
Alain Robbe-Grillet
Aleksandr Nikoláyevich Afanásiev
Alexander Pushkin
Algernon
Blackwood
Alice
Munro
Alphonse
Daudet
Álvaro
Cepeda Samudio
Ambrose
Bierce
Ana
María Shua
Cuento: Ana Maria Shua - Concatenacion - En la silla
de ruedas - Su viuda y su voz - 3 Micro-cuentos
Cuento: Ana Maria Shua - La mujer que vuela - Bebe
voraz - Arriad el foque - 3 Micro-cuentos - Links
Anaïs
Nin
Anatole
France
Antoine
de Saint-Exupéry
Anton
Chejov
Augusto
Monterroso
Carlos
Fuentes
César
Aira
Clarice
Lispector
Charles
Bukowski
Charles
Dickens
Charles
Perrault
Daniel
Defoe
D.H.
Lawrence
Dylan
Thomas
Edmondo
Da Amicis
Edgar
Allan Poe
Cuento: Edgar Allan Poe - William Wilson - Traduccion
de Julio Cortazar - Links a mas Poe en el blog
Eduardo
Acevedo Díaz
Enrique
Anderson Imbert
Ernest
Hemingway
Cuento:
Ernest Hemingway - La capital del mundo - Galeria fotografica (R.Cappa) - Links
a mas cuento
Esteban
Exheverría
Fabio Fiallo
Felisberto Hernández
Fiódor
Mijáilovich Dostoyevski
Francis
Scott Fitzgerald
Franz
Kafka
Gabriel
García Márquez
Gilbert
K. Chesterton
Giovanni
Boccaccio
Gustave
Flaudert
Haroldo
Conti
Heinrich
Böll
Heinrich
von Kleist
Herbert
George Wells
Hermann
Hesse
Honoré
de Balzac
Horacio
Quiroga
Cuentos
de amor, de locura y de muerte
Howard
Phillip Lovecraft
India
– Anonimo
Issac
Asimov
Italo
Calvino
Jacinto
Benavente
James
Joyce
John
Cheever
John
William Polidori
Jorge
Luis Borges
José
María Arguedas
José
Saramago
Joseph
Conrad
Juan
Carlos Onetti
Juan
José Arreola
Juan
Rulfo
Julio
Cortázar
Leopoldo
Lugones
Marco
Denevi
Mario
Benedetti
Marguerite
Duras
Marguerite
Yourcenar
Miguel
de Cervantes Saavedra
Miguel
Cané
Miguel
Delibes
Mijail
Sholojov
Philip
K. Dick
Pío
Baroja
Radindranath
Tagore
Ray
Bradbury
El Hombre Ilustrado
Robert
Bloch
Roberto
Arlt
Rodolfo
Walsh
Rubén
Darío
Rudyard
Kipling
Ryunosuke
Akutagawa
Sir
Arthur Conan Doyle
Thomas
Hardy
Vicente
Blasco Ibáñez
William
Faulkner
Yukio
Mishima
Zen
Cuento: Hanif Kureishi - El pene - Links a mas Cuento
Ricardo M Marcenaro - Facebook
Current blogs of The Solitary Dog
Solitary Dog Sculptor:
http://byricardomarcenaro.blogspot.com
Solitary Dog Sculptor I:
http://byricardomarcenaroi.blogspot.com
Para comunicarse conmigo:
marcenaroescultor@gmail.com
For contact me:
marcenaroescultor@gmail.com
My blogs are an open house to all cultures, religions and countries. Be a follower if you like it, with this action you are building a new culture of tolerance, open mind and heart for peace, love and human respect.
Thanks :)
Mis blogs son una casa abierta a todas las culturas, religiones y países. Se un seguidor si quieres, con esta acción usted está construyendo una nueva cultura de la tolerancia, la mente y el corazón abiertos para la paz, el amor y el respeto humano.
Gracias :)
No hay comentarios:
Publicar un comentario