La idea de fatalidad tiene algo de envolvente y de voluptuoso; mantiene caliente.
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Un troglodita que hubiese recorrido todos los matices de la saciedad...
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El placer de calumniarse vale más que el de ser calumniado.
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Conozco mejor que nadie el peligro de haber nacido sediento de todo. Un don envenenado, una venganza de la Providencia. Así gravado no podía llegar a nada, en el plano espiritual, claro, el único que importa.
Mi fracaso, en modo accidental, se confunde con mi esencia.
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Los místicos y sus «obras completas». Cuando se dirigen a Dios, únicamente a Dios según pretenden, deberían abstenerse de escribir: Dios no lee...
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Cada vez que pienso en lo esencial creo entreverlo en el silencio o en el estallido, en el estupor o en el grito. Nunca en la palabra.
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Cuando se rumia durante todo el día el inconveniente del nacimiento, todo lo que se proyecta y todo lo que se hace parece pedestre y fútil. Se es como un loco que, curado, no haría más que pensar en la crisis por la que ha atravesado, en el «sueño» del que sale; volverá a ello sin cesar, de manera que su curación no le será de ningún provecho.
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El apetito del tormento es para algunos lo que el incentivo de la ganancia para otros.
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El hombre empezó con el pie izquierdo. El percance en el paraíso fue la primera consecuencia. Lo que sigue era obvio.
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Nunca entenderé cómo se puede vivir sabiendo que no se es, por lo menos, eterno.
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¿El ser ideal? Un ángel devastado por el humor.
Después de una serie de preguntas sobre el deseo, el tedio y la serenidad, le preguntan a Buda: «¿Cuál es el objetivo, el sentido último del Nirvana?» Buda no responde: sonríe. Mucho se ha dicho sobre esa sonrisa en lugar de ver en ella una reacción normal ante una pregunta sin objeto. Eso es lo que hacemos ante los porqués de los niños. Sonreímos porque ninguna respuesta es concebible, porque la respuesta estaría aún más desprovista de sentido que la pregunta. Los niños no admiten límite a nada; quieren ver siempre más allá, ver qué hay después. Pero no hay después. El nirvana es un límite, el límite. Es liberación, callejón sin salida supremo...
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Seguramente la existencia tuvo algún atractivo antes del advenimiento del ruido, digamos antes del neolítico.
¿Cuándo vendrá el hombre que sepa desembarazarnos de todos los hombres?
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De nada vale decirse que no se debería sobrepasar la longevidad de un aborto, pues en lugar de huir a la primera oportunidad, uno se aferra, con la energía de un alienado, a una jornada más.
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Dios: una enfermedad de la que nos creemos curados porque ya nadie muere por su causa.
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La inconsciencia es el secreto, el «principio de la vida»... Es el único recurso contra el yo, contra el mal de estar individualizado, contra el efecto debilitante de la conciencia, estado tan temible, tan duro de enfrentar que sólo debería estar reservado a los atletas.
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Cualquier logro, en cualquier orden, trae consigo un empobrecimiento interior. Nos hace olvidar lo que somos, nos priva del suplicio de nuestros límites.
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Nunca me he tomado por un ser. Un no ciudadano, un marginado, un don nadie que solo existe por exceso, por la sobreabundancia de su nada.
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Haber naufragado en alguna parte entre el epigrama y el suspiro.
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El sufrimiento abre los ojos, ayuda a mirar cosas que de otra forma no hubiésemos percibido. Entonces, sólo es útil al conocimiento y, fuera de ahí, no sirve más que para envenenar la existencia. Lo cual, dicho sea de paso, favorece también el conocimiento.
«Ha sufrido, así pues, ha comprendido.» Es todo lo que se puede decir de una víctima de la enfermedad, de la injusticia o de cualquier variedad de infortunio. El sufrimiento no hace mejor a nadie (salvo a los que ya eran buenos), se olvida como se olvidan todas las cosas, no entra en el «patrimonio de la humanidad», ni se conserva de ninguna manera, sino que se pierde como se pierde todo. Una vez más, sólo sirve para abrir los ojos.
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El hombre ha dicho lo que tenía que decir. Ahora debería descansar. Pero no lo acepta, y aunque haya entrado en su fase de sobreviviente, se agita como si estuviese en el umbral de una carrera maravillosa.
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Gritar no tiene sentido más que en un universo creado. Si no hay creador, ¿qué sentido tiene llamar la atención sobre sí?
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«Llegando a la plaza de la Concordia, mi intención era destruirme» (G. de Nerval.)
Nada, en la literatura francesa, me ha obsesionado tanto.
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En todo, sólo cuentan el principio y el desenlace, el hacer y el deshacer. El camino hacia el ser y el camino fuera del ser, eso es la respiración, el aliento, mientras que el ser como tal no es más que una asfixia.
A medida que el tiempo pasa me convenzo de que mis primeros años fueron un paraíso. Pero me equivoco, sin duda. Si alguna vez hubo paraíso necesitaría buscarlo con anterioridad a todos mis años.
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Regla de oro: dejar una imagen incompleta de sí mismo...
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Mientras más hombre es el hombre, más realidad pierde: ese es el precio que debe pagar por su esencia distinta. Si llegara hasta el fin de su singularidad y se hiciera hombre de una manera total, absoluta, no habría nada en él que recordase ningún género de existencia.
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El mutismo ante los embates de la suerte, el descubrimiento, después de siglos de imploración atronadora, del cállate antiguo: he ahí a lo que deberíamos constreñirnos, he ahí nuestra lucha, si es que esa palabra es la apropiada cuando se trata de una derrota prevista y aceptada.
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Todo éxito es infamante: no se recupera uno nunca, a los propios ojos, se entiende.
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Los temores a la verdad sobre uno mismo están por encima de lo que uno puede soportar. Aquel que no se miente a sí mismo (si es que un ser así existe), ¡cómo hay que compadecerlo!
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No leeré más a los sabios. Me han hecho demasiado daño. Debí de haberme entregado a mis instintos, dejar expandirse mi locura. He hecho todo lo contrario, he adquirido la máscara de la razón, y la máscara ha terminado por suplantar al rostro y por usurpar todo lo demás.
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En mis momentos de megalomanía me digo que es imposible que mis diagnósticos sean erróneos, que sólo tengo que tener paciencia, que esperar hasta el fin, hasta el advenimiento del último hombre, del único ser capaz de darme la razón...
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La idea de que hubiera sido mejor no existir es una de las que mayor oposición encuentran. Incapaz de mirarse más que desde el interior, cada cual se cree necesario, indispensable, cada cual se siente y se percibe como una realidad absoluta, como un todo, como el todo. Desde el momento en que uno se identifica enteramente con su propio ser, uno reacciona como Dios, es Dios.
únicamente cuando se vive al mismo tiempo en el interior y al margen de sí mismo, se puede concebir, con toda serenidad, que hubiera sido preferible que el accidente que se es no hubiese ocurrido jamás.
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Si yo siguiera mi inclinación natural, haría estallar todo. Porque no tengo el valor de seguirla, en penitencia, intento embrutecerme en contacto con aquellos que han encontrado la paz.
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Un escritor no nos marca porque lo hayamos leído mucho, sino porque hemos pensado en él más de la cuenta. No he frecuentado especialmente a Baudelaire ni a Pascal, pero no he dejado de pensar en sus miserias que me han acompañado siempre con la misma fidelidad que las mías.
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En cada edad, signos más o menos claros nos advierten que hay que largarse. Dudamos, posponemos, persuadidos de que esos signos serán tan precisos en cuanto la vejez llegue, que dudar sería improcedente. Y son precisos, en efecto, pero entonces ya no tenemos suficiente vigor para realizar el único acto decente que un ser vivo puede llevar a cabo.