En realidad, no sólo decidí contar sobre el Medioevo. Decidí contar en el
Me daba vergüenza contar. Me sentía como el crítico de teatro que de pronto se expone a las luces de las candilejas y siente sobre sí la mirada de quienes hasta entonces han sido sus cómplices en el patio de butacas.
¿Cómo decir «era una hermosa mañana de finales de noviembre» sin sentirse
Me puse a leer, o a releer, a los cronistas medievales, para asimilar su ritmo, su candor. Hablarían por mí y yo quedaría libre de sospechas. Libre de sospechas, pero no de los ecos de la intertextualidad. Así volví a descubrir lo que los escritores siempre han sabido (y que tantas veces nos han dicho): los libros siempre hablan de otros libros y cada historia cuenta una historia que ya se ha contado. Lo sabía Homero, lo sabía Ariosto, para no hablar de Rabelais o de
Ya no tenía nada que temer. Entonces dejé de escribir por un año. Dejé de escribir porque descubrí otra cosa que ya sabía (que todos saben), pero que trabajando comprendí mejor.
Descubrí, pues, que una novela no tiene nada que ver, en principio, con las palabras. Escribir una novela es una tarea cosmológica, como la que se cuenta en el Génesis (ya decía Woody Allen que los modelos hay que saber elegirlos).
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