Kafka a Max Brod [Praga], 17-XII [1910]
Cuando a la izquierda finalizan los ruidos del desayuno, comienzan a la derecha los ruidos del almuerzo, por doquier abren puertas como si quisieran abrir boquetes en las paredes. Pero ante todo permanece el centro de la desgracia. No puedo escribir; no he producido ni una sola línea que reconozca como mía, pero por el contrario he borrado todo cuanto he escrito después de París, que no era mucho. Mi cuerpo entero me advierte ante cada palabra; cada palabra, antes de que permita que yo la escriba, mira primero en torno suyo.
Las frases se me parten prácticamente, veo su interior y entonces tengo que acabar en seguida. (B. 85)
17 de diciembre de 1910
El hecho de que haya quitado y tachado tantas cosas, casi todo cuanto había escrito durante este año, también me obstaculiza bastante para escribir. Es toda una montaña, cinco veces más de lo que había escrito en total, y ya su propia masa atrae cuanto escribo, sacándomelo bajo la pluma. (T. 29)
20 de diciembre de 1910
¿Cómo puedo disculparme por no haber escrito todavía nada en el día de hoy? De ninguna manera, más aún teniendo en cuenta que mi estado no es el peor. De continuo me zumba en el oído una invocación: "¡Ojalá vinieras, juicio invisible!". (T. 31)
28 de diciembre de 1910
Mis fuerzas ya no bastan para ninguna frase más. Sí, si se tratara de palabras, si fuera suficiente colocar una sola palabra, para apartarse luego con la conciencia tranquila de haber colmado esta palabra con todo nuestro ser. (T. 34)
19 de enero de 1911
Dado que parece que estoy acabado de raíz -en el último año no me he despertado más de cinco minutos-, cada día tendré que desear mi desaparición de la Tierra, o bien habré de comenzar desde el principio como un niño pequeño, sin que pueda ver en ello la menor esperanza. Externamente me resultaría ahora más fácil que en aquel entonces, pues en aquellos tiempos apenas avanzaba yo con una leve idea hacia una representación que de palabra en palabra estuviera conectada con mi vida, que yo pudiera atraer a mi pecho y que me arrastrara de mi asiento. ¡De qué forma más calamitosa comencé (aunque incomparable con la actual)! ¡Qué frío me perseguía días enteros procedente de los textos escritos! ¡Cuán enorme era el peligro y qué poco interrumpido parecía, que no noté en absoluto ese frío, lo que sin embargo no disminuía en absoluto mi desgracia!
En cierta ocasión tenía pensada una novela en la cual se habían de enfrentar dos hermanos, uno de los cuales emigraría a América, mientras el otro permanecía en una cárcel europea. Sólo comencé alguna que otra frase desperdigada, pues en seguida me sentí fatigado.
Así, un domingo por la tarde, cuando nos encontrábamos de visita en casa de los abuelos y después de haberme comido un pan especialmente blando y untado con mantequilla que nos acostumbraban a ofrecer allí, también escribí algo sobre mi cárcel. Es bien posible que lo hiciese ante todo por presunción y que, moviendo la hoja de papel sobre la mesa, dando golpecitos con el lápiz, mirando a quienes me rodeaban, quisiese provocar que alguien me quitara lo escrito, lo contemplara y me alabara.
En aquellas pocas líneas se describía primordialmente el corredor de la cárcel, ante todo el silencio y el frío que reinaban en ese lugar. También se decía alguna palabra compasiva sobre el hermano que quedaba atrás, por tratarse del hermano. Quizás tuviera un momentáneo sentimiento de la futilidad de mi narración, sólo que antes de aquella tarde nunca me había fijado mucho en tales sentimientos cuando me encontraba sentado junto a los parientes, a los que estaba acostumbrado (mi temor era tan grande, que la costumbre ya me hacía medio feliz), en torno a la mesa en la habitación conocida, sin poder olvidar que yo era joven y elegido para grandes cosas.
Un tío mío, a quien le gustaba reírse de los demás, me quitó por fin la hoja de papel que yo apenas sostenía, la contempló de pasada, me la devolvió, incluso sin reír, y a los demás, que habían estado observando sus movimientos, les dijo "lo de siempre", pero a mí no me dijo nada. Me quedé sentado y seguí inclinándome como antes sobre el ahora inservible papel, pero había quedado expulsado de un solo golpe de la sociedad. La sentencia del tío se fue repitiendo en mí con un significado ya casi real, e incluso dentro del sentimiento familiar llegué a tener una visión del frío espacio de nuestro mundo, al que yo habría de dar calor con un fuego que todavía tenía que buscar. (T. 39 ss.)
Cuando a la izquierda finalizan los ruidos del desayuno, comienzan a la derecha los ruidos del almuerzo, por doquier abren puertas como si quisieran abrir boquetes en las paredes. Pero ante todo permanece el centro de la desgracia. No puedo escribir; no he producido ni una sola línea que reconozca como mía, pero por el contrario he borrado todo cuanto he escrito después de París, que no era mucho. Mi cuerpo entero me advierte ante cada palabra; cada palabra, antes de que permita que yo la escriba, mira primero en torno suyo.
Las frases se me parten prácticamente, veo su interior y entonces tengo que acabar en seguida. (B. 85)
17 de diciembre de 1910
El hecho de que haya quitado y tachado tantas cosas, casi todo cuanto había escrito durante este año, también me obstaculiza bastante para escribir. Es toda una montaña, cinco veces más de lo que había escrito en total, y ya su propia masa atrae cuanto escribo, sacándomelo bajo la pluma. (T. 29)
20 de diciembre de 1910
¿Cómo puedo disculparme por no haber escrito todavía nada en el día de hoy? De ninguna manera, más aún teniendo en cuenta que mi estado no es el peor. De continuo me zumba en el oído una invocación: "¡Ojalá vinieras, juicio invisible!". (T. 31)
28 de diciembre de 1910
Mis fuerzas ya no bastan para ninguna frase más. Sí, si se tratara de palabras, si fuera suficiente colocar una sola palabra, para apartarse luego con la conciencia tranquila de haber colmado esta palabra con todo nuestro ser. (T. 34)
19 de enero de 1911
Dado que parece que estoy acabado de raíz -en el último año no me he despertado más de cinco minutos-, cada día tendré que desear mi desaparición de la Tierra, o bien habré de comenzar desde el principio como un niño pequeño, sin que pueda ver en ello la menor esperanza. Externamente me resultaría ahora más fácil que en aquel entonces, pues en aquellos tiempos apenas avanzaba yo con una leve idea hacia una representación que de palabra en palabra estuviera conectada con mi vida, que yo pudiera atraer a mi pecho y que me arrastrara de mi asiento. ¡De qué forma más calamitosa comencé (aunque incomparable con la actual)! ¡Qué frío me perseguía días enteros procedente de los textos escritos! ¡Cuán enorme era el peligro y qué poco interrumpido parecía, que no noté en absoluto ese frío, lo que sin embargo no disminuía en absoluto mi desgracia!
En cierta ocasión tenía pensada una novela en la cual se habían de enfrentar dos hermanos, uno de los cuales emigraría a América, mientras el otro permanecía en una cárcel europea. Sólo comencé alguna que otra frase desperdigada, pues en seguida me sentí fatigado.
Así, un domingo por la tarde, cuando nos encontrábamos de visita en casa de los abuelos y después de haberme comido un pan especialmente blando y untado con mantequilla que nos acostumbraban a ofrecer allí, también escribí algo sobre mi cárcel. Es bien posible que lo hiciese ante todo por presunción y que, moviendo la hoja de papel sobre la mesa, dando golpecitos con el lápiz, mirando a quienes me rodeaban, quisiese provocar que alguien me quitara lo escrito, lo contemplara y me alabara.
En aquellas pocas líneas se describía primordialmente el corredor de la cárcel, ante todo el silencio y el frío que reinaban en ese lugar. También se decía alguna palabra compasiva sobre el hermano que quedaba atrás, por tratarse del hermano. Quizás tuviera un momentáneo sentimiento de la futilidad de mi narración, sólo que antes de aquella tarde nunca me había fijado mucho en tales sentimientos cuando me encontraba sentado junto a los parientes, a los que estaba acostumbrado (mi temor era tan grande, que la costumbre ya me hacía medio feliz), en torno a la mesa en la habitación conocida, sin poder olvidar que yo era joven y elegido para grandes cosas.
Un tío mío, a quien le gustaba reírse de los demás, me quitó por fin la hoja de papel que yo apenas sostenía, la contempló de pasada, me la devolvió, incluso sin reír, y a los demás, que habían estado observando sus movimientos, les dijo "lo de siempre", pero a mí no me dijo nada. Me quedé sentado y seguí inclinándome como antes sobre el ahora inservible papel, pero había quedado expulsado de un solo golpe de la sociedad. La sentencia del tío se fue repitiendo en mí con un significado ya casi real, e incluso dentro del sentimiento familiar llegué a tener una visión del frío espacio de nuestro mundo, al que yo habría de dar calor con un fuego que todavía tenía que buscar. (T. 39 ss.)
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