martes, 20 de enero de 2015

Music: Fabrizio De Andre - D'ä mæ riva (Tradotto) - Disamistade - Lyrics - Links to more FDA



Fabrizio De André

Italy


Da a me riva - De Andrè 

D'ä mæ riva
sulu u teu mandillu ciaèu
d'ä mæ riva
'nta mæ vitta
u teu fatturisu amàu
'nta mæ vitta
ti me perdunié u magún
ma te pensu cuntru su
e u so ben t'ammii u mä
'n pò ciû au largu du dulú
e sun chi affacciòu
a 'stu bàule da mainä
e sun chi a miä
tréi camixe de vellûu
dui cuverte u mandurlin
e 'n cämà de legnu dûu
e 'nte 'na beretta neigra
a teu fotu da fantinn-a
pe puèi baxâ ancún Zena
'nscià teu bucca in naftalin-a




Dalla mia riva
solo il tuo fazzoletto chiaro
dalla mia riva
nella mia vita
il tuo sorriso amaro
nella mia vita
mi perdonerai il magone
ma ti penso contro sole
e so bene stai guardando il mare
un po' più al largo del dolore
e son qui affacciato
a questo baule da marinaio
e son qui a guardare
tre camicie di velluto
due coperte e il mandolino
e un calamaio di legno duro
e in una berretta nera
la tua foto da ragazza
per poter baciare ancora Genova
sulla tua bocca in naftalina






Disamistade - Fabrizio De Andrè 


Che ci fanno queste anime
davanti alla chiesa
questa gente divisa
questa storia sospesa

a misura di braccio
a distanza di offesa
che alla pace si pensa
che la pace si sfiora

due famiglie disarmate di sangue
si schierano a resa
e per tutti il dolore degli altri
è dolore a metà

si accontenta di cause leggere
la guerra del cuore
il lamento di un cane abbattuto
da un'ombra di passo

si soddisfa di brevi agonie
sulla strada di casa
uno scoppio di sangue
un'assenza apparecchiata per cena

e a ogni sparo all'intorno
si domanda fortuna
che ci fanno queste figlie
a ricamare a cucire

queste macchie di lutto
rinunciate all'amore
fra di loro si nasconde
una speranza smarrita

che il nemico la vuole
che la vuol restituita
e una fretta di mani sorprese
a toccare le mani

che dev'esserci un modo di vivere
senza dolore
una corsa degli occhi negli occhi
a scoprire che invece
è soltanto un riposo del vento

un odiare a metà
e alla parte che manca
si dedica l'autorità

che la disamistade
si oppone alla nostra sventura
questa corsa del tempo
a sparigliare destini e fortuna

che fanno queste anime
davanti alla chiesa
questa gente divisa
questa storia sospesa





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Cuento: Alphonse Daudet - El hombre de la sesera de oro - Links a mas Cuento





El hombre de la sesera de oro
                                         A la dama que me pide cuentos alegres

Al leer su carta, señora, me ha asaltado algo así como un remordimiento. Me he recriminado el color pesimista de mis cuentos y me he comprometido a enviarle algo alegre, profundamente alegre.
¿Por qué habría de estar triste, después de todo? Vivo a mil leguas de las nieblas parisinas, sobre una colina luminosa, en la región de los tamboriles y del vino moscatel. A mi alrededor todo es sol y música; tengo orquestas de aguzanieves, orfeones de abejarucos, por la mañana los chorlitos que hacer ¡chorolí, chorolí!; a mediodía las chicharras, luego los zagales tocando la zampoña y las guapas mozas morenas a las que se les oye reír en los viñedos… En verdad, el lugar está mal elegido para tejer fantasías tenebrosas; yo debería, más bien, enviar a las damas poemas color de rosa y cestas llenas de cuentos galantes…
¡Pues bien, no! Todavía estoy demasiado cerca de París. A diario llegan hasta mis pinos las salpicaduras de sus tristezas… En este momento en el que escribo, acabo de saber que el pobre Charles Barbara ha muerto en la miseria; por lo cual mi molino se ha vuelto de luto riguroso. ¡Adiós a los chorlitos y a las chicharras! Ya no tengo ánimos para contar cosas alegres. Por esa causa, señora, en lugar del lindo cuento festivo que había decidido escribir para usted, no leerá hoy sino una leyenda melancólica.
* * *
Érase una vez un hombre que tenía la sesera de oro; sí, señora, una sesera completamente de oro. Cuando vino al mundo, los médicos pensaron que aquel niño no podría vivir, tan pesada era su cabeza y tan desmesurado su cráneo. Sin embargo, vivió y creció al sol como un hermoso retoño de olivo; sólo que su gruesa cabeza le arrastraba siempre, y daba pena verlo tropezar con los muebles al andar… A menudo se caía. Un día rodó desde lo alto de una escalinata y vino a dar con la frente en un peldaño de mármol, donde su cráneo resonó como un lingote. Le creyeron muerto; pero, al levantarlo, sólo le encontraron una leve herida con dos o tres gotitas de oro cuajadas entre sus cabellos rubios. Fue así como los padres supieron que tenía una sesera de oro.




No lo divulgaron; ni siquiera el niño sospechó nada. De vez en cuando éste preguntaba por qué ya no le permitían correr y jugar fuera de casa con los demás niños.
—¡Podrían robarte, mi tesoro! —decía la madre.
Entonces el chiquillo sentía miedo de que lo raptaran y se ponía a jugar solo, sin decir palabra, vagando pesadamente de una habitacion a otra.
Sólo al cumplir los dieciocho años le revelaron sus padres el don monstruoso que debía al destino; y como lo habían alimentado y educado desde que nació, le pidieron, en compensación, una parte de su oro. El chico no vaciló: en el acto —¿cómo?, ¿por qué medios?, la leyenda no lo dice— se arrancó del cráneo un buen trozo de oro macizo y lo depositó en el regazo de su madre…
Luego, deslumbrado por los caudales que llevaba en la cabeza, abandonó la casa paterna y se fue por el mundo dilapidando su tesoro. A juzgar por el modo de vivir a lo grande, regiamente y derrochando el oro sin contarlo, habríase dicho que aquella sesera era inagotable… Pero se iba agotando y, poco a poco, su mirada se fue apagando y sus mejillas se demacraron. Un día, la mañana siguiente de una fiesta desenfrenada, el desgraciado, que se había quedado solo entre los restos del festín, se espantó al ver el enorme trozo que le faltaba a su lingote; por lo que pensó que debía detener su despilfarro.
A partir de entonces su existencia cambió. Se retiró y empezó a vivir del trabajo de sus manos, atemorizado y receloso como un avaro, huyendo de las tentaciones, procurando olvidar las fatales riquezas a las que no quería tocar… Por desdicha, un amigo le había seguido en su soledad y este amigo conocía su secreto. Una noche, el desventurado fue despertado súbitamente por un intenso dolor de cabeza; se incorporó desatinado, y vio a la luz de la luna a su amigo que escapaba ocultando algo bajo su capa… ¡Un trozo más de sesera que le quitaban!
Poco después se enamoró, y esta vez se acabó todo. Amaba a una mujercita rubia, que también lo amaba, pero que amaba más aún las plumas, los lazos, los pompones, los bordados y pasamanerías. Entre las manos de aquella gentil criatura —mitad pájaro, mitad muñeca— las monedas de oro se fundían sin sentir. Era caprichosa a más no poder; y él no sabía decir no. Por no contrariarla llegó incluso a ocultarle el origen de su fortuna.



—¿Así que somos muy ricos? —decía ella.
El pobre hombre respondía:
—¡Oh, sí!… ¡Muy ricos! —Y sonreía con amor al pajarito azul que, inocentemente, le iba devorando el cráneo.
Pese a todo, a veces le entraba miedo y le daban ganas de volverse avaro, pero entonces llegaba su mujercita mimosa y le rogaba:
—Cariño, tú que eres tan rico… ¡Cómprame algo que sea muy caro!
Y él le compraba algo muy caro. Así pasaron dos años, hasta que una mañana la mujercita, sin saber por qué, se murió como un pajarito… El tesoro tocaba a su fin, pero con lo que le quedaba, el viudo encargó un hermoso entierro para su amada muerta. Campanas al vuelo, carroza tapizada de negro, caballos empenachados, lágrimas de plata sobre el terciopelo, nada le pareció demasiado suntuoso. Ahora ya ¿qué le importaba su oro? Lo prodigó: le dio a la iglesia, a los sepultureros, a las vendedoras de siemprevivas; por todas partes lo repartió sin regatear… Por eso, al salir del cementerio ya no la quedaba casi nada de su maravillosa sesera; tan sólo unos trocitos pegados a las paredes del cráneo.
Entonces lo vieron irse por las calles con aspecto extraviado y las manos por delante, tropezando como un beodo. Al anochecer, a la hora en que se encienden los bazares, se detuvo ante un amplio escaparate en el que todo un amasijo de lujosas telas y pedrerías espejeaba bajo las lámparas; y permaneció allí un buen rato contemplando un par de chinelas de raso azul con ribetes de plumas de cisne. «Sé de alguien a quien estos escarpines le darán una gran alegría», se decía sonriendo; y, sin recordar que su esposa estaba muerta, entró para comprarlos. Desde el fondo de la trastienda la tendera oyó un grito agudo; acudió y retrocedió espantada al ver al hombre de pie, recostado sobre el mostrador, mirándola angustiosamente. Tenía en una mano los escarpines y en la otra, ensangrentada, unas cuantas partículas de oro en las uñas.
* * *
Pese a su aspecto de cuento fantástico, esta leyenda es cierta por los cuatro costados… Hay en el mundo personas condenadas a vivir de su cerebro, y pagan con oro de ley, con su médula y su propia sustancia, las más ínfimas cosas de la existencia. Cada día es para ellos un sufrimiento, y luego, cuando están hartas de sufrir…


Sobre el autor.
Alphonse Daudet (Nimes, 13 de mayo de 1840 – París, 16 de diciembre de 1897) fue un escritor francés.



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