Juntaba hongos en el bosque de Necochea, los llevaba a la casa que alquilábamos esas vacaciones.
En el jardín había una mesa de cemento azulejada, los cortaba, los dejaba sobre ella, se secaban rápidamente sobre esa loza radiante que el sol calentaba, los guardaba en una bolsa la que abría cada tanto para oler y extasiarme.
Lo mismo hice ya de regreso en Buenos Aires los tenía en un gran frasco, eran una cantidad inmensa, aspiraba el perfume del bosque, durante un año hice comidas excelsas a la vez que memoraba con los ojos cerrados las lecciones y sensaciones aprendidas en ese bosque que el aroma me traía con sus flujos y reflujos.
Estábamos en la playa soleada con mi pareja de aquel entonces, el cielo oscureció rápidamente y en lo profundo del horizonte avanzaba a toda velocidad una negrura que picaba el agua con lanzazos.
Ella amaba tomar el sol, era asustadiza, pero más allá de ello fue inmediata la reacción de la gente y donde el verano festejaba, una rápida huída despejó el escenario en breves minutos, incluida mi pareja.
Nadie quedó, solo el mar embraveciéndose, la playa volándose, esa mano oscura y colosal que avanzaba inclemente, como impulsada por un designio de velocidad que lo destruiría todo y yo, de cara a ella.
Quería sentir ese poder, ahí me quedé, costaba mucho estar parado, la arena se levantaba de los médanos como si una barba diabólica se desenterrara de las profundidades de la tierra.
Resistí a unos diez metros de la orilla todo lo que pude, la arena picaba como si un ejército de avispas quisiera destruirte el rostro en dos segundos a la vez que un gran cachetazo invisible arrojó mi cuerpo hacia el paredón de los médanos que se diluían fantasmagóricamente.
El golpe fue neto, limpio, claro, las venas y las entrañas de ese ser estaban conmigo.
Me di vuelta para comenzar la carrera, era fácil correr, la mano me levantaba como un papel, nunca viví algo así otra vez con esa fuerza oculta que soplaba desde la entraña marina.
Estaba lleno de alegría y adrenalina, corría, corría como un salvaje, amo sentirme así, como cuando escalaba o me envolvía en otras situaciones similarmente peligrosas con la naturaleza.
Sé lo que es estar vivo, me voy a morir de vida.
Pasados los médanos enturbiados de locura, en el pozo oscuro del bosque me interné, los pinos se aplaudían entre si de tal manera que una lluvia de ramas secas se desvestían de los troncos que chirriaban entre los gritos de la tormenta.
Corría a toda velocidad, al estar en un pozo el viento no me golpeaba como antes pero era tal la cantidad de ramas que caían que había que salir de ahí inmediatamente y de verdad que me estaba jugando concientemente a la suerte de Dios.
Por eso reía y no temía.
No buscaba uno de los caminos seguros que conducían fuera.
La escena parecía como la de esas series que veía de chico en
Pero no era juego, el grosor de lagunas ramas, sus puntas astilladas como lanzas, su velocidad y peso, de haberme impactado: me hubiesen matado en un segundo.
Corrí y corrí sin parar como un caballo desbocado que en el sudor de la velocidad ama el grosor de sus venas y la humedad de su cuerpo.
El aire estaba lleno de oxígeno recién triturado para mí, una mezcla de yodo y esencia de trementina mezclaba el viento entre el mar y la leña de pino, los aromas eran sublimes, el mundo parecía caerse y sin embargo solo sentía vida, pura, todo latía.
Llegué a la casa, empezaban a caer las primeras gotas, debo haber corrido a toda velocidad unos tres kilómetros parando solo una vez al lado de un gran pino donde me acuclillé, estaba tan brava la lluvia de ramas en ese sector del bosque que requerí retomar el aire, buscar algún túnel entre los árboles donde la cosa no estuviese tan peligrosa.
Mi pareja estaba enojada, siempre me llamó la atención como personas que se enamoran de ese salvaje que perciben en lo profundo de mi mirada, que disfrutan de mi energía, quisieron que uno tenga actitudes de gatito castrado que engorda hasta el día que es expulsado por domado.
Gran tema para otra.
Encendimos fuego en el hogar de la casa, me di una ducha bien caliente, nos quedamos a ver el fuego mientras un temporal de agua arreciaba a la vez que el viento cesaba.
Té y espera.
Ya a la media tarde así como vino el temporal, se fue, salió el sol, retorné al bosque que teníamos enfrente de la casa cruzando la calle para aprovechar la leña que la naturaleza nos regalaba.
También huía del mal humor que aún persistía, que parecía quererme hacer sentir culpable por mi gran acto de disfrute.
Estaba feliz.
Solo debía aguantar el temporal que se había generado dentro de la casa.
Un ser asustadizo no vive bien esas cosas, las fobias le crecen como fantasmas, una inexplicable sensación de ahogo que debe venir de sentirse atrapado, encerrado en algo que la domina, inerme, será el temporal propio que se lleva como un esclavo por dentro, entre ruido de cadenas y cegamientos de sombras que se aproximan amenazantes.
Si tuviera ese poder, pondría mis manos sobre la frente de la gente que padece y los trataría de liberar por ese solo acto que en la mediación silenciosa invoca a cielo y tierra una secreta energía que remedie.
¿Qué tiene de bueno correr como un salvaje, dejarse impactar por las fuerzas básicas de la naturaleza que podrían acabar con uno en un soplo de furia instantánea?
¿Qué tiene de bueno liberar ese salvaje, esa forma de animalidad, pura, recia, poderosa?
Las respuestas son muchas y ninguna, puede ser algo del hombre pero hay mujeres que sienten así también y se pliegan al placer de lo que otros ven como locura.
También es el dopaje de adrenalina que es un shock que nos provee nuestra propia naturaleza como una reserva que nos puede salvar de accidentes muy graves dándonos así esos pocos segundos necesarios de potencia que definen entre vida o muerte.
Vida o muerte,
¡Eso es!:
Ese sentimiento que choca a la vez en la mente de todo el cuerpo en la conciencia de la propia fragilidad y el propio poder de las fuerzas del humano.
Ese valor que tiene lo vivo que sin excusas acciona jugándoselo todo en un segundo,
¡Salir airoso! renovado, hecho una pila, una batería, un condensador que recién cargado al máximo y para siempre da nueva conciencia al Ser:
Libre, liberado, seguro de sí, frágil pero poderoso.
Siempre volveré a hacerlo.
Mi salvaje lo impulsa y lo último que me interesa es dominarlo y matar esa parte animal en la que he trabajado tanto desde mi adolescencia, sabiéndola útil, básica, imprescindible.
No soy yo quien tiene escrito el final de mis horas.
No hay edad que logre enterrarnos antes de tiempo.
No voy a limitarme si puedo saltar los límites.
Alegre de quien soy.
¡Cómo es la “realidad”!:
Esta mañana me levanté muy temprano, el atardecer de ayer había sido muy ventoso, toda la noche lluvia, amanecer plomizo con tristeza de domingo, acabo de terminar de revisar el relato, me levanto para ir a ver por al ventanal que da al jardín, un rayo de luz solar peina las cabelleras de mis amadas plantas, iluminándolas, como aquella tarde.
Ricardo Marcenaro
16 de agosto de 2009
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