Capítulo IX
La plétora sexual y la muerte
La actividad reproductora considerada como forma de crecimiento
Tomado en su conjunto, el erotismo es una infracción a la regla de las prohibiciones: es una actividad humana. Ahora bien, aunque esa actividad comience allí donde acaba el animal, lo animal no es menos su fundamento. Y la humanidad, ante ese fundamento, aparta la cabeza con horror al mismo tiempo que lo mantiene como tal. Lo animal se mantiene incluso tanto en el erotismo que constantemente se lo relaciona con términos tales como animalidad o bestialidad. Si la transgresión de lo prohibido tomó el sentido de un retorno a la naturaleza —cuya expresión es lo animal—, fue por un abuso en los términos. Sea como fuere, la actividad a la cual se opone una prohibición es semejante a la de los animales. Siempre asociada al erotismo, la sexualidad física es al erotismo lo que el cerebro es al pensamiento. Es que, de manera muy parecida, la fisiología no deja de ser el fundamento objetivo del pensamiento. Si es que hemos de situar en la relatividad objetiva la experiencia interior que tenemos del erotismo, entonces debemos añadir a los datos que tenemos la función sexual del animal. Hasta deberíamos ponerla en primer lugar. En efecto, la función sexual del animal presenta unos aspectos que, tomados en consideración, nos facilitan el acceso al conocimiento de la experiencia interior.
Así pues, y para acceder a la experiencia interior que tenemos de él, vamos a hablar ahora de las condiciones físicas del erotismo.
En el plano de la realidad objetiva, la vida siempre moviliza, a no ser en caso de impotencia, un exceso de energía que debe consumir; y ese exceso se consume efectivamente, bien en el crecimiento de la unidad considerada, bien en una pérdida pura y simple.1 En este sentido, la sexualidad presenta un aspecto fundamentalmente ambiguo; y esto aunque una actividad sexual independiente de sus fines genésicos no sea menos, y ya desde el principio, una actividad de crecimiento. Las gónadas, consideradas en conjunto, aumentan de tamaño. Para darnos cuenta del movimiento del que se trata, hemos de basarnos en el más simple modo de reproducción, es decir, en la escisiparidad. En efecto, el organismo escisíparo crece como organismo único pero, una vez que ha crecido, llega un momento en que se transforma en dos. Sea por ejemplo el infusorio a que se transforma en a' + a"; el paso del primer estado al segundo no es independiente del crecimiento de a; y, a la vez, a' + a" representa, en relación con el estado más antiguo representado por a, el crecimiento de este último.
Lo que hay que observar entonces es que, aun siendo a' y a" distintos entre sí, ninguno de los dos es distinto de a. Algo de a subsiste en a', tanto como algo del mismo a subsiste en a". Volveré sobre el carácter desconcertante de un crecimiento que cuestiona la unidad del organismo que crece. Para empezar me referiré al hecho de que la reproducción no es más que una forma de crecimiento. Esto resulta así, de una manera general, por la multiplicación de los individuos, que es el resultado más claro de la actividad sexual. Pero el acrecentamiento de la especie a través de la reproducción sexuada es tan sólo un aspecto del acrecentamiento propio de la escisiparidad primitiva, como caso de reproducción asexuada. Como el conjunto de las células del organismo individual, las gónadas sexuales son, a su vez, escisíparas. En la base, toda unidad viva tiende al aumento. Si en su aumento alcanza un estado pletórico, puede dividirse; pero el crecimiento (la plétora) es la condición de la división que, en el mundo vivo, llamamos reproducción.
El crecimiento del conjunto y el don de los individuos
Objetivamente, si hacemos el amor, lo que está en juego es la reproducción.
Se trata pues, si me han seguido hasta aquí, de un crecimiento. Pero ese crecimiento no es el nuestro. Ni la actividad sexual ni la escisiparidad garantizan el crecimiento del mismo ser que se reproduce, tanto si se empareja como si, más simplemente, se divide. Lo que la reproducción pone en juego es el crecimiento impersonal.
La oposición fundamental, que afirmé ya desde el comienzo, entre la pérdida y el crecimiento es, pues, reductible, en un caso, a otra diferencia en la que el crecimiento impersonal, y no la pérdida pura y simple, se opone al crecimiento personal. El aspecto básico, egoísta, del crecimiento sólo se da si el individuo se acrecienta sin cambio. Si el crecimiento tiene lugar en provecho de un ser o de un conjunto que nos supera, ya no se trata de un crecimiento sino de un don. Para quien lo hace, el don es una pérdida en su haber. A quien da, le salen las cuentas, pero antes debe dar: debe renunciar, más o menos enteramente, a lo que, para el conjunto que lo recibe, tiene un sentido de acrecentamiento.
La muerte y la continuidad en la reproducción sexuada y en la asexuada
Debemos empezar considerando de cerca la situación abierta en la división.
En el interior del organismo asexuado a había continuidad.
Al aparecer a’ y a", la continuidad no fue suprimida de una vez por todas. No importa saber si desapareció hacia el comienzo o hacia el final de la crisis, pero sí que hubo un momento suspendido.
En ese momento, lo que aún no era a' estaba en continuidad con a", pero la plétora comprometía la continuidad. Es la plétora la que comienza un deslizamiento en el cual se divide el ser; pero ese ser se divide en el momento crítico del deslizamiento, en el momento en que esos seres, que más tarde se opondrán uno a otro, aún no se oponen. La crisis separadora nace de la plétora; la crisis separadora no es aún la separación misma, sino la ambigüedad. En la plétora, el ser pasa de la tranquilidad del reposo a un estado de violenta agitación; y esa turbulencia, esa agitación, afectan al ser enteramente, afectan a su continuidad. Pero la violencia de la agitación, que comienza en el seno de la continuidad, lleva consigo la violencia de la separación, de la que procede la discontinuidad. Y la calma retorna al fin una vez terminada la separación, de la que resultan dos seres distintos.
La plétora de la célula, que, en estas condiciones, lleva a la crisis creadora de uno, de dos seres nuevos, es rudimentaria en relación con la plétora de los órganos masculinos y femeninos que desemboca en la crisis de la reproducción sexuada.
Pero ambas crisis tienen en común aspectos esenciales. En ambos casos, lo que está en el origen es una sobreabundancia, el crecimiento que afecta al conjunto de los seres, tanto reproductores como reproducidos. Y el resultado es, al fin, la desaparición individual.
En efecto, si se confiere inmortalidad a las células que se dividen, es por equivocación. La célula a no sobrevive ni en a' ni en a"; a' es distinta de a, y es distinta de a". Positivamente, a, en la división, deja de ser; a desaparece; a muere. No deja rastro ni cadáver, pero muere. La plétora de la célula acaba en la muerte creadora, a la salida de la crisis en la que aparecieron las continuidades que son los nuevos seres (a' y a"); éstos, si bien en el origen son sólo uno, es para que esa unidad desaparezca en la división definitiva.
La significación de este último aspecto, común a ambos modos de reproducción, es de una importancia decisiva.
En ambos casos la continuidad global de los seres se revela en su límite. (Objetivamente, esa continuidad se da entre un ser y otro y entre cada ser y a la totalidad de los demás, sólo en los pasos de la reproducción.) Pero la muerte, que siempre suprime la discontinuidad individual, aparece cada vez que, profundamente, se revela la continuidad. La reproducción asexuada la hurta al mismo tiempo que la asume; en ella lo muerto desaparece en la muerte, y ésta es escamoteada. En este sentido, la reproducción asexuada es la verdad última de la muerte: la muerte anuncia la discontinuidad fundamental de los seres (y del ser). Sólo el ser discontinuo muere; la muerte revela la mentira de la discontinuidad.
La plétora sexual y la muerte
La actividad reproductora considerada como forma de crecimiento
Tomado en su conjunto, el erotismo es una infracción a la regla de las prohibiciones: es una actividad humana. Ahora bien, aunque esa actividad comience allí donde acaba el animal, lo animal no es menos su fundamento. Y la humanidad, ante ese fundamento, aparta la cabeza con horror al mismo tiempo que lo mantiene como tal. Lo animal se mantiene incluso tanto en el erotismo que constantemente se lo relaciona con términos tales como animalidad o bestialidad. Si la transgresión de lo prohibido tomó el sentido de un retorno a la naturaleza —cuya expresión es lo animal—, fue por un abuso en los términos. Sea como fuere, la actividad a la cual se opone una prohibición es semejante a la de los animales. Siempre asociada al erotismo, la sexualidad física es al erotismo lo que el cerebro es al pensamiento. Es que, de manera muy parecida, la fisiología no deja de ser el fundamento objetivo del pensamiento. Si es que hemos de situar en la relatividad objetiva la experiencia interior que tenemos del erotismo, entonces debemos añadir a los datos que tenemos la función sexual del animal. Hasta deberíamos ponerla en primer lugar. En efecto, la función sexual del animal presenta unos aspectos que, tomados en consideración, nos facilitan el acceso al conocimiento de la experiencia interior.
Así pues, y para acceder a la experiencia interior que tenemos de él, vamos a hablar ahora de las condiciones físicas del erotismo.
En el plano de la realidad objetiva, la vida siempre moviliza, a no ser en caso de impotencia, un exceso de energía que debe consumir; y ese exceso se consume efectivamente, bien en el crecimiento de la unidad considerada, bien en una pérdida pura y simple.1 En este sentido, la sexualidad presenta un aspecto fundamentalmente ambiguo; y esto aunque una actividad sexual independiente de sus fines genésicos no sea menos, y ya desde el principio, una actividad de crecimiento. Las gónadas, consideradas en conjunto, aumentan de tamaño. Para darnos cuenta del movimiento del que se trata, hemos de basarnos en el más simple modo de reproducción, es decir, en la escisiparidad. En efecto, el organismo escisíparo crece como organismo único pero, una vez que ha crecido, llega un momento en que se transforma en dos. Sea por ejemplo el infusorio a que se transforma en a' + a"; el paso del primer estado al segundo no es independiente del crecimiento de a; y, a la vez, a' + a" representa, en relación con el estado más antiguo representado por a, el crecimiento de este último.
Lo que hay que observar entonces es que, aun siendo a' y a" distintos entre sí, ninguno de los dos es distinto de a. Algo de a subsiste en a', tanto como algo del mismo a subsiste en a". Volveré sobre el carácter desconcertante de un crecimiento que cuestiona la unidad del organismo que crece. Para empezar me referiré al hecho de que la reproducción no es más que una forma de crecimiento. Esto resulta así, de una manera general, por la multiplicación de los individuos, que es el resultado más claro de la actividad sexual. Pero el acrecentamiento de la especie a través de la reproducción sexuada es tan sólo un aspecto del acrecentamiento propio de la escisiparidad primitiva, como caso de reproducción asexuada. Como el conjunto de las células del organismo individual, las gónadas sexuales son, a su vez, escisíparas. En la base, toda unidad viva tiende al aumento. Si en su aumento alcanza un estado pletórico, puede dividirse; pero el crecimiento (la plétora) es la condición de la división que, en el mundo vivo, llamamos reproducción.
Georges Bataille par Eli Lotar dans “Une partie de campagne”, de Jean Renoir, 1936
El crecimiento del conjunto y el don de los individuos
Objetivamente, si hacemos el amor, lo que está en juego es la reproducción.
Se trata pues, si me han seguido hasta aquí, de un crecimiento. Pero ese crecimiento no es el nuestro. Ni la actividad sexual ni la escisiparidad garantizan el crecimiento del mismo ser que se reproduce, tanto si se empareja como si, más simplemente, se divide. Lo que la reproducción pone en juego es el crecimiento impersonal.
La oposición fundamental, que afirmé ya desde el comienzo, entre la pérdida y el crecimiento es, pues, reductible, en un caso, a otra diferencia en la que el crecimiento impersonal, y no la pérdida pura y simple, se opone al crecimiento personal. El aspecto básico, egoísta, del crecimiento sólo se da si el individuo se acrecienta sin cambio. Si el crecimiento tiene lugar en provecho de un ser o de un conjunto que nos supera, ya no se trata de un crecimiento sino de un don. Para quien lo hace, el don es una pérdida en su haber. A quien da, le salen las cuentas, pero antes debe dar: debe renunciar, más o menos enteramente, a lo que, para el conjunto que lo recibe, tiene un sentido de acrecentamiento.
La muerte y la continuidad en la reproducción sexuada y en la asexuada
Debemos empezar considerando de cerca la situación abierta en la división.
En el interior del organismo asexuado a había continuidad.
Al aparecer a’ y a", la continuidad no fue suprimida de una vez por todas. No importa saber si desapareció hacia el comienzo o hacia el final de la crisis, pero sí que hubo un momento suspendido.
En ese momento, lo que aún no era a' estaba en continuidad con a", pero la plétora comprometía la continuidad. Es la plétora la que comienza un deslizamiento en el cual se divide el ser; pero ese ser se divide en el momento crítico del deslizamiento, en el momento en que esos seres, que más tarde se opondrán uno a otro, aún no se oponen. La crisis separadora nace de la plétora; la crisis separadora no es aún la separación misma, sino la ambigüedad. En la plétora, el ser pasa de la tranquilidad del reposo a un estado de violenta agitación; y esa turbulencia, esa agitación, afectan al ser enteramente, afectan a su continuidad. Pero la violencia de la agitación, que comienza en el seno de la continuidad, lleva consigo la violencia de la separación, de la que procede la discontinuidad. Y la calma retorna al fin una vez terminada la separación, de la que resultan dos seres distintos.
La plétora de la célula, que, en estas condiciones, lleva a la crisis creadora de uno, de dos seres nuevos, es rudimentaria en relación con la plétora de los órganos masculinos y femeninos que desemboca en la crisis de la reproducción sexuada.
Pero ambas crisis tienen en común aspectos esenciales. En ambos casos, lo que está en el origen es una sobreabundancia, el crecimiento que afecta al conjunto de los seres, tanto reproductores como reproducidos. Y el resultado es, al fin, la desaparición individual.
En efecto, si se confiere inmortalidad a las células que se dividen, es por equivocación. La célula a no sobrevive ni en a' ni en a"; a' es distinta de a, y es distinta de a". Positivamente, a, en la división, deja de ser; a desaparece; a muere. No deja rastro ni cadáver, pero muere. La plétora de la célula acaba en la muerte creadora, a la salida de la crisis en la que aparecieron las continuidades que son los nuevos seres (a' y a"); éstos, si bien en el origen son sólo uno, es para que esa unidad desaparezca en la división definitiva.
La significación de este último aspecto, común a ambos modos de reproducción, es de una importancia decisiva.
En ambos casos la continuidad global de los seres se revela en su límite. (Objetivamente, esa continuidad se da entre un ser y otro y entre cada ser y a la totalidad de los demás, sólo en los pasos de la reproducción.) Pero la muerte, que siempre suprime la discontinuidad individual, aparece cada vez que, profundamente, se revela la continuidad. La reproducción asexuada la hurta al mismo tiempo que la asume; en ella lo muerto desaparece en la muerte, y ésta es escamoteada. En este sentido, la reproducción asexuada es la verdad última de la muerte: la muerte anuncia la discontinuidad fundamental de los seres (y del ser). Sólo el ser discontinuo muere; la muerte revela la mentira de la discontinuidad.
Georges Bataille par Eli Lotar dans “Une partie de campagne”, de Jean Renoir, 1936
Retorno a la experiencia interior
En las formas de la reproducción sexuada, la discontinuidad de los seres es menos frágil. Después de muerto, el ser discontinuo no desaparece enteramente, deja un rastro que puede incluso durar infinitamente. Un esqueleto puede durar millones de años. En su culminación, el ser sexuado está tentado —incluso se supone que debe hacerlo—, de creer en la inmortalidad de un principio discontinuo que residiría en él. Contempla su «alma», su discontinuidad, como su verdad profunda, engañado como está por una supervivencia del ser corporal; pero ésta se reduce a la descomposición, aunque sea imperfecta, de los elementos que lo formaban. A partir de la perduración de las osamentas, hasta llegó a imaginar «la resurrección de la carne». Los huesos, «el día del juicio final», debían reunirse, y los cuerpos resucitados reconducir a las almas a su verdad primera. En esta hipertrofia de una condición exterior, lo que no se percibe es la continuidad, que no es menos fundamental en la reproducción sexuada. Las células genéticas se dividen y, entre una y otra, es posible captar objetivamente la unidad inicial. Básicamente, entre una división escisípara y otra, es siempre evidente la continuidad.
En el plano de la discontinuidad y de la continuidad de los seres, el único hecho nuevo que interviene en la reproducción sexuada es la fusión de los dos seres ínfimos, de las células que son los gametos masculinos y femeninos. Pero la fusión acaba revelando la continuidad fundamental; lo que en ella aparece es que la continuidad perdida puede ser recobrada. De la discontinuidad de los seres sexuados procede un mundo pesado, opaco, donde la separación individual está fundada en lo más horroroso; la angustia de la muerte y del dolor confirieron al muro de esa separación la solidez, la tristeza y la hostilidad de un muro carcelario. No obstante, en los límites de ese mundo triste, la continuidad extraviada se recobra en el caso privilegiado de la fecundación: la fecundación —la fusión— sería inconcebible si la discontinuidad aparente de los seres animados más simples no fuese una añagaza.
Sólo la discontinuidad de los seres complejos parece intangible de entrada. No podemos concebir sensatamente la reducción a la unidad o el desdoblamiento (el «cuestionamiento») de su discontinuidad. En los momentos de plétora en que los animales son presa de la fiebre sexual, entra en crisis su aislamiento. En esos momentos se supera el temor a la muerte y al dolor. En esos momentos adquiere bruscamente un nuevo vigor el sentimiento de continuidad relativa entre los animales de una misma especie; sentimiento que constantemente mantiene en un segundo plano, pero sin graves consecuencias, una contradicción de la ilusión discontinua. Cosa extraña, no lo es ordinariamente en condiciones de perfecta similitud entre individuos del mismo sexo; parece que en principio sólo una diferencia secundaria tenga poder suficiente para hacer que sea apreciable una identidad profunda que, a la larga, llegaba a ser indiferente. Del mismo modo, a veces sentimos más intensamente aquello que se nos escapa en el instante mismo de su desaparición. Aparentemente, la diferencia de sexos aviva, engañándolo, tornándolo penoso, ese vago sentimiento de continuidad que mantiene la similitud de especie. Después de este examen de los datos objetivos, resulta discutible aproximar la reacción de los animales a la experiencia interior del hombre. La manera científica de ver las cosas es simple: la reacción animal está determinada por unas realidades fisiológicas. A decir verdad, para su observador, la similitud de especie es una realidad fisiológica. La diferencia entre los sexos es otra realidad fisiológica. Pero la idea de una similitud que una diferencia torna más sensible se basa en una experiencia interior. Sólo puedo ahora, al pasar, subrayar este cambio de plano. Esto es característico de la presente obra. Creo que un estudio que tenga al hombre como objeto está condenado a esta clase de cambios en algunos momentos de su desarrollo. Ahora bien, un estudio que se quiera científico, reducirá la participación de la experiencia subjetiva; pero yo, por método, hago lo contrario y reduzco la participación del conocimiento objetivo. De hecho, si he dado por sentados los datos de la ciencia sobre la reproducción, ha sido con la intención de transponerlos luego. Ya lo sé; no puedo poseer la experiencia interior de los animales, y menos aún la de los animales microscópicos. Tampoco puedo conjeturarla. Pero los animales microscópicos tienen, como los animales complejos, una experiencia de su interior: no puedo hacer depender de la complejidad, o de la humanidad, el paso de la existencia en sí a una existencia para sí. Confiero incluso a la partícula inerte, por encima del animal microscópico, esa existencia para sí que prefiero denominar experiencia de dentro, experiencia interior, y para la cual jamás se hallan términos verdaderamente satisfactorios que la designen. De la experiencia interior que no puedo tener, ni tampoco representarme hipotéticamente, no puedo sin embargo ignorar que, por definición, fundamentalmente, implica un sentimiento de sí. Ese sentimiento elemental no es la conciencia de sí. La conciencia de sí es consecutiva a la conciencia de los objetos, que sólo se da distintamente en la humanidad. Pero el sentimiento de sí varía necesariamente en la medida en que quien lo experimenta se aísla en su discontinuidad. Ese aislamiento es más o menos grande en función de las facilidades ofrecidas a la discontinuidad objetiva, y en razón inversa a las posibilidades ofrecidas a la continuidad. Se trata de la firmeza, de la estabilidad de un límite concebible, pero el sentimiento de sí varía según el grado del aislamiento. La actividad sexual es un momento de crisis del aislamiento. Esa actividad es conocida por nosotros desde fuera, pero sabemos que debilita el sentimiento de sí, que lo cuestiona. Hablamos de crisis: se trata del efecto interior de un acontecimiento objetivamente conocido. Aun conocida objetivamente, la crisis no introduce menos por ello un dato interior fundamental.
Los datos objetivos propios de la reproducción sexuada en general
El fundamento objetivo de la crisis es la plétora. En la esfera de los seres asexuados, este aspecto aparece ya desde el primer momento. Hay crecimiento; y el crecimiento determina la reproducción; lo cual implica, en consecuencia, la división; y ésta a su vez determina la muerte del individuo pletórico. Ahora bien, en la esfera de los seres sexuados, este aspecto resulta menos claro. Pero no por eso la sobreabundancia de energía deja de constituir la base sobre la cual se ponen en actividad los órganos sexuales. Y, tal como sucede con los seres más simples, esta sobreabundancia impone la muerte.
Pero no la impone directamente. Por regla general, el individuo sexuado sobrevive bien a la sobreabundancia, y también a los excesos a los que le conduce la sobreabundancia. Sólo en muy raros casos, la muerte es la salida de la crisis; y la significación de esos casos es, hay que decirlo, sorprendente. Resulta tan impresionante para nuestra imaginación que el decaimiento consecutivo al paroxismo final es considerado una «muerte-cita». La muerte es siempre, humanamente, el símbolo de la retirada de las aguas posterior a la violencia de la agitación. Pero si es su símbolo no lo es a partir de la figuración de una equivalencia lejana. No debemos olvidar nunca que la multiplicación de los seres es solidaria con la muerte. Quienes se reproducen sobreviven al nacimiento de los engendrados, pero esa supervivencia es sólo una prórroga. Se otorga un plazo, que en parte se dedica a la asistencia efectiva que hay que dar a los recién llegados; pero la aparición de esos recién llegados es el anuncio de una desaparición de los predecesores. Si bien la reproducción de los seres sexuados no comporta una muerte inmediata, sí comporta una muerte a largo plazo.
La consecuencia inevitable de la sobreabundancia es la muerte; y sólo un estancamiento sostiene el mantenimiento de la discontinuidad de los seres (los mantiene aislados). Esta discontinuidad es un desafío al movimiento que fatalmente derribará las barreras que separan a los individuos, distintos entre sí. La vida, su impulso y su movimiento, puede exigir por un instante las barreras sin las cuales no sería posible ninguna organización compleja, ninguna organización eficaz. Pero la vida es movimiento, y nada en el movimiento está fuera del alcance del movimiento. Los seres asexuados mueren de su propio desarrollo, de su propio movimiento. Los seres sexuados, a su propio impulso hacia la sobreabundancia —como a la agitación general— sólo le oponen una efímera resistencia. Es cierto que en ocasiones sólo sucumben al debilitamiento de sus propias fuerzas, a la ruina de su organización. Sobre esto no podemos engañarnos. Sólo la muerte innumerable saca a los seres que se multiplican del callejón sin salida en el que están. Pensar un mundo en el que una organización artificial garantizase la prolongación de la vida humana, es algo de pesadilla. No podemos entrever nada que vaya más allá de un ligero aplazamiento. Al final la muerte estará ahí; la habrá traído la multiplicación, la sobreabundancia de la vida.
La proximidad de los dos aspectos elementales vistos desde dentro y desde fuera
Estos aspectos de la vida en los que la reproducción está ligada a la muerte, poseen un innegable carácter objetivo; pero, como dije, hasta la vida elemental de un ser es ciertamente una experiencia interior. Incluso podemos hablar de esta experiencia rudimentaria, siempre y cuando admitamos que no nos es comunicable. Es la crisis del ser: el ser tiene la experiencia interior del ser en la crisis que lo pone a prueba. La crisis del ser es su entrada en el juego, en un pasaje que va de la continuidad a la discontinuidad, o de la discontinuidad a la continuidad. El ser más simple tiene, admitámoslo, un sentimiento de sí mismo y de sus límites. Si esos límites cambian, ese sentimiento fundamental le afecta; esa afección es la crisis del ser que tiene sentimiento de sí.
De la reproducción sexuada, he dicho que sus aspectos objetivos eran a fin de cuentas los mismos que en la división escisípara. Y cuando nos ocupamos de la experiencia humana que tenemos de esa reproducción en el erotismo, aparentemente nos alejamos de esos aspectos objetivos fundamentales. En particular, en el erotismo, nuestro sentimiento de plétora no está ligado a la conciencia del engendramiento. Incluso, en principio, cuanto más pleno es el goce erótico, menos nos preocupamos por los hijos que pueden resultar de él. De otro lado, la tristeza consecutiva al espasmo final puede proporcionarnos una sensación anticipada de la muerte; y se da el caso de que la muerte y su angustia están en las antípodas del placer. Si el acercamiento entre los aspectos objetivos de la reproducción y los de la experiencia interior que se produce en el erotismo es posible, es porque se apoya en algo distinto. Hay un elemento fundamental: el hecho objetivo de la reproducción hace intervenir en el ámbito de la interioridad el sentimiento de sí, el sentimiento del ser y el de los límites del ser aislado. Puesto que funda sus límites, pone en juego la discontinuidad a la cual se vincula necesariamente el sentimiento de sí; éste, aun siendo vago, es el sentimiento de un ser discontinuo. Pero la discontinuidad nunca es perfecta. En particular, en la sexualidad, el sentimiento de los otros, más allá del sentimiento de sí, introduce entre dos o más una continuidad posible, opuesta a la discontinuidad primera. En la sexualidad, los otros ofrecen continuamente una posibilidad de continuidad, amenazan sin cesar, proponen todo el tiempo un desgarrón en la vestimenta sin costuras de la discontinuidad individual. A través de las vicisitudes de la vida animal, los otros, los semejantes, aparecen donde menos se los espera; forman un fondo de figuras neutras, elemental sin duda, pero sobre el cual se produce, en el tiempo de la actividad sexual, un cambio crítico. En ese momento, el otro no aparece aún positivamente, sino vinculado negativamente, con la turbia violencia de la plétora. Cada ser contribuye a la negación que el otro hace de sí mismo; pero esa negación no conduce de ningún modo al reconocimiento del partenaire. Al parecer, en el acercamiento, lo que juega es menos la similitud que la plétora del otro. La violencia de uno se propone ante la violencia del otro; se trata, en ambos lados, de un movimiento interno que obliga a estar fuera de sí, es decir, fuera de la discontinuidad individual. El encuentro, cuando tiene lugar, se produce entre dos seres que, lentamente en la hembra y a veces de manera fulminante en el macho, son proyectados fuera de sí por la plétora sexual. En el momento de la cópula, la pareja animal no está formada por dos seres discontinuos que se acercan y se unen a través de una corriente momentánea de continuidad; propiamente hablando no existe la unión: dos individuos que están bajo el imperio de la violencia, que están asociados por los reflejos ordenados de la conexión sexual, comparten un estado de crisis en el que, tanto el uno como el otro, están fuera de sí. Ambos seres están, al mismo tiempo, abiertos a la continuidad. Pero en las vagas conciencias nada de ello subsiste; tras la crisis, la discontinuidad de cada uno de ambos seres está intacta. Es, al mismo tiempo, la crisis más intensa y la más insignificante.
Los elementos fundamentales de la experiencia interior del erotismo
En este desarrollo sobre la experiencia animal de la sexualidad me he alejado de los datos objetivos de la reproducción sexuada, que un poco más arriba di por sentados. He intentado describir, a partir de unos pocos datos extraídos de la vida de los seres ínfimos, un camino que conduce a través de la experiencia interior animal. Me guiaba nuestra experiencia interior humana y la conciencia que tengo necesariamente de lo que le falta a la experiencia animal. La verdad es que apenas me he apartado de lo que la necesidad de examinar lo fundamental permite proponer. Por otra parte, una singular evidencia sostiene mis afirmaciones.
Pero si he hecho un examen de los datos objetivos referidos a la reproducción sexuada, no ha sido para no volver más sobre el tema.
Cuando se trata del erotismo, siempre volvemos a encontrarnos con lo que habíamos dejado.
Cuando se trata de la vida del hombre, la experiencia interior está a nuestro mismo nivel. Los elementos exteriores que discernimos en la vida del hombre se reducen finalmente a su interioridad. Lo que, en mi opinión, da a los pasajes eróticos de discontinuidad a continuidad el carácter que tienen, tiene que ver con el conocimiento de la muerte. Es que ya desde el comienzo, en el espíritu del hombre, se vincula la ruptura de la discontinuidad —y el deslizamiento subsiguiente hacia una continuidad posible— con la muerte. Estos elementos, los discernimos desde fuera; pero si de entrada no los experimentásemos dentro, su significación se nos escaparía. Por otra parte, hay un salto entre un dato objetivo que nos representa la necesidad de la muerte ligada a la sobreabundancia, y ese trastorno vertiginoso que introduce en el hombre el conocimiento interior de la muerte. Esa perturbación, vinculada a la plétora de la actividad sexual, implica una profunda flaqueza. ¿Cómo, si desde fuera no percibiese una identidad, habría reconocido, en la experiencia paradójica de la plétora y la extinción vinculada a ella, el juego del ser que supera, en la muerte, la discontinuidad individual —para siempre provisional— de la vida?
Lo que ya de entrada es perceptible en el erotismo es cómo vacila, a causa de un desorden pletórico, el expresivo orden de una realidad parsimoniosa y cerrada. La sexualidad del animal hace intervenir ese mismo desorden pletórico, pero sin oponerle ninguna resistencia ni barrera. El desorden animal se sumerge libremente en una violencia indefinida. La ruptura se consuma, una oleada tumultuosa se pierde y luego la soledad del ser discontinuo vuelve a cerrarse. La única modificación de la discontinuidad individual de la que es susceptible el animal es la muerte. El animal muere y, de no ser así, pasado el desorden, la discontinuidad permanece intacta. En la vida humana, al contrario, la violencia sexual abre una herida. Pocas veces esa herida vuelve a cerrarse por sí misma; y es menester cerrarla. Incluso sin una atención constante, fundamentada por la angustia, no puede permanecer cerrada. La angustia elemental vinculada al desorden de la sexualidad es significativa de la muerte. La violencia de ese desorden, cuando el ser que la experimenta tiene conocimiento de la muerte, vuelve a abrir en él el abismo que la muerte le reveló. La asociación de la violencia de la muerte con la violencia sexual tiene ese doble sentido. De un lado, la convulsión de la carne es tanto más precipitada cuanto más próxima está del desfallecimiento; y, de otro lado, el desfallecimiento, con la condición de que deje tiempo para ello, favorece la voluptuosidad. La angustia mortal no inclina necesariamente a la voluptuosidad, pero la voluptuosidad, en la angustia mortal, es más profunda.
La actividad erótica no siempre posee abiertamente ese aspecto nefasto, no siempre es esa resquebrajadura; pero, profundamente, secretamente, siendo como es la resquebrajadura lo propio de la sensualidad humana, ella es lo que impulsa al placer. Lo mismo que, cuando nos percatamos de la muerte, nos quita el aliento, de alguna manera, en el momento supremo, debe cortarnos la respiración.
El principio mismo del erotismo aparece de entrada en el punto opuesto a ese horror paradójico. Ese principio está en la plétora de los órganos genitales. En el origen de la crisis lo que hay es un movimiento animal en nosotros. Pero el trance de los órganos no es libre. No puede tener curso sin el acuerdo de la voluntad. El trance de los órganos descompone un ordenamiento, un sistema en el cual se apoyan la eficiencia y el prestigio. El ser en verdad se divide, su unidad se quiebra, y ya desde el primer instante de la crisis sexual. En ese momento, la vida pletórica de la carne topa con la resistencia del espíritu. Ni el acuerdo aparente basta; la convulsión de la carne, más allá del consentimiento, exige silencio, pide la ausencia del espíritu. El impulso carnal es singularmente extraño a la vida humana; se desencadena fuera de ella, con la condición de que calle, con la condición de que se ausente. Quien se abandona a ese impulso ya no es humano; ese impulso es, al modo del animal, una ciega violencia que se reduce al desencadenamiento, que goza de ser ciego y de haber olvidado. A la libertad de esta violencia, que conocemos menos por una información dada desde dentro que por una experiencia interior y directa de su carácter inconciliable con nuestra humanidad fundamental, se le opone una prohibición vaga y genérica. Esa prohibición general no ha sido formulada. En el marco de las conveniencias, sólo se hacen evidentes algunos aspectos aleatorios, variables en función de situaciones y de personas; y eso sin hablar de épocas y regiones. Lo que dice la teología cristiana del pecado de la carne representa, tanto por una impotencia de la prohibición enunciada como por la exageración de los comentarios multiplicados (pienso en la Inglaterra de la época victoriana), la incertidumbre, la inconsistencia y, a la vez, la violencia que responde a la violencia, así como reacciones de rechazo. Solo la experiencia de los estados en los que banalmente nos encontramos activos sexualmente, y la de su discordancia respecto de los comportamientos socialmente admitidos, nos pone en disposición de reconocer un aspecto inhumano de esa actividad. La plétora de los órganos exige ese desencadenamiento de unos mecanismos extraños al ordenamiento habitual de las conductas humanas. La sangre produciendo hinchazón descompone el equilibrio sobre el que se fundaba la vida. Bruscamente, un ser es presa de la furia. Esa furia nos es familiar, pero imaginamos fácilmente la sorpresa de quien no tuviese ningún conocimiento de ella y que, por una maquinación, descubriese sin ser visto los transportes amorosos de una mujer que anteriormente le habría impresionado por su distinción. Vería en ello una enfermedad, algo análogo a la rabia canina. Como si una perra rabiosa hubiese suplantado la personalidad de aquella que recibía a sus visitantes con tanta dignidad... Hasta es demasiado poco hablar de enfermedad. Durante esos momentos, la personalidad está muerta; y su muerte, en esos momentos, deja lugar a la perra, que se aprovecha del silencio, de la ausencia de la muerta. La perra goza, y lo hace gritando, de ese silencio y de esa ausencia. El retorno de la personalidad la congelaría, pondría fin a la voluptuosidad en la que anda perdida. El desencadenamiento no siempre tiene la violencia que doy a entender en lo que aquí presento. Pero no es por ello menos significativo de una oposición primera.
Al comienzo es un impulso natural, pero ese impulso no puede darse libre curso sin romper una barrera. Hasta tal punto que, en el espíritu, el curso natural y la barrera derribada se confunden. El curso natural significa la barrera derribada. La barrera derribada significa el curso natural. La barrera derribada no es la muerte. Pero del mismo modo que la violencia de la muerte derriba entera y definitivamente el edificio de la vida, la violencia sexual derriba en un punto, durante un tiempo, la estructura de ese edificio. La teología cristiana, en efecto, asimila la ruina moral consecutiva al pecado de la carne con la muerte. Existe una ruptura menor, ligada necesariamente al momento de la voluptuosidad, que es evocadora de la muerte; en contrapartida, la evocación de la muerte puede participar en el arranque de los espasmos voluptuosos. Generalmente se reduce al sentimiento de una transgresión que pone en peligro la estabilidad general y la conservación de la vida, sin la cual, por lo demás, sería imposible un desencadenamiento libre. Pero, de hecho, la transgresión no es solamente necesaria para esa libertad. Se da el caso de que, sin la evidencia de una transgresión, ya no experimentamos ese sentimiento de libertad que exige la plenitud del goce sexual. De tal manera que, a veces, al espíritu hastiado le es necesaria una situación escabrosa para acceder al reflejo del goce final (o, si no la situación misma, su representación buscada durante la cópula, como soñando despierto). Esta situación no siempre es terrorífica: muchas mujeres no pueden gozar sin contarse una historia en la que son violadas. Ahora bien, en el fondo de la ruptura significativa yace una violencia ilimitada.2
En las formas de la reproducción sexuada, la discontinuidad de los seres es menos frágil. Después de muerto, el ser discontinuo no desaparece enteramente, deja un rastro que puede incluso durar infinitamente. Un esqueleto puede durar millones de años. En su culminación, el ser sexuado está tentado —incluso se supone que debe hacerlo—, de creer en la inmortalidad de un principio discontinuo que residiría en él. Contempla su «alma», su discontinuidad, como su verdad profunda, engañado como está por una supervivencia del ser corporal; pero ésta se reduce a la descomposición, aunque sea imperfecta, de los elementos que lo formaban. A partir de la perduración de las osamentas, hasta llegó a imaginar «la resurrección de la carne». Los huesos, «el día del juicio final», debían reunirse, y los cuerpos resucitados reconducir a las almas a su verdad primera. En esta hipertrofia de una condición exterior, lo que no se percibe es la continuidad, que no es menos fundamental en la reproducción sexuada. Las células genéticas se dividen y, entre una y otra, es posible captar objetivamente la unidad inicial. Básicamente, entre una división escisípara y otra, es siempre evidente la continuidad.
En el plano de la discontinuidad y de la continuidad de los seres, el único hecho nuevo que interviene en la reproducción sexuada es la fusión de los dos seres ínfimos, de las células que son los gametos masculinos y femeninos. Pero la fusión acaba revelando la continuidad fundamental; lo que en ella aparece es que la continuidad perdida puede ser recobrada. De la discontinuidad de los seres sexuados procede un mundo pesado, opaco, donde la separación individual está fundada en lo más horroroso; la angustia de la muerte y del dolor confirieron al muro de esa separación la solidez, la tristeza y la hostilidad de un muro carcelario. No obstante, en los límites de ese mundo triste, la continuidad extraviada se recobra en el caso privilegiado de la fecundación: la fecundación —la fusión— sería inconcebible si la discontinuidad aparente de los seres animados más simples no fuese una añagaza.
Sólo la discontinuidad de los seres complejos parece intangible de entrada. No podemos concebir sensatamente la reducción a la unidad o el desdoblamiento (el «cuestionamiento») de su discontinuidad. En los momentos de plétora en que los animales son presa de la fiebre sexual, entra en crisis su aislamiento. En esos momentos se supera el temor a la muerte y al dolor. En esos momentos adquiere bruscamente un nuevo vigor el sentimiento de continuidad relativa entre los animales de una misma especie; sentimiento que constantemente mantiene en un segundo plano, pero sin graves consecuencias, una contradicción de la ilusión discontinua. Cosa extraña, no lo es ordinariamente en condiciones de perfecta similitud entre individuos del mismo sexo; parece que en principio sólo una diferencia secundaria tenga poder suficiente para hacer que sea apreciable una identidad profunda que, a la larga, llegaba a ser indiferente. Del mismo modo, a veces sentimos más intensamente aquello que se nos escapa en el instante mismo de su desaparición. Aparentemente, la diferencia de sexos aviva, engañándolo, tornándolo penoso, ese vago sentimiento de continuidad que mantiene la similitud de especie. Después de este examen de los datos objetivos, resulta discutible aproximar la reacción de los animales a la experiencia interior del hombre. La manera científica de ver las cosas es simple: la reacción animal está determinada por unas realidades fisiológicas. A decir verdad, para su observador, la similitud de especie es una realidad fisiológica. La diferencia entre los sexos es otra realidad fisiológica. Pero la idea de una similitud que una diferencia torna más sensible se basa en una experiencia interior. Sólo puedo ahora, al pasar, subrayar este cambio de plano. Esto es característico de la presente obra. Creo que un estudio que tenga al hombre como objeto está condenado a esta clase de cambios en algunos momentos de su desarrollo. Ahora bien, un estudio que se quiera científico, reducirá la participación de la experiencia subjetiva; pero yo, por método, hago lo contrario y reduzco la participación del conocimiento objetivo. De hecho, si he dado por sentados los datos de la ciencia sobre la reproducción, ha sido con la intención de transponerlos luego. Ya lo sé; no puedo poseer la experiencia interior de los animales, y menos aún la de los animales microscópicos. Tampoco puedo conjeturarla. Pero los animales microscópicos tienen, como los animales complejos, una experiencia de su interior: no puedo hacer depender de la complejidad, o de la humanidad, el paso de la existencia en sí a una existencia para sí. Confiero incluso a la partícula inerte, por encima del animal microscópico, esa existencia para sí que prefiero denominar experiencia de dentro, experiencia interior, y para la cual jamás se hallan términos verdaderamente satisfactorios que la designen. De la experiencia interior que no puedo tener, ni tampoco representarme hipotéticamente, no puedo sin embargo ignorar que, por definición, fundamentalmente, implica un sentimiento de sí. Ese sentimiento elemental no es la conciencia de sí. La conciencia de sí es consecutiva a la conciencia de los objetos, que sólo se da distintamente en la humanidad. Pero el sentimiento de sí varía necesariamente en la medida en que quien lo experimenta se aísla en su discontinuidad. Ese aislamiento es más o menos grande en función de las facilidades ofrecidas a la discontinuidad objetiva, y en razón inversa a las posibilidades ofrecidas a la continuidad. Se trata de la firmeza, de la estabilidad de un límite concebible, pero el sentimiento de sí varía según el grado del aislamiento. La actividad sexual es un momento de crisis del aislamiento. Esa actividad es conocida por nosotros desde fuera, pero sabemos que debilita el sentimiento de sí, que lo cuestiona. Hablamos de crisis: se trata del efecto interior de un acontecimiento objetivamente conocido. Aun conocida objetivamente, la crisis no introduce menos por ello un dato interior fundamental.
GB en Lascaux
Los datos objetivos propios de la reproducción sexuada en general
El fundamento objetivo de la crisis es la plétora. En la esfera de los seres asexuados, este aspecto aparece ya desde el primer momento. Hay crecimiento; y el crecimiento determina la reproducción; lo cual implica, en consecuencia, la división; y ésta a su vez determina la muerte del individuo pletórico. Ahora bien, en la esfera de los seres sexuados, este aspecto resulta menos claro. Pero no por eso la sobreabundancia de energía deja de constituir la base sobre la cual se ponen en actividad los órganos sexuales. Y, tal como sucede con los seres más simples, esta sobreabundancia impone la muerte.
Pero no la impone directamente. Por regla general, el individuo sexuado sobrevive bien a la sobreabundancia, y también a los excesos a los que le conduce la sobreabundancia. Sólo en muy raros casos, la muerte es la salida de la crisis; y la significación de esos casos es, hay que decirlo, sorprendente. Resulta tan impresionante para nuestra imaginación que el decaimiento consecutivo al paroxismo final es considerado una «muerte-cita». La muerte es siempre, humanamente, el símbolo de la retirada de las aguas posterior a la violencia de la agitación. Pero si es su símbolo no lo es a partir de la figuración de una equivalencia lejana. No debemos olvidar nunca que la multiplicación de los seres es solidaria con la muerte. Quienes se reproducen sobreviven al nacimiento de los engendrados, pero esa supervivencia es sólo una prórroga. Se otorga un plazo, que en parte se dedica a la asistencia efectiva que hay que dar a los recién llegados; pero la aparición de esos recién llegados es el anuncio de una desaparición de los predecesores. Si bien la reproducción de los seres sexuados no comporta una muerte inmediata, sí comporta una muerte a largo plazo.
La consecuencia inevitable de la sobreabundancia es la muerte; y sólo un estancamiento sostiene el mantenimiento de la discontinuidad de los seres (los mantiene aislados). Esta discontinuidad es un desafío al movimiento que fatalmente derribará las barreras que separan a los individuos, distintos entre sí. La vida, su impulso y su movimiento, puede exigir por un instante las barreras sin las cuales no sería posible ninguna organización compleja, ninguna organización eficaz. Pero la vida es movimiento, y nada en el movimiento está fuera del alcance del movimiento. Los seres asexuados mueren de su propio desarrollo, de su propio movimiento. Los seres sexuados, a su propio impulso hacia la sobreabundancia —como a la agitación general— sólo le oponen una efímera resistencia. Es cierto que en ocasiones sólo sucumben al debilitamiento de sus propias fuerzas, a la ruina de su organización. Sobre esto no podemos engañarnos. Sólo la muerte innumerable saca a los seres que se multiplican del callejón sin salida en el que están. Pensar un mundo en el que una organización artificial garantizase la prolongación de la vida humana, es algo de pesadilla. No podemos entrever nada que vaya más allá de un ligero aplazamiento. Al final la muerte estará ahí; la habrá traído la multiplicación, la sobreabundancia de la vida.
La proximidad de los dos aspectos elementales vistos desde dentro y desde fuera
Estos aspectos de la vida en los que la reproducción está ligada a la muerte, poseen un innegable carácter objetivo; pero, como dije, hasta la vida elemental de un ser es ciertamente una experiencia interior. Incluso podemos hablar de esta experiencia rudimentaria, siempre y cuando admitamos que no nos es comunicable. Es la crisis del ser: el ser tiene la experiencia interior del ser en la crisis que lo pone a prueba. La crisis del ser es su entrada en el juego, en un pasaje que va de la continuidad a la discontinuidad, o de la discontinuidad a la continuidad. El ser más simple tiene, admitámoslo, un sentimiento de sí mismo y de sus límites. Si esos límites cambian, ese sentimiento fundamental le afecta; esa afección es la crisis del ser que tiene sentimiento de sí.
De la reproducción sexuada, he dicho que sus aspectos objetivos eran a fin de cuentas los mismos que en la división escisípara. Y cuando nos ocupamos de la experiencia humana que tenemos de esa reproducción en el erotismo, aparentemente nos alejamos de esos aspectos objetivos fundamentales. En particular, en el erotismo, nuestro sentimiento de plétora no está ligado a la conciencia del engendramiento. Incluso, en principio, cuanto más pleno es el goce erótico, menos nos preocupamos por los hijos que pueden resultar de él. De otro lado, la tristeza consecutiva al espasmo final puede proporcionarnos una sensación anticipada de la muerte; y se da el caso de que la muerte y su angustia están en las antípodas del placer. Si el acercamiento entre los aspectos objetivos de la reproducción y los de la experiencia interior que se produce en el erotismo es posible, es porque se apoya en algo distinto. Hay un elemento fundamental: el hecho objetivo de la reproducción hace intervenir en el ámbito de la interioridad el sentimiento de sí, el sentimiento del ser y el de los límites del ser aislado. Puesto que funda sus límites, pone en juego la discontinuidad a la cual se vincula necesariamente el sentimiento de sí; éste, aun siendo vago, es el sentimiento de un ser discontinuo. Pero la discontinuidad nunca es perfecta. En particular, en la sexualidad, el sentimiento de los otros, más allá del sentimiento de sí, introduce entre dos o más una continuidad posible, opuesta a la discontinuidad primera. En la sexualidad, los otros ofrecen continuamente una posibilidad de continuidad, amenazan sin cesar, proponen todo el tiempo un desgarrón en la vestimenta sin costuras de la discontinuidad individual. A través de las vicisitudes de la vida animal, los otros, los semejantes, aparecen donde menos se los espera; forman un fondo de figuras neutras, elemental sin duda, pero sobre el cual se produce, en el tiempo de la actividad sexual, un cambio crítico. En ese momento, el otro no aparece aún positivamente, sino vinculado negativamente, con la turbia violencia de la plétora. Cada ser contribuye a la negación que el otro hace de sí mismo; pero esa negación no conduce de ningún modo al reconocimiento del partenaire. Al parecer, en el acercamiento, lo que juega es menos la similitud que la plétora del otro. La violencia de uno se propone ante la violencia del otro; se trata, en ambos lados, de un movimiento interno que obliga a estar fuera de sí, es decir, fuera de la discontinuidad individual. El encuentro, cuando tiene lugar, se produce entre dos seres que, lentamente en la hembra y a veces de manera fulminante en el macho, son proyectados fuera de sí por la plétora sexual. En el momento de la cópula, la pareja animal no está formada por dos seres discontinuos que se acercan y se unen a través de una corriente momentánea de continuidad; propiamente hablando no existe la unión: dos individuos que están bajo el imperio de la violencia, que están asociados por los reflejos ordenados de la conexión sexual, comparten un estado de crisis en el que, tanto el uno como el otro, están fuera de sí. Ambos seres están, al mismo tiempo, abiertos a la continuidad. Pero en las vagas conciencias nada de ello subsiste; tras la crisis, la discontinuidad de cada uno de ambos seres está intacta. Es, al mismo tiempo, la crisis más intensa y la más insignificante.
Los elementos fundamentales de la experiencia interior del erotismo
En este desarrollo sobre la experiencia animal de la sexualidad me he alejado de los datos objetivos de la reproducción sexuada, que un poco más arriba di por sentados. He intentado describir, a partir de unos pocos datos extraídos de la vida de los seres ínfimos, un camino que conduce a través de la experiencia interior animal. Me guiaba nuestra experiencia interior humana y la conciencia que tengo necesariamente de lo que le falta a la experiencia animal. La verdad es que apenas me he apartado de lo que la necesidad de examinar lo fundamental permite proponer. Por otra parte, una singular evidencia sostiene mis afirmaciones.
Pero si he hecho un examen de los datos objetivos referidos a la reproducción sexuada, no ha sido para no volver más sobre el tema.
Cuando se trata del erotismo, siempre volvemos a encontrarnos con lo que habíamos dejado.
Cuando se trata de la vida del hombre, la experiencia interior está a nuestro mismo nivel. Los elementos exteriores que discernimos en la vida del hombre se reducen finalmente a su interioridad. Lo que, en mi opinión, da a los pasajes eróticos de discontinuidad a continuidad el carácter que tienen, tiene que ver con el conocimiento de la muerte. Es que ya desde el comienzo, en el espíritu del hombre, se vincula la ruptura de la discontinuidad —y el deslizamiento subsiguiente hacia una continuidad posible— con la muerte. Estos elementos, los discernimos desde fuera; pero si de entrada no los experimentásemos dentro, su significación se nos escaparía. Por otra parte, hay un salto entre un dato objetivo que nos representa la necesidad de la muerte ligada a la sobreabundancia, y ese trastorno vertiginoso que introduce en el hombre el conocimiento interior de la muerte. Esa perturbación, vinculada a la plétora de la actividad sexual, implica una profunda flaqueza. ¿Cómo, si desde fuera no percibiese una identidad, habría reconocido, en la experiencia paradójica de la plétora y la extinción vinculada a ella, el juego del ser que supera, en la muerte, la discontinuidad individual —para siempre provisional— de la vida?
Lo que ya de entrada es perceptible en el erotismo es cómo vacila, a causa de un desorden pletórico, el expresivo orden de una realidad parsimoniosa y cerrada. La sexualidad del animal hace intervenir ese mismo desorden pletórico, pero sin oponerle ninguna resistencia ni barrera. El desorden animal se sumerge libremente en una violencia indefinida. La ruptura se consuma, una oleada tumultuosa se pierde y luego la soledad del ser discontinuo vuelve a cerrarse. La única modificación de la discontinuidad individual de la que es susceptible el animal es la muerte. El animal muere y, de no ser así, pasado el desorden, la discontinuidad permanece intacta. En la vida humana, al contrario, la violencia sexual abre una herida. Pocas veces esa herida vuelve a cerrarse por sí misma; y es menester cerrarla. Incluso sin una atención constante, fundamentada por la angustia, no puede permanecer cerrada. La angustia elemental vinculada al desorden de la sexualidad es significativa de la muerte. La violencia de ese desorden, cuando el ser que la experimenta tiene conocimiento de la muerte, vuelve a abrir en él el abismo que la muerte le reveló. La asociación de la violencia de la muerte con la violencia sexual tiene ese doble sentido. De un lado, la convulsión de la carne es tanto más precipitada cuanto más próxima está del desfallecimiento; y, de otro lado, el desfallecimiento, con la condición de que deje tiempo para ello, favorece la voluptuosidad. La angustia mortal no inclina necesariamente a la voluptuosidad, pero la voluptuosidad, en la angustia mortal, es más profunda.
La actividad erótica no siempre posee abiertamente ese aspecto nefasto, no siempre es esa resquebrajadura; pero, profundamente, secretamente, siendo como es la resquebrajadura lo propio de la sensualidad humana, ella es lo que impulsa al placer. Lo mismo que, cuando nos percatamos de la muerte, nos quita el aliento, de alguna manera, en el momento supremo, debe cortarnos la respiración.
El principio mismo del erotismo aparece de entrada en el punto opuesto a ese horror paradójico. Ese principio está en la plétora de los órganos genitales. En el origen de la crisis lo que hay es un movimiento animal en nosotros. Pero el trance de los órganos no es libre. No puede tener curso sin el acuerdo de la voluntad. El trance de los órganos descompone un ordenamiento, un sistema en el cual se apoyan la eficiencia y el prestigio. El ser en verdad se divide, su unidad se quiebra, y ya desde el primer instante de la crisis sexual. En ese momento, la vida pletórica de la carne topa con la resistencia del espíritu. Ni el acuerdo aparente basta; la convulsión de la carne, más allá del consentimiento, exige silencio, pide la ausencia del espíritu. El impulso carnal es singularmente extraño a la vida humana; se desencadena fuera de ella, con la condición de que calle, con la condición de que se ausente. Quien se abandona a ese impulso ya no es humano; ese impulso es, al modo del animal, una ciega violencia que se reduce al desencadenamiento, que goza de ser ciego y de haber olvidado. A la libertad de esta violencia, que conocemos menos por una información dada desde dentro que por una experiencia interior y directa de su carácter inconciliable con nuestra humanidad fundamental, se le opone una prohibición vaga y genérica. Esa prohibición general no ha sido formulada. En el marco de las conveniencias, sólo se hacen evidentes algunos aspectos aleatorios, variables en función de situaciones y de personas; y eso sin hablar de épocas y regiones. Lo que dice la teología cristiana del pecado de la carne representa, tanto por una impotencia de la prohibición enunciada como por la exageración de los comentarios multiplicados (pienso en la Inglaterra de la época victoriana), la incertidumbre, la inconsistencia y, a la vez, la violencia que responde a la violencia, así como reacciones de rechazo. Solo la experiencia de los estados en los que banalmente nos encontramos activos sexualmente, y la de su discordancia respecto de los comportamientos socialmente admitidos, nos pone en disposición de reconocer un aspecto inhumano de esa actividad. La plétora de los órganos exige ese desencadenamiento de unos mecanismos extraños al ordenamiento habitual de las conductas humanas. La sangre produciendo hinchazón descompone el equilibrio sobre el que se fundaba la vida. Bruscamente, un ser es presa de la furia. Esa furia nos es familiar, pero imaginamos fácilmente la sorpresa de quien no tuviese ningún conocimiento de ella y que, por una maquinación, descubriese sin ser visto los transportes amorosos de una mujer que anteriormente le habría impresionado por su distinción. Vería en ello una enfermedad, algo análogo a la rabia canina. Como si una perra rabiosa hubiese suplantado la personalidad de aquella que recibía a sus visitantes con tanta dignidad... Hasta es demasiado poco hablar de enfermedad. Durante esos momentos, la personalidad está muerta; y su muerte, en esos momentos, deja lugar a la perra, que se aprovecha del silencio, de la ausencia de la muerta. La perra goza, y lo hace gritando, de ese silencio y de esa ausencia. El retorno de la personalidad la congelaría, pondría fin a la voluptuosidad en la que anda perdida. El desencadenamiento no siempre tiene la violencia que doy a entender en lo que aquí presento. Pero no es por ello menos significativo de una oposición primera.
Al comienzo es un impulso natural, pero ese impulso no puede darse libre curso sin romper una barrera. Hasta tal punto que, en el espíritu, el curso natural y la barrera derribada se confunden. El curso natural significa la barrera derribada. La barrera derribada significa el curso natural. La barrera derribada no es la muerte. Pero del mismo modo que la violencia de la muerte derriba entera y definitivamente el edificio de la vida, la violencia sexual derriba en un punto, durante un tiempo, la estructura de ese edificio. La teología cristiana, en efecto, asimila la ruina moral consecutiva al pecado de la carne con la muerte. Existe una ruptura menor, ligada necesariamente al momento de la voluptuosidad, que es evocadora de la muerte; en contrapartida, la evocación de la muerte puede participar en el arranque de los espasmos voluptuosos. Generalmente se reduce al sentimiento de una transgresión que pone en peligro la estabilidad general y la conservación de la vida, sin la cual, por lo demás, sería imposible un desencadenamiento libre. Pero, de hecho, la transgresión no es solamente necesaria para esa libertad. Se da el caso de que, sin la evidencia de una transgresión, ya no experimentamos ese sentimiento de libertad que exige la plenitud del goce sexual. De tal manera que, a veces, al espíritu hastiado le es necesaria una situación escabrosa para acceder al reflejo del goce final (o, si no la situación misma, su representación buscada durante la cópula, como soñando despierto). Esta situación no siempre es terrorífica: muchas mujeres no pueden gozar sin contarse una historia en la que son violadas. Ahora bien, en el fondo de la ruptura significativa yace una violencia ilimitada.2
Lo más notable de la prohibición sexual es que donde se revela plenamente es en la transgresión. La educación pone al descubierto uno de sus aspectos, pero nunca se formula resueltamente. La educación no procede menos por medio de silencios que a través de advertencias sin ruido. La prohibición nos aparece directamente, mediante el descubrimiento furtivo —parcial para empezar— del territorio vedado. Nada es al principio más misterioso. Somos admitidos al conocimiento de un placer cuya noción está entremezclada de misterio, el cual expresa la prohibición que determina el placer, al tiempo que lo condena. Ciertamente, esta revelación que se da al transgredir no se mantiene idéntica a sí misma a lo largo del tiempo; hace cincuenta años, por ejemplo, este aspecto paradójico de la educación era más patente. Pero, en todas partes —y sin duda ya desde las épocas más antiguas— nuestra actividad sexual está obligada al secreto; en todas partes, aunque en diferentes grados, nuestra actividad sexual aparece como contraria a nuestra dignidad. Hasta el punto de que la esencia del erotismo se da en la asociación inextricable del placer sexual con lo prohibido. Nunca, humanamente, aparece la prohibición sin una revelación del placer, ni nunca surge un placer sin el sentimiento de lo prohibido. En la base de esto hay un impulso natural; y, en la infancia, sólo hay ese impulso natural. Pero el placer no se da humanamente en ese tiempo que nunca recordamos. Imagino objeciones, y también excepciones. Pero ni las objeciones ni las excepciones pueden hacer vacilar una posición tan segura.
En la esfera humana, la actividad sexual se separa de la simplicidad animal. Es esencialmente una transgresión. No es, después de la prohibición, un retorno a la libertad primera. La transgresión es una producción de la humanidad organizada por la actividad laboriosa. También la transgresión, por su parte, está organizada. El erotismo es en conjunto una actividad organizada; y, si cambia a través del tiempo, es en tanto que organizado. Me esforzaré en presentar un cuadro del erotismo considerado en su diversidad y en sus cambios. El erotismo aparece de entrada en la transgresión en ese primer grado que es, se tome como se tome, el matrimonio. Pero en verdad se da bajo unas formas más complejas, en las cuales se acentúa gradualmente su carácter de transgresión.
Su carácter de transgresión, su carácter de pecado.
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