miércoles, 25 de marzo de 2015

Painter: Renoir Pierre-Auguste - Part 52 - 12 paints - Links to precedent parts




Pierre-August Renoir - Roses


Pierre-August Renoir - Roses


Pierre-August Renoir - Roses


Pierre-August Renoir - Roses and Jasmine in a Delft Vase


Pierre-August Renoir - Roses and Study of Gabrielle


Pierre-August Renoir - Roses from Wargemont


Pierre-August Renoir - Roses in a Blue Vase


Pierre-August Renoir - Roses in a Blue Vase


Pierre-August Renoir - Roses in a China Vase


Pierre-August Renoir - Young Woman at the Piano


Pierre-August Renoir - Young Woman in a Blue Hat


Pierre-August Renoir - Young Woman in a Hat




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Music: Rita Lee - Doce Vampiro - Links to more RL












Doce Vampiro - Rita Lee


Venha me beijar
meu doce vampiroooo
ou ouuuuu
na luz do luar
ãh ahãããããh
venha sugar o calor
de dentro do meu sangue
vermehoooo
tão vivo tão eterno
veneno
que mata sua sede
que me bebe quente
como um licor
brindando a morte e fazendo amor,
meu doce vampiro
ou ouuuuu
na luz do luar
ãh ahãããããh
me acostumei com você
sempre reclamando da vidaaaa
me ferindo, me curando
a ferida
mas nada disso importaaaa
vou abrir a portaaaa
pra você entrar
beija minha boca
até me matar
cha lá lá lá
ou ouuuuu
cha lá lá lá
ou ouuuuu 2x
ãh ahãããããh
ou ouuuuu 2x
ãh ahãããããh
ãh ahãããããh
me acostumei com você
sempre reclamando da vidaaaa
me ferindo, me curando
a ferida
mas nada disso importaaaa
vou abrir a porta
pra você entrar
beija a minha boca
até me matar
de amoooor









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Cuento: Anatole France - Leslie Wood - Links a mas Cuento







 LESLIE WOOD

                                                          A la señora condesa de Martel-Jauville.

Daban un concierto y representaban una comedia en casa de la señora N..., boulevar Malesherbes.
Mientras los jóvenes, amontonados en las puertas del salón se asfixiaban con los cálidos perfumes de aquel campo de magníficos escotes, nosotros, los viejos contertulios, algo remolones, nos retrazamos para gozar del aire fresco en una salita desde donde no se veía nada y adonde llegaba la voz de la Réjane como el leve zumbido del revoloteo de una libélula. De vez en cuando se oían los ecos de risas y de aplausos que estallaban en aquel horno, y nos sentíamos inclinados a compadecer con benignidad un goce que no compartíamos. Nuestra conversación era insignificante hasta que uno de nosotros, al amable diputado B., nos dijo:
-¿No saben ustedes? Wood ha venido.
Esta noticia nos animó y produjo varias exclamaciones:
-¿Wood? ¿Leslie Wood? No es posible. Hace diez años que no se le ve en París, no se sabe dónde se encuentra.
-Se dice que ha fundado una república de negros a bordo del Victoria Nyanza.
-Ese es un cuento, pero nadie ignora que es enormemente rico y capaz de realizar imposibles. Yo sé que vive en Ceilán, en un palacio fantástico, entre jardines deliciosos, en los que durante la noche y el día danzan las bayaderas.
-¿Cómo pueden ustedes creer esas tonterías? La verdad es que Leslie Wood se fue con una Biblia y un rifle a evangelizar a los zulús.
El diputado B. insistió en voz baja:
-Está en el salón, vean ustedes.
Y señaló, con un movimiento de cabeza y de ojos, a un hombre apoyado en el marco de una puerta, dominando con su estatura las cabezas amontonadas delante de él, y que parecía seguir muy atento al espectáculo.
Aquella estatura atlética, aquel rostro enrojecido de patillas blancas, aquellos ojos claros, aquella mirada tranquila... No había duda, era Leslie Wood.
Recordando los admirables artículos que envió durante diez años al World, le dije a B.:
-Este hombre es el primer periodista de la época.
-Es posible que no le falte a usted razón -me respondió B.-; lo menos que puedo afirmar es que hace veinte años nadie conocía Europa como Leslie Wood.
El barón Moise, que nos oía, movió la cabeza:
-Ustedes no conocen a Wood; yo le conozco muy bien. Era, ante todo, un economista; nadie lo igualaba en lo referente a saber de negocios. ¿Por qué se ríe usted, princesa?
Recostaba en el sofá, sumida en el aburrimiento por no poder fumar un cigarrillo, la princesa Zevorina sonreía:
-Ninguno de ustedes conoce a Wood -dijo la princesa-. Wood ha sido siempre un místico y un enamorado.
-No creo eso -replicó el barón Moise-; pero me agradaría saber donde ha pasado ese maldito los mejores diez años de su vida.
-¿Cuáles son para usted los mejores diez años de la vida?
-De los cincuenta a los sesenta; se tiene ya una posición lograda y se puede gozar de todo. Pero podrá preguntarle al propio Wood, puesto que viene acercándose.
Los aplausos, más ruidosos que antes, indicaban que el espectáculo había terminado. Los vestidos de fracs abandonaban las puertas y se diseminaban por la salita, mientras la procesión de parejas se encaminaba hacia el comedor. Leslie Wood se dirigió hacia nosotros y nos saludo oprimiendo nuestras manos con plácida cordialidad.
-¡Un aparecido! ¡Un aparecido! -exclamó el barón Moise.
-¡Oh! -dijo Wood-, yo no puedo venir de tan lejos; el mundo es pequeño.
-¿Sabe usted lo que decía la princesa? Decía que usted es un místico, amigo Wood, ¿es verdad?
-Eso depende de lo que entiendan ustedes por místico.
-La palabra se explica por sí sola; un místico es el que se ocupa de los negocios del otro mundo; y me parece que usted conoce demasiado los de este mundo para ocuparse de los del otro.
-Se equivoca usted, Moise; los negocios del otro mundo son, indudablemente, los más importantes.
-Amigo Leslie Wood -exclamó el barón, zumbonamente-: usted es un hombre de ingenio.
La princesa replicó muy seria:
-¿Verdad, Wood, que no tiene usted ingenio? A mí me horrorizan los hombres ingeniosos.
La princesa se levantó:
-Wood: acompáñeme al comedor.
Una hora después, mientras M. G. encantaba con sus canciones a los hombres y a las mujeres, descubrí a Leslie Wood y a la princesa Zevorina en el comedor solitario.
La princesa hablaba entusiasmada, fieramente entusiasmada, del conde Tolstoy, de quien era muy amiga. Era fácil imaginar al famoso escritor como un hombre sencillo, con el traje y el alma de un mujic, haciendo zapatos para los pobres con aquellas manos que habían escrito obras maestras. Me sorprendió que Wood aprobara un género de vida tan contraria al sentido común. Con su voz un poco entrecortada, a la cual un principio de asma daba una especie de dulzura, decía:
-Ese Tolstoy tiene razón. Toda la filosofía se compendia en esta frase: "Hágase la voluntad de Dios" Ha comprendido que todas las desdichas humanas vienen de que existe una voluntad diferente a la voluntad divina. Sólo temo que desvirtúe tan hermosa doctrina con invenciones y extravagancias.
-¡Oh! -replicó la princesa en voz baja, y algo insegura-: ¡Oh!, la doctrina del conde sólo es extravagante en un punto: prolonga hasta una edad muy avanzada los derechos y los deberes de los esposos, e impone a los futuros santos la vejez fecunda de los patriarcas.


 
El viejo Wood respondió con exaltación contenida:
-Aun en esto es magnífico y poderoso. El amor físico y natural conviene a todas las criaturas de Dios, y si no lo estorban las confusiones y las inquietudes prolonga la simplicidad divina, la santa animalidad, sin la cual no hay salvación posible. Ese escepticismo sólo es orgullo y rebeldía. Téngase presente el ejemplo de Booz, el hombre honrado, y recuérdese que la Biblia hace del amor el pan de los viejos.
De pronto, entusiasmado, iluminado, transfigurado, en éxtasis, con los ojos, con los brazos, con toda el alma, se dirigió hacia algo invisible:
-¡Ana! ¡Ana! ¡Ana, mi adorada! ¿No es verdad que el Señor quiere que los santos y las santas gocen de sus amores con la humildad de los animales de los campos?
Luego, abrumado, se desplomó en un sillón. Un aliento espantoso agitó su ancho pecho, y en aquellas circunstancias parecía más robusto, semejante a esas máquinas que parecen más formidables cuando están rotas. La princesa Zevorina, sin inmutarse, le enjugó la frente con un pañuelo y le dio a beber un poco de agua.
Yo estaba sorprendido. No podía reconocer en aquel iluminado al hombre que tantas y tantas veces, en el estudio donde se amontonaban sus Blue-Books, me había explicado con gran lucidez los asuntos de Oriente, el tratado de Francfort y las crisis de la Bolsa. La princesa comprendió mi inquietud y, encogiéndose de hombros, me dijo:
-Es usted un verdadero francés; considera locos a todos los que no piensan como usted. Nuestro amigo Wood es lúcido, muy lucido. Oigamos a M. G...
Después de acompañar a la princesa hasta el salón decidí regresar a mi casa. En la sala de la entrada encontré a Wood poniéndose el abrigo. Me pareció que no se advertían en él rastros de su crisis.
-Amigo mío -me dijo-, creo que llevamos la misma dirección. Usted vivirá, como siempre, en el muelle Malaquais; yo esta vez me hospedo en un hotel de la calle de los Saints-Peres. En una noche como esta es un gusto caminar. Si usted quiere vámonos juntos y así conversamos por el camino.
Acepté su ofrecimiento. En la puerta me dio un cigarro y me ofreció la llama de un encendedor eléctrico.
-Es muy cómodo -me dijo, y expuso en pocas palabras su funcionamiento.
Reconocí al Wood de otros tiempos. Al principio la conversación giró sobre temas baladíes. De pronto, mi acompañante me puso la mano sobre el hombro y me dijo:
-Algunas de las palabras que he dicho esta noche han debido sorprenderle, y tal vez le agradaría que se las explicara.
-Todo lo de usted me interesa mucho, mi querido Wood.
-Voy a explicárselas porque usted merece mi confianza. No enfocamos de igual modo la vida, pero a usted no le asustan las ideas, y este es un valor poco frecuente, sobre todo en Francia.
-Creo, sin embargo, mi querido Wood, que el librepensamiento tiene raíces en Francia.
-¡Oh, no! Francia no es como Inglaterra, un pueblo de teólogos. Pero dejemos para otro día este asunto; ahora le diré en pocas palabras la historia de mis ideas. Cuando me conoció usted, hace quince años, yo era corresponsal del World, de Londres. El periodismo es allí más lucrativo y mejor considerado que aquí. Mi situación era buena, y creo que logré sacar de ella todo el partido posible. Sé de negocios e hice varios excelentes; conquisté en pocos años dos cosas muy envidiables: influencia y fortuna. Ya sabe usted que soy un hombre práctico.
"Nunca hice nada sin un objetivo, y sobre todo me preocupaba llegar al objetivo supremo: el sentido de la vida. Profundos estudios teológicos realizados desde mi juventud me indicaban que ese objeto estaba situado más allá de la existencia terrena, pero me quedaban dudas acerca de los medios prácticos para llegar a él y esto me hacía sufrir cruelmente. La incertidumbre es insoportable para un hombre de mi carácter.
"En tal estado de ánimo, seguí con atención profunda las investigaciones psíquicas de Willian Crookes, uno de los miembros más ilustres de la Academia Real. Lo conocía personalmente y lo estimaba tanto por su sabiduría como por su gentileza. Entonces hacía experimentos con una muchacha de facultades psíquicas muy singulares, y como Saúl en la antigüedad, se veía favorecido por la presencia de un fantasma auténtico.
"Una mujer encantadora que había vivido en otro tiempo entre nosotros y que existía ya en el ultra mundo, se prestaba a las experiencias del eminente espiritualista, sumisa a todo lo que él le pedía pero sin salirse nunca de ciertos límites. Supongo que aquellas investigaciones relativas al punto en que la existencia terrestre limita con la existencia extraterrestre, seguidas paso a paso, me hubieran conducido a descubrir lo que es indispensable conocer, o sea el verdadero sentido de la vida. Pero no tardé mucho en ver frustradas mis esperanzas. Las investigaciones de mi respetable amigo, aunque se desarrollaban con un método que no dejaba nada que desear, no conducían a una conclusión teológica y moral bastante clara.
"Por añadidura, Willian Crooke se vió de pronto privado de la colaboración de la incomparable señora fallecida que le había concedido amablemente tantas sesiones de espiritismo.




"Desalentado por la incredulidad pública y molesto por las burlas de sus compañeros, se negó a de publicar algún trabajo relativo a los conocimientos psíquicos. Le conté mis desencantos al reverendo Burthogge, a quien frecuentaba desde su regreso del África Austral, en donde anduvo evangelizado con un espíritu religioso y práctico verdaderamente digno de la vieja Inglaterra.
"El reverendo Burthogge es entre todos los hombres el que ejerció siempre sobre mí un dominio más enérgico y más poderoso.
-¿Será un hombre inteligentísimo? -pregunté.
-Su inteligencia doctrinal es profunda -me contestó Leslie Wood-; sobre todo sorprende su entereza de carácter y no ignorará usted, amigo mío, que es el carácter lo que influye principalmente en los hombres. Mis desilusiones no le causaron la menor sorpresa. Las atribuyó a mi falta de método y sobre todo a la debilidad moral que yo había demostrado en aquellas circunstancias.
"-Una investigación de orden científico –me explicó- sólo puede conducir a un descubrimiento del mismo orden. ¿Cómo es posible que no pensara usted en eso? Actuó usted con una extraña ligereza y mucha frivolidad, Leslie Wood. El espíritu busca al espíritu, como dijo el apóstol San Pablo. Para descubrir las verdades espirituales es preciso sumergirse en la vida espiritual.
"Estas palabras me produjeron una impresión profunda.
"-Reverendo padre -le dije-, ¿cómo podría yo sumergirme en la vida espiritual?
"-¡Por la pobreza y la sencillez! -me respondió el reverendo Burthogge-. Venda usted sus propiedades y reparta el dinero entre los pobres. Como es usted muy conocido, ocúltese.
“Ore, y realice obras caritativas. Haga usted lo posible para conseguir la sencillez y la pureza de su alma. Este es el camino de la verdad.
"Resolví seguir sus consejos al pie de la letra; presenté mi dimisión de corresponsal del World; junte mi fortuna que se hallaba entonces repartida en acciones de varios negocios, y temeroso de renovar el crimen de Ananías y de Safira, actué con toda la destreza posible para no perder ni un céntimo de aquellos capitales que ya no me pertenecían. El barón Moise, que me vio ejecutar difíciles operaciones económicas, tributaba elogios de religiosa admiración a mi genio financiero. Aconsejado por el reverendo Burthogge, deposité en la Caja de la Sociedad Evangélica las cantidades obtenidas de la venta de mis acciones, y cuando informé al eminente teólogo mi alegría de ser pobre, me dijo:
"-Cuide mucho de sentir en el pobreza sólo el triunfo de su energía. ¿De qué sirve despojarse de lo exterior si se conserva dentro el ídolo de oro? Sea humilde."
Leslie Wood decía estas palabras mientras llegábamos al puente Real. El Sena, donde retemblaban infinitos reflejos de luces, corría bajo los arcos del puente con sordo gemido.
-He de abreviar -prosiguió el narrador nocturno-. Para referir cada episodio de mi nueva vida necesitaría una noche entera. Burthogge, a quien yo obedecía como un niño, me envió al país de los Basutos con la misión de evitar la trata de negros. Viví en mi tienda de campaña con ese generoso compañero que se llama el peligro, víctima de la fiebre y de la sed, pero sentía la presencia de Dios.
"Al cabo de cinco años el reverendo Burthogge me ordenó volver a Inglaterra. En el barco encontré a una muchacha. ¡Qué encanto! ¡Qué aparición mil veces más resplandeciente que el fantasma que se le aparecía a William Crookes!
"Era la hija huérfana y pobre de un coronel del ejército de las Indias. La belleza de sus facciones no me pareció extraordinaria. La palidez de su rostro demacrado indicaba el sufrimiento, pero sus ojos expresaban todo lo que se puede imaginar de celestial. Su carne parecía iluminada suavemente por una luz interior. ¡Cuánto la amé! ¡De qué modo comprendí, al mirarla, el sentido oculto de la creación entera! ¡De qué modo aquella sencilla muchacha me reveló en una mirada la secreta armonía del mundo!
"¡Oh! ¡Qué modesta era mi iniciadora! ¡Mi adorable criatura, la dulce Anita Fraser! Leí en su alma transparente la simpatía con que fui correspondido. Una noche, una noche clara, mientras estábamos solos en el puente del buque bajo la asamblea seráfica de las estrellas que palpitan a coro en el cielo, la cogí una mano y le dije:
"-¡Anita Frase, la adoro! Comprendo que sería mi dicha tenerla por mujer, pero he renunciado a mi destino para que Dios me lleve por donde quiera. Ojalá nos una. Yo dejé mi voluntad en manos del reverendo Burthogge. Cuando lleguemos a Inglaterra iremos a visitarle juntos; ¿quiere usted, Anita Fraser? Y si él lo permite nos casaremos.
"Ella consintió; durante el resto de la travesía leímos la Biblia juntos
"En cuanto estuvimos en Londres, le presenté a mi compañera de viaje al reverendo Burthogge, y le dije lo que para mí significaba el amor de aquella mujer que había inundado mi corazón de luz.
"El reverendo Burthogge la contempló bondadosamente durante largo rato.
"-Pueden ustedes casarse -dijo al fin-; el Apóstol Pablo ha dicho: "Los esposos se santificarán el uno al otro." Pero que esta unión sea semejante a las uniones entre los cristianos de la primitiva Iglesia, que se limite a la pureza espiritual, y que la espada del ángel se interponga entre los dos en el lecho. Permanezcan humildes y castos. Que todo el mundo ignore su dicha y su nombre.
"Me casé con Anita Fraser y no es preciso decir que observamos exactamente la ley que el reverendo Burthogge nos impuso. Durante cuatro años aquella unión fraternal fue mi deleite.




"Por gracia de la sencilla Anita Fraser avancé mucho en el conocimiento de Dios. Nada podía hacernos sufrir.
"Anita estaba enferma, sus fuerzas declinaban y decíamos alegremente: "Que se cumpla la voluntad de Dios así en la tierra como en el cielo."
"Después de cuatro años de matrimonio, un día, el día de Navidad, el reverendo Burthogge me llamó:
"-Leslie Wood -me dijo-, le impuse a usted una prueba saludable; pero sería fomentar el error de los papistas creer que la unión de los seres conforme a los sentidos no es grata a Dios, que bendijo dos veces, en el Paraíso terrestre y en el arca de Noé, las parejas humanas y las de los animales; desde ahora en adelante viva usted con Anita Fraser como marido y mujer.
"Cuando volví a mi casa, Anita, mi adorable Anita, había muerto...
"Confieso mi debilidad. Pronuncié con los labios, pero no con el corazón, la frase: "Dios mío, cúmplase tu voluntad", y al pensar en lo que el reverendo Burthogge acababa de permitir a nuestro amor, sentí mi boca amarga y el corazón lleno de cenizas.
"Con el alma dolorida me arrodillé a los pies del lecho donde Anita dormía, bajo una cruz de rosas, blanca y silenciosa, con las pálidas violetas de la muerte en las mejillas.
"Hombre de poca fe, le dije "¡adiós!", y estuve durante ocho días sumido en una tristeza estéril rayana en la desesperación, precisamente cuando la conformidad absoluta debiera fortalecer mi alma y mi carne.
"En la noche del octavo día, mientras lloraba con la frente apoyada en el lecho vacío y helado, tuve de pronto la certeza de que mi Anita estaba cerca de mí, en mi alcoba.
"No me había engañado; alcé los ojos y la vi sonriente y luminosa con los brazos abiertos. Pero, ¿cómo expresar lo demás? ¿Cómo decir lo inefable? ¿Tales misterios de amor deben ser revelados?
"Seguramente cuando el reverendo Burthogge me dijo: "¡Viva usted con ella como marido y mujer!", no ignoraba que el amor es más fuerte que la muerte.
"Amigo mío: sepa usted que desde aquel momento de gracia y de dicha, mi esposa viene cada noche a embalsamar mi lecho con celestiales perfumes."
Hablaba con una exaltación espantosa.
Nos detuvimos delante de un hotel de humilde apariencia.
-Me hospedo aquí -dijo-. ¿Ve usted una claridad en aquella ventana del segundo piso? Ella me aguarda.
Y se despidió bruscamente.
Algunos días después, los periódicos publicaron la muerte repentina de Leslie Wood, antiguo corresponsal del World.







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