Francis Scott Fitzgerald
Absolución
I.
Érase una vez un sacerdote de ojos fríos y húmedos que, en el silencio de la noche, derramaba frías lágrimas. Lloraba porque las tardes eran cálidas y largas y era incapaz de conseguir una absoluta unión mística con Nuestro Señor. A veces, hacia las cuatro, bajo su ventana, se oía un rumor de chicas suecas en el sendero, y en sus risas estridentes descubría una terrible disonancia que lo empujaba a rezar en voz alta para que cayera pronto la tarde. Al atardecer las risas y las voces se apaciguaban, pero más de una vez había pasado por la tienda de Romberg cuando ya era casi de noche y las luces amarillas brillaban en el interior y resplandecían los grifos de níquel del agua de Seltz, y el perfume en el aire del jabón de tocador barato le había parecido desesperadamente dulce. Pasaba por allí cuando volvía de confesar a los fieles los sábados por la tarde, hasta que tomó la precaución de cruzar a la otra acera de la calle, para que el perfume del jabón se disolviera en el aire, flotando como incienso hacia la luna de verano, antes de llegarle a la nariz.
Pero era imposible eludir la vehemente locura de las cuatro de la tarde. Desde la ventana, hasta donde alcanzaba a ver, el trigo de Dakota cubría el valle del río Rojo. Era terrible la visión del trigo, y el dibujo de la alfombra, a la que, angustiado, bajaba los ojos, transportaba su imaginación melancólica a través de laberintos grotescos, siempre abiertos al sol inevitable.
Una tarde, cuando había llegado al punto en que la mente se para como un reloj viejo, el ama de llaves acompañó a su estudio a un hermoso y perspicaz chico de once años llamado Rudolph Miller. El chiquillo se sentó en una mancha de sol, y el sacerdote, en su escritorio de nogal, fingió estar muy ocupado: quería disimular el alivio de que alguien entrara en su habitación embrujada.
Cuando se volvió, se sorprendió al clavar la vista en aquellos dos ojos enormes, un poco separados, iluminados por chispas de luz color cobalto. Aquella mirada lo asustó al principio, pero enseguida se dio cuenta de que su visitante tenía miedo, un miedo abyecto.
—Te tiemblan los labios —dijo el padre Schwartz con voz cansada.
El niño se tapó con la mano la boca temblorosa.
—¿Te ha pasado algo? —preguntó el padre Schwartz con brusquedad—. Quítate la mano de la boca y cuéntame qué te pasa.
El chico —el padre Schwartz lo reconoció entonces: era el hijo de uno de sus feligreses, el señor Miller, el transportista— se quitó de mala gana la mano de la boca y empezó a hablar, con un murmullo desesperado.
—Padre Schwartz, he cometido un pecado terrible.
—¿ Un pecado contra la pureza?
—No, padre… Peor.
El padre Schwartz se estremeció visiblemente.
—¿Has matado a alguien?
—No, pero tengo miedo de que… —la voz subió hasta convertirse en un gemido agudo.
—¿Quieres confesarte?
El niño, apesadumbrado, negó con la cabeza. El padre Schwartz se aclaró la garganta para que la voz sonara dulce cuando dijera algo agradable y consolador. En aquel instante debía olvidar su propio dolor e intentar actuar como Dios. Repitió mentalmente una jaculatoria, esperando que, en correspondencia, Dios lo ayudara a comportarse como debía.
—Cuéntame lo que has hecho —dijo con su nueva y dulce voz.
El niño lo miró a través de las lágrimas, reconfortado por la impresión de flexibilidad moral que había conseguido transmitirle el turbado sacerdote. Poniéndose, cuanto era capaz, en manos de aquel hombre, Rudolph Miller empezó a contar su historia.
—El sábado, hace tres días, mi padre me dijo que tenía que confesarme porque llevaba un mes sin hacerlo, y mi familia se confiesa todas las semanas, y yo no me había confesado. Pero yo no fui a confesarme, me daba lo mismo. Lo dejé para después de cenar porque estaba jugando con mis amigos, y mi padre me preguntó si había ido, y le dije que no, y me cogió por el cuello y me dijo que fuera inmediatamente, y yo le dije que muy bien, y fui a la iglesia. Y mi padre me gritó: «No vuelvas hasta que no te hayas confesado»…
II.
El sábado, tres días antes
Volvieron a caer los pliegues tenebrosos de la cortina del confesionario, dejando sólo a la vista la suela del zapato viejo de un hombre viejo. Detrás de la cortina, un alma inmortal estaba a solas con Dios y con el reverendo Adolphus Schwartz, el párroco. Empezó a oírse un bisbiseo laborioso, sibilante y discreto, interrumpido de vez en cuando por la voz del sacerdote, que hacía preguntas perfectamente audibles.
Rudolph Miller se arrodilló en el reclinatorio, junto al confesionario, y esperó, nervioso, esforzándose en escuchar, y también en no escuchar, lo que se decía en el confesionario. El hecho de que la voz del sacerdote fuera audible lo alarmó. Llegaba su turno, y las tres o cuatro personas que esperaban podrían oír sin ningún escrúpulo cómo admitía haber violado el sexto y el noveno mandamientos.
Rudolph nunca había cometido adulterio, ni había deseado a la mujer del prójimo, pero le resultaba particularmente difícil confesar otros pecados más o menos relacionados con aquéllos. Saboreaba, por contraste, las faltas menos vergonzosas: formaban un fondo gris que atenuaba la marca de ébano que los pecados sexuales imprimían en su alma.
Se tapaba los oídos con las manos, con la esperanza de que los demás notaran su negativa a oír y, por cortesía, hicieran con él lo mismo, cuando un brusco movimiento del penitente en el confesionario lo empujó a esconder precipitadamente la cara en el hueco del brazo. El miedo tomó una forma sólida, acomodándose a la fuerza entre su corazón y sus pulmones. Ahora ponía los cinco sentidos en arrepentirse de sus pecados, no porque tuviera miedo, sino porque había ofendido a Dios. Debía convencer a Dios de que estaba arrepentido y, para conseguirlo, primero debería convencerse a sí mismo. Después de una violenta lucha con sus emociones, llegó a sentir una tímida compasión de sí mismo y decidió que ya estaba preparado. Si impedía que cualquier otro pensamiento penetrara en su mente, y conseguía conservar intacta aquella emoción hasta el momento de entrar en el gran ataúd vertical, habría sobrevivido a una nueva crisis de su vida religiosa.
Por un instante, sin embargo, una idea diabólica casi se apoderó de él. Podría volver a casa ahora, antes de que le tocara el turno, y decirle a su madre que había llegado demasiado tarde, cuando el sacerdote ya se había ido. Una cosa así implicaba, por desgracia, el riesgo de que descubrieran la mentira. También podía decir, y era otra alternativa que se había confesado, pero, en tal caso, hubiera tenido que evitar comulgar al día siguiente, porque la hostia consagrada, recibida por un alma impura, se hubiera convertido en veneno en su boca y él se hubiera desplomado en el comulgatorio, exánime y condenado para siempre.
Otra vez se oía la voz del padre Schwartz:
—Y por los tuyos…
Las palabras se confundieron en un ronco murmullo, y Rudolph, nervioso, se puso de pie. Le parecía imposible confesarse aquella tarde. Estaba indeciso, tenso. Entonces brotaron del confesionario un golpe seco, un crujido y un frufrú sostenido. La celosía se abrió y la cortina tembló: la tentación había llegado demasiado tarde.
—Ave María Purísima. Déme su bendición, padre, porque he pecado… Yo, pecador, me confieso a Dios todopoderoso y a usted, padre, porque he pecado… Hace un mes y tres días que me confesé por última vez… Me acuso de… de haber tomado el nombre de Dios en vano…
Este era un pecado venial. Sus blasfemias sólo habían sido fanfarronerías, y confesarlas era poco menos que una bravata.
—… de haberme portado mal con una anciana.
La sombra triste se movió ligeramente al otro lado de la celosía.
—¿Cómo, hijo mío?
—Fue la señora Swenson —el murmullo de Rudoph se elevó con júbilo—. Nos había quitado la pelota de béisbol porque había golpeado en su ventana, y no quería devolvérnosla, y entonces estuvimos gritándole toda la tarde: «Fuera, fuera». Y, a eso de las cinco, le dio un ataque y tuvieron que llevarla al médico.
—Sigue, hijo mío.
—Me acuso de no creer que soy hijo de mis padres.
—¿Cómo? —la pregunta demostraba verdadera perplejidad.
—De no creer que soy hijo de mis padres.
—¿Porqué?
—Ah, por orgullo nada más —respondió el penitente sin darle importancia al asunto.
—¿Quieres decir que piensas que eres demasiado bueno para ser hijo de tus padres?
—Sí, padre —las palabras sonaban ahora con menos júbilo.
—Sigue.
—Me acuso de ser desobediente y de ponerle motes a mi madre. De hablar mal de la gente. De haber fumado…
Ya se le habían acabado los pecados veniales y se estaba acercando a los pecados que le dolía confesar. Se oprimía la cara con los dedos, como si fueran rejas entre las que debía exprimir la vergüenza de su corazón.
—De decir palabras feas y tener malos pensamientos y deseos impuros —musitó en voz muy baja.
—¿Cuántas veces?
—No lo sé.
—¿Una vez a la semana? ¿Dos veces?
—Dos veces a la semana.
—¿Has cedido a esos deseos?
—No, padre.
—¿Estabas solo cuando los tuviste?
—No, padre. Estaba con dos chicos y una chica.
—¿No sabes, hijo mío, que debes evitar las ocasiones de pecado tanto como el pecado mismo? Las malas compañías conducen a los deseos impuros; y los deseos impuros, a las acciones impuras. ¿Dónde estabas?
—En un granero detrás de…
—No quiero oír nombres —lo interrumpió bruscamente el sacerdote.
—Bueno, estábamos en el pajar, y esta chica y…, bueno, un amigo, decían cosas… cosas impuras… Y yo me quedé.
—Deberías haberte ido… Deberías haberle dicho a la chica que se fuera.
¡Debería haberse ido! No podía contarle al padre Schwartz cómo le había latido el pulso, qué rara y romántica excitación lo había poseído al oír aquellas cosas extrañas. Quizá en los reformatorios, entre las chicas incorregibles de mirada dura e idiotizada, se encuentran aquéllas por las que ha ardido el fuego más puro.
—¿Tienes algo más que contarme?
—Creo que no, padre.
Rudoph sintió un gran alivio. Le sudaban las manos, entrelazadas con fuerza.
—¿No has dicho mentiras?
La pregunta lo sobresaltó. Como todos los que mienten por costumbre e instinto, sentía un respeto inmenso, un temor reverencial por la verdad. Algo casi ajeno a él le dictó una respuesta rápida y ofendida.
—No, no, padre. Jamás digo mentiras.
Durante unos segundos, como el plebeyo en el trono del rey, saboreó con orgullo la situación. Y entonces, mientras el sacerdote empezaba a murmurar convencionales consejos, se dio cuenta de que, al negar heroicamente haber dicho mentiras, había cometido un pecado terrible: había mentido bajo confesión.
Obedeciendo automáticamente al padre Schwartz, que le pedía que se arrepintiera de sus pecados, empezó a rezar en voz alta sin darse mucha cuenta de lo que decía:
—Señor mío y Dios mío, me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido…
Tenía que arreglar aquello inmediatamente: era un pecado grave; pero, mientras sus labios se cerraban tras las últimas palabras de la oración, se oyó un golpe sordo. La rejilla del confesionario también se había cerrado.
Un instante después, a la luz del crepúsculo, el alivio de salir de la iglesia bochornosa y respirar el aire libre del mundo de trigo y cielo aplazó la plena conciencia de lo que había hecho. En lugar de preocuparse, aspiró profundamente el aire vigorizante y repetió entre dientes una y otra vez las palabras «¡Blatchford Sarnemington! ¡Blatchford Sarnemington!».
Blatchford Sarnemington era él mismo, y aquellas palabras eran como un poema o una canción. Cuando se convertía en Blatchford Sarnemington emanaba de él una amable nobleza. Blatchford Sarnemington vivía de triunfo en triunfo, triunfos extraordinarios y dramáticos. Cuando Rudolph entornaba los ojos significaba que Blatchford se había apoderado de él, y a su paso se oían murmullos de envidia: «¡Blatchford Sarnemington! ¡Por ahí va Blatchford Sarnemington!».
Ahora, por un instante, era Blatchford, mientras volvía a casa por el camino lleno de baches, pero cuando el camino se cubrió de asfalto y se convirtió en la calle principal de Ludwig, la euforia de Rudolph se desvaneció: tenía la cabeza fría, le horrorizaba su mentira. Dios, por supuesto, ya la conocía. Pero Rudolph se reservaba un rincón de su mente donde estaba a salvo de Dios, donde planeaba los subterfugios con los que a menudo engañaba a Dios. Escondido en aquel rincón, ahora reflexionaba sobre la mejor manera de evitar las consecuencias de su mentira.
Tenía que arreglárselas como fuera para no comulgar al día siguiente. Era demasiado grande el riesgo de ofender a Dios hasta tal punto. Podría beber agua por descuido a la mañana siguiente, y así, de acuerdo con las leyes de la Iglesia, no podría comulgar aquel día. A pesar de su poca consistencia, éste fue el subterfugio más factible que se le ocurrió. Tras reconocer los riesgos que implicaba, se estaba concentrando en la mejor manera de llevarlo a la práctica, cuando dobló la esquina de la tienda de Romberg y apareció la casa de su padre.
III.
El padre de Rudolph, el transportista local, había llegado con la segunda oleada de emigrantes alemanes e irlandeses a la región de Minnesota y Dakota. En teoría, en aquel tiempo y lugar un joven emprendedor disponía de grandes oportunidades, pero Carl Miller había sido incapaz de labrarse, entre sus superiores y subalternos, la reputación de casi absoluta imperturbabilidad que es esencial para tener éxito en los negocios basados en la jerarquía. Aunque algo tosco, no era, sin embargo, lo suficientemente testarudo, ni sabía aceptar como indiscutibles ciertas relaciones fundamentales, y esta incapacidad lo hacía ser desconfiado y estar permanentemente inquieto y descontento.
Mantenía dos vínculos con la alegría de vivir: su fe en la Iglesia católica romana y una veneración mística por James J. Hill, constructor del Empire. Hill era la apoteosis de aquella cualidad que le faltaba a Miller: el sentido de la realidad, la intuición, la capacidad de presentir la lluvia en el aire que te da en la cara. La inteligencia de Miller se malgastaba en decisiones que ya habían tomado otros, y nunca en su vida tuvo la sensación de que de sus manos dependía el equilibrio de algo, aunque fuera la cosa más simple. Su cuerpo cansado, lleno aún de energía, más pequeño de lo normal, envejecía a la sombra gigantesca de Hill. Llevaba veinte años viviendo en el nombre de Hill y Dios.
Nada mancillaba la paz de aquel domingo cuando Carl Miller se despertó a las seis de la mañana. Arrodillado junto a la cama, inclinó sobre la almohada la cabeza canosa y amarillenta y los bigotes de color indefinido, y rezó unos minutos. Luego se quitó el camisón —como todos los de su generación, nunca había soportado los pijamas— y embutió su cuerpo delgado, pálido, sin vello, en la ropa interior de lana.
Se afeitó. Silencio en el dormitorio donde su mujer dormía inquieta; silencio en el rincón del pasillo donde, aislada por una cortina, estaba la cama de su hijo y donde su hijo dormía entre los libros de Alger, su colección de vitolas de puro, sus banderines apolillados —«Cornell», «Hamlin», «Recuerdos de Pueblo, Nuevo México»— y otros tesoros de su vida privada. Miller podía oír los pájaros que chillaban fuera de la casa, el revolotear de las gallinas y, como ruido de fondo, débil, acercándose, más fuerte, el traqueteo del tren de las seis y cuarto, directo a Montana y las verdes costas. Entonces, mientras el agua fría goteaba de la toalla que tenía en la mano, levantó la cabeza de repente: habí oído un ruido furtivo, abajo, en la cocina.
Secó rápidamente la navaja de afeitar, se puso los tirantes y cuchó. Alguien andaba por la cocina y, por las pisadas ligeras, adivia que no era su mujer. Con la boca entreabierta, bajó corriendo las escaleras y abrió la puerta de la cocina.
En el fregadero, con una mano en el grifo que todavía goteaba y un vaso de agua en la otra, estaba su hijo. Los ojos del chico, todavía bajo el peso del sueño, de una belleza asustada y llena de reproches, se encontraron con los del padre. El chico estaba descalzo, y se había remangado la camisa y los pantalones del pijama.
Se quedaron inmóviles un instante: las cejas de Carl Miller bajaron, y se alzaron las de su hijo, como si quisieran encontrar un equilibrio entre las emociones opuestas que los embargaban. Entonces el bigote del padre descendió portentosamente hasta ensombrecerle la boca. El padre echó un vistazo alrededor para comprobar si todo seguía en su sitio.
La luz del sol aureolaba la cocina, se estrellaba en las cacerolas y daba a la madera lisa del suelo y a la mesa un color amarillo y limpio, de trigo. La cocina era el centro de la casa, con el fuego encendido y los cazos encajados en cazos como si fueran juguetes, y el silbido permanente del vapor, y una suave tonalidad pastel. Nada había sido cambiado de sitio, no habían tocado nada, excepto el grifo en el que seguían formándose gotas de agua que caían en la pila con un instantáneo fulgor blanco.
—¿Qué haces?
—Tenía mucha sed y se me ha ocurrido bajar a…
—Creía que ibas a comulgar.
Una expresión de vehemente asombro se dibujó en la cara de su hijo.
—Se me había olvidado.
—¿Has bebido agua?
—No…
En el mismo instante en que la palabra se le escapó de los labios Rudolph se dio cuenta de que se había equivocado al responder, pero los ojos apagados e indignados que lo miraban habían dictado la verdad antes de que interviniera la voluntad del chico. Ahora comprendía además que ni siquiera tendría que haber bajado a la cocina; por una vaga necesidad de verosimilitud había querido dejar un vaso mojado, como prueba, en el fregadero. Lo había traicionado la honradez de su imaginación.
—¡Tira el agua! —ordenó el padre.
Rudolph volcó el vaso con desesperación.
—¿Se puede saber qué te pasa? —preguntó Miller, de mal humor.
—Nada.
—¿Fuiste ayer a confesarte?
—Sí.
—¿Por qué ibas a beber agua entonces?
—No lo sé. Se me había olvidado.
—Puede que te importe más pasar un poco de sed que tu religión.
—Se me había olvidado —Rudolph sentía cómo se le saltaban las lágrimas.
—Ésa no es manera de responder.
—Bueno, es lo que me ha pasado.
—¡Pues ten más cuidado! —la voz del padre era aguda, insistente, inquisitiva—: Si eres tan desmemoriado que hasta puedes olvidar tu religión, habrá que tomar medidas.
Rudolph llenó un opresivo instante de silencio diciendo:
—La recuerdo perfectamente.
—Primero descuidas tu religión —gritó su padre, atizando su propia rabia—, luego empiezas a mentir y a robar, y el siguiente paso es el reformatorio.
Ni siquiera esta amenaza, ya familiar, hizo más hondo el abismo que Rudolph veía ante sí. O lo confesaba todo inmediatamente, exponiéndose a que, con toda seguridad, su cuerpo recibiera una paliza feroz, o atraía sobre sí los truenos del infierno al recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo con un sacrilegio en el alma. Y, de las dos posibilidades, la primera le parecía más terrible: no temía tanto a los golpes como a la rabia salvaje, desahogo de hombre inútil, que se escondía tras ellos.
—¡Deja ese vaso, sube y vístete! —ordenó el padre—. Y cuando vayamos a la iglesia, antes de comulgar, deberías arrodillarte para pedirle a Dios perdón por tu descuido.
Cierto énfasis involuntario en las palabras del padre actuó como catalizador sobre la confusión y el miedo de Rudolph. Una furia incontrolada y orgullosa se apoderó de él, y arrojó con rabia el vaso al fregadero.
Su padre emitió un ruido ronco, forzado, y se lanzó sobre él. Rudolph lo esquivó, tropezó con una silla y trató de pasar al otro lado de la mesa. Gritó cuando una mano le agarró el pijama, por el hombro, y sintió el impacto seco de un puño en la sien, y golpes de refilón en el pecho y la espalda. Mientras intentaba ponerse fuera del alcance de su padre, que lo arrastraba por el suelo o lo levantaba cuando instintivamente le sujetaba el brazo, Rudolph, consciente de la humillación y de los golpes, no abrió la boca, excepto para reírse histéricamente alguna vez. Entonces, en menos de un minuto, las bofetadas cesaron de repente. El padre agarraba a Rudolh con fuerza, y padre e hijo temblaban y farfullaban, comiéndose la mitad de las sílabas, palabras sin sentido, hasta que Carl Miller obligó a su hijo a subir las escaleras entre empellones y amenazas.
—¡Vístete!
Rudolph estaba histérico y helado. Le dolía la cabeza, y tenía en el cuello un arañazo largo y superficial, una marca de las uñas del padre, y sollozaba y temblaba mientras se vestía. Sabía que su madre esperaba en la puerta, en bata, arrugando la cara arrugada, que se comprimía y se deformaba, y del cuello a la frente se cubría de un remolino de arrugas nuevas. Despreciando la impotencia asustada de la madre, y rechazándola sin miramientos cuando intentó untarle una pomada en el cuello, se lavó de prisa, entre sollozos. Luego salió de casa con su padre, camino de la iglesia católica.
IV.
Andaban sin hablar, salvo cuando Carl Miller reconocía maquinalmente a aquellos con quienes se cruzaban. Sólo la respiración entrecortada de Rudolph rompía el silencio cálido del domingo.
El padre se detuvo con resolución ante la puerta de la iglesia.
—He decidido que lo mejor es que vuelvas a confesarte. Dile al padre Schwartz lo que has hecho y pídele perdón a Dios.
—¡Tú también has perdido los nervios! —se apresuró a contestar Rudolph.
Carl Miller dio un paso hacia su hijo, que, prudentemente, retrocedió.
—Vale, me confesaré.
—¿Vas a hacer lo que te he dicho? —preguntó el padre con un murmullo ronco.
—Sí, sí.
Rudolph entró en la iglesia y, por segunda vez en dos días, se acercó al confesionario y se arrodilló. La celosía se abrió casi instantáneamente.
—Me acuso de no haber rezado al despertarme.
—¿Nada más?
—Nada más.
Sintió júbilo y ganas de llorar. Nunca más volvería a anteponer con tanta facilidad una abstracción a las necesidades de su tranquilidad y su orgullo. Había traspasado una línea invisible: era plenamente consciente de su soledad, consciente de que la soledad afectaba a los momentos en que era Blatchford Sarnemington, pero también a toda su vida íntima. Hasta entonces, fenómenos como sus ambiciones disparatadas y su mezquina timidez y sus miedos mezquinos sólo habían sido rincones privados, secretos, no reconocidos ante el trono de su alma oficial. Ahora sabía, inconscientemente, que aquellos rincones privados eran su propio yo, él mismo, y que todo lo demás era una fachada vistosa y una bandera convencional. La presión del ambiente lo había empujado al camino secreto y solitario de la adolescencia.
Se arrodilló en el banco, al lado de su padre. Empezó la misa. Mantenía la espalda erguida —cuando estaba solo, apoyaba el trasero en el banco— y saboreaba la idea de venganza, una venganza dolorosa y sutil. A su lado, su padre le pedía a Dios que perdonara a Rudolph, y también pedía perdón por su arrebato de ira. Miró de reojo a su hijo, y se sintió más tranquilo al ver que ya no tenía la cara tensa, de rabia, y que había dejado de sollozar. La gracia de Dios, inherente al Sacramento, haría el resto, y quizá, después de la misa, todo iría mejor. En su corazón estaba orgulloso de Rudolph, y empezaba a sentirse sinceramente arrepentido, no sólo formalmente, de lo que había hecho.
Habitualmente el paso de la bandeja para la colecta era para Rudolph un momento muy importante de la misa. Si, como sucedía a menudo, no tenía dinero, se sentía avergonzado e irritado, e inclinaba la cabeza y fingía no ver la bandeja, para que Jeanne Brady, en el banco vecino, no se diera cuenta y no sospechara un caso grave de indigencia familiar. Pero aquel día miró fríamente la bandeja mientras pasaba ante sus ojos, casi rozándolo, y advirtió con momentáneo interés que contenía muchísimas monedas.
Pero, cuando tintineó la campanilla para la comunión, se estremeció. No existía ningún motivo para que Dios no le parara el corazón. Durante las últimas doce horas había cometido una serie de pecados mortales, a cual más grave, y ahora iba a rematar la serie con un sacrilegio blasfemo.
—Domine, non sum dignum; ut interés sub tectum rneum; sed tantum dic verbum, et sanabitur anima mea.
Hubo un rumor, movimiento en los bancos, y los comulgantes desfilaron hacia el altar con los ojos bajos y las manos juntas. Los más piadosos unían las puntas de los dedos para formar pequeñas cúpulas. Entre ellos estaba Carl Miller. Rudolph lo siguió hasta el comulgatorio y se arrodilló, apoyando, sin darse cuenta, la barbilla en el mantel blanco. La campanilla tintineó con fuerza y el sacerdote se volvió hacia los comulgantes sosteniendo la Hostia blanca sobre el copón:
—Corpus Domini nostri Jesu Christi custodiat animam tuam in vitam aeternam.
Un sudor frío cubrió la frente de Rudolph cuando empezó la comunión. El padre Schwartz avanzaba por la fila, y Rudolph, que cada vez tenía más ganas de vomitar, sintió cómo las válvulas de su corazón desfallecían por voluntad de Dios. Le pareció que la iglesia se oscurecía y que la cubría un gran silencio, roto sólo por el confuso murmullo que anunciaba que se iba acercando el Creador del Cielo y de la Tierra. Hundió la cabeza entre los hombros y esperó el golpe.
Entonces sintió un fuerte codazo en el costado. Su padre le daba con el codo para que se mantuviera derecho y no se apoyara en el comulgatorio; faltaban dos personas para que llegara el sacerdote.
—Corpus Domini nostri Jesu Christi custodiat animam tuam in vitam aeternam.
Rudolph abrió la boca. Sintió sobre la lengua el pegajoso sabor a cera de la hostia. Permaneció inmóvil durante un periodo de tiempo le pareció interminable, con la cara todavía levantada y la Hostia intacta en la boca, sin disolverse. Y otra vez lo espabiló el codo de su paje y vio que la gente se alejaba del altar, como hojarasca, y, con los o,os bajos, sin mirar a ninguna parte, volvía a los bancos, a solas con Dios.
Rudolph estaba a solas consigo mismo, empapado en sudor, hundido en el pecado mortal. Mientras volvía a su sitio, sus pezuñas de demonio resonaron con fuerza contra el suelo de la iglesia, y supo que llevaba en el corazón un veneno negro.
V.
Sagitta Volante in Dei
El precioso chiquillo de ojos como piedras azules y pestañas que se abrían como pétalos había terminado de confesarle al padre Schwartz su pecado, y el rectángulo de sol en el que se sentaba había recorrido en la habitación el espacio de media hora. Ya estaba menos asustado: se había librado del peso de su historia, y lo notaba. Sabía que mientras estuviera en aquella habitación, con aquel sacerdote, Dios no le pararía el corazón, así que suspiró y permaneció sentado, en silencio, a la espera de que el sacerdote hablara.
Los ojos fríos y húmedos del padre Schwartz seguían fijos en los dibujos de la alfombra, donde el sol resaltaba las esvásticas y los pámpanos muertos y estériles y la pálida copia de unas flores. El tictac del reloj del recibidor sonaba con insistencia camino del atardecer, y la habitación oscurecida y la tarde tras los cristales traían una monotonía irremediable, rota de vez en cuando por los golpes lejanos de un martillo, que resonaban en el aire seco. Los nervios del sacerdote estaban tensos, a punto de saltar, y las cuentas de su rosario se arrastraban y retorcían como serpientes sobre el paño verde del escritorio. No recordaba lo que tenía que decir.
Más allá de cuanto existía en aquella perdida ciudad sueca, era consciente de los ojos de aquel chiquillo: unos ojos preciosos, de pestañas que parecían nacer sin ganas, curvándose hacia atrás como si quisieran volver a los ojos.
El silencio persistía, y Rudolph esperaba, y el sacerdote se esforzaba en recordar algo que se le iba, se le iba cada vez más lejos, y el tictac del reloj resonaba en la casa triste. Entonces el padre Schwartz miró fijamente al chico y, con una voz rara, dijo:
—Cuando mucha gente se reúne en los sitios mejores, las cosas resplandecen.
Rudolph se sobresaltó y miró al padre Schwartz.
—Digo que… —empezó a hablar el sacerdote, y se interrumpió para escuchar algo—. ¿Oyes el martillo y el tictac del reloj y las abejas? Bueno, eso no significa nada. Lo importante es reunir a mucha gente en el centro del mundo, dondequiera que esté el centro del mundo. Entonces —y sus ojos húmedos se dilataron maliciosamente— las cosas resplandecen.
—Sí, padre —asintió Rudolph, sintiendo un poco de miedo.
—¿Qué vas a ser cuando seas mayor?
—Bueno, antes quería ser jugador de béisbol —respondió Rudolph, nervioso—, pero no creo que eso sea demasiado ambicioso, así que quiero ser actor u oficial de marina.
El sacerdote volvía a mirarlo fijamente.
—Sé exactamente lo que quieres decir —dijo con aire feroz.
Rudolph no quería decir nada en particular y las palabras del sacerdote lo hicieron sentirse más incómodo.
«Este hombre está loco», pensó, «y me da miedo. Quiere que lo ayude, no sé cómo, pero yo no quiero».
—Por tu aspecto, se diría que las cosas relucen —exclamó el padre Schwartz incoherentemente—. ¿Has ido alguna vez a una fiesta?
—Sí, padre.
—¿Te diste cuenta de que todo el mundo iba bien vestido? Eso es lo que quiero decir. Cuando llegaste a la fiesta, seguro que todos iban bien vestidos. Y a lo mejor dos niñas esperaban en la puerta y algunos chicos se apoyaban en el pasamanos de la escalera, y había jarrones llenos de flores.
—He ido a muchas fiestas —dijo Rudolph, aliviado por el rumbo que tomaba la conversación.
—Claro que sí —continuó el padre Schwartz con aire triunfal—. Sé que estás de acuerdo conmigo. Pero mi teoría es que, cuando mucha gente coincide en los sitios mejores, las cosas resplandecen sin cesar.
Rudolph se dio cuenta de que estaba pensando en Blatchford Sarnemington.
—Por favor, ¡escúchame! —ordenó el sacerdote con impaciencia—. Deja de preocuparte por lo que pasó el sábado. Sólo en el supuesto de que existiera una fe absoluta, la apostasía implicaría la absoluta condenación. ¿Está claro?
Rudolph no tenía la menor idea de lo que el padre Schwartz quería decir, pero asintió, y el sacerdote asintió también y volvió a su misteriosa preocupación.
—Sí —exclamó—, hoy existen luminosos tan grandes como las estrellas, ¿te das cuenta? Me han contado que en París, o en otro sitio, hay un luminoso tan grande como una estrella. Lo ha visto mucha gente, mucha gente feliz. Hoy día hay cosas que ni siquiera has soñado. Mira —se acercó más a Rudolph, pero el chico retrocedió, y el padre Schwartz volvió a retreparse en su sillón, con los ojos secos y ardientes—. ¿Has visto alguna vez un parque de atracciones?
—No, padre.
—Bueno, ve a ver un parque de atracciones —el sacerdote movió vagamente la mano—. Es parecido a una feria, sólo que con muchas más luces. Ve de noche a un parque de atracciones y obsérvalo a distancia desde la oscuridad, bajo los árboles oscuros. Verás una gran rueda hecha de luces que gira en el aire, y un tobogán inmenso por donde se deslizan barcas hasta el agua. Y en algún sitio está tocando una orquesta, y hay un olor a almendras garrapiñadas… Y todo brilla. Y, ¿sabes?, no te recordará a nada. Flotará en la noche como un globo de colores, como un gran farol amarillo colgado de un mástil.
El padre Schwartz frunció el entrecejo mientras, de repente, se le ocurría algo.
—Pero no te acerques demasiado —le advirtió—, porque, si te acercas demasiado, sólo sentirás el calor, el sudor y la vida.
Todas aquellas palabras le parecían a Rudolph extraordinariamente raras y terribles porque aquel hombre era un sacerdote. Allí estaba, sentado, medio muerto de miedo, mirando fijamente con los ojos muy abiertos, preciosos, al padre Schwartz. Pero, bajo el miedo, sentía que sus más íntimas convicciones habían sido confirmadas. En alguna parte existía algo inefablemente maravilloso que no tenía nada que ver con Dios. Ya no creía que Dios estuviera disgustado con él por su primera mentira, porque Dios habría comprendido que Rudolph había mentido para hacer la confesión más interesante, añadiendo a la nimiedad de sus pecados algo radiante, un poco de orgullo. Y, en el preciso instante en que proclamaba su honor inmaculado, un estandarte de plata ondeaba al viento en algún sitio, entre el crujir del cuero y el fulgor de las espuelas de plata, y una tropa de caballeros esperaba el amanecer en una colina verde. El sol encendía estrellas de luz en sus armaduras como en el cuadro de los coraceros alemanes en Sedán que había en su casa.
Pero ahora el sacerdote murmuraba palabras ininteligibles, doloridas, y el chico empezó a sentir un miedo incontrolable. El miedo entró de pronto por la ventana abierta y la atmósfera de la habitación cambió. El padre Schwartz cayó bruscamente de rodillas, desplomado, y ahora apoyaba la espalda contra una silla.
—Dios mío —gritó, con una voz extraña, antes de derrumbarse.
Y de las ropas gastadas del sacerdote se desprendió una opresión humana, y se mezcló con el leve olor de la comida que se pudría en los rincones. Rudolph lanzó un grito y abandonó el lugar corriendo, aterrorizado, mientras el hombre yacía inmóvil, llenando la sala, llenándola de voces y rostros, una multitud de voces, pura ecolalia, hasta que estalló una carcajada aguda e inacabable.
Al otro lado de la ventana el siroco azul temblaba sobre el trigo, y chicas rubias paseaban sensualmente por los caminos que unían los campos, gritándoles frases inocentes y excitantes a los muchachos que trabajaban en los trigales. Bajo los vestidos de algodón se adivinaba la forma de las piernas, y el borde de los escotes estaba tibio y húmedo. Hacía ya cinco horas que la vida fértil y caliente ardía en la tarde. Dentro de tres horas sería de noche, y en toda la región aquellas rubias nórdicas y aquellos altos muchachos de las granjas se tenderían junto al trigo, bajo la luna.
Sobre el autor.
Francis Scott Fitzgerald (Saint Paul, Minnesota, 24 de septiembre de 1896 – Hollywood, California, 21 de diciembre de 1940), fue un novelista estadounidense de la época del jazz.
I.
Érase una vez un sacerdote de ojos fríos y húmedos que, en el silencio de la noche, derramaba frías lágrimas. Lloraba porque las tardes eran cálidas y largas y era incapaz de conseguir una absoluta unión mística con Nuestro Señor. A veces, hacia las cuatro, bajo su ventana, se oía un rumor de chicas suecas en el sendero, y en sus risas estridentes descubría una terrible disonancia que lo empujaba a rezar en voz alta para que cayera pronto la tarde. Al atardecer las risas y las voces se apaciguaban, pero más de una vez había pasado por la tienda de Romberg cuando ya era casi de noche y las luces amarillas brillaban en el interior y resplandecían los grifos de níquel del agua de Seltz, y el perfume en el aire del jabón de tocador barato le había parecido desesperadamente dulce. Pasaba por allí cuando volvía de confesar a los fieles los sábados por la tarde, hasta que tomó la precaución de cruzar a la otra acera de la calle, para que el perfume del jabón se disolviera en el aire, flotando como incienso hacia la luna de verano, antes de llegarle a la nariz.
Pero era imposible eludir la vehemente locura de las cuatro de la tarde. Desde la ventana, hasta donde alcanzaba a ver, el trigo de Dakota cubría el valle del río Rojo. Era terrible la visión del trigo, y el dibujo de la alfombra, a la que, angustiado, bajaba los ojos, transportaba su imaginación melancólica a través de laberintos grotescos, siempre abiertos al sol inevitable.
Una tarde, cuando había llegado al punto en que la mente se para como un reloj viejo, el ama de llaves acompañó a su estudio a un hermoso y perspicaz chico de once años llamado Rudolph Miller. El chiquillo se sentó en una mancha de sol, y el sacerdote, en su escritorio de nogal, fingió estar muy ocupado: quería disimular el alivio de que alguien entrara en su habitación embrujada.
Cuando se volvió, se sorprendió al clavar la vista en aquellos dos ojos enormes, un poco separados, iluminados por chispas de luz color cobalto. Aquella mirada lo asustó al principio, pero enseguida se dio cuenta de que su visitante tenía miedo, un miedo abyecto.
—Te tiemblan los labios —dijo el padre Schwartz con voz cansada.
El niño se tapó con la mano la boca temblorosa.
—¿Te ha pasado algo? —preguntó el padre Schwartz con brusquedad—. Quítate la mano de la boca y cuéntame qué te pasa.
El chico —el padre Schwartz lo reconoció entonces: era el hijo de uno de sus feligreses, el señor Miller, el transportista— se quitó de mala gana la mano de la boca y empezó a hablar, con un murmullo desesperado.
—Padre Schwartz, he cometido un pecado terrible.
—¿ Un pecado contra la pureza?
—No, padre… Peor.
El padre Schwartz se estremeció visiblemente.
—¿Has matado a alguien?
—No, pero tengo miedo de que… —la voz subió hasta convertirse en un gemido agudo.
—¿Quieres confesarte?
El niño, apesadumbrado, negó con la cabeza. El padre Schwartz se aclaró la garganta para que la voz sonara dulce cuando dijera algo agradable y consolador. En aquel instante debía olvidar su propio dolor e intentar actuar como Dios. Repitió mentalmente una jaculatoria, esperando que, en correspondencia, Dios lo ayudara a comportarse como debía.
—Cuéntame lo que has hecho —dijo con su nueva y dulce voz.
El niño lo miró a través de las lágrimas, reconfortado por la impresión de flexibilidad moral que había conseguido transmitirle el turbado sacerdote. Poniéndose, cuanto era capaz, en manos de aquel hombre, Rudolph Miller empezó a contar su historia.
—El sábado, hace tres días, mi padre me dijo que tenía que confesarme porque llevaba un mes sin hacerlo, y mi familia se confiesa todas las semanas, y yo no me había confesado. Pero yo no fui a confesarme, me daba lo mismo. Lo dejé para después de cenar porque estaba jugando con mis amigos, y mi padre me preguntó si había ido, y le dije que no, y me cogió por el cuello y me dijo que fuera inmediatamente, y yo le dije que muy bien, y fui a la iglesia. Y mi padre me gritó: «No vuelvas hasta que no te hayas confesado»…
II.
El sábado, tres días antes
Volvieron a caer los pliegues tenebrosos de la cortina del confesionario, dejando sólo a la vista la suela del zapato viejo de un hombre viejo. Detrás de la cortina, un alma inmortal estaba a solas con Dios y con el reverendo Adolphus Schwartz, el párroco. Empezó a oírse un bisbiseo laborioso, sibilante y discreto, interrumpido de vez en cuando por la voz del sacerdote, que hacía preguntas perfectamente audibles.
Rudolph Miller se arrodilló en el reclinatorio, junto al confesionario, y esperó, nervioso, esforzándose en escuchar, y también en no escuchar, lo que se decía en el confesionario. El hecho de que la voz del sacerdote fuera audible lo alarmó. Llegaba su turno, y las tres o cuatro personas que esperaban podrían oír sin ningún escrúpulo cómo admitía haber violado el sexto y el noveno mandamientos.
Rudolph nunca había cometido adulterio, ni había deseado a la mujer del prójimo, pero le resultaba particularmente difícil confesar otros pecados más o menos relacionados con aquéllos. Saboreaba, por contraste, las faltas menos vergonzosas: formaban un fondo gris que atenuaba la marca de ébano que los pecados sexuales imprimían en su alma.
Se tapaba los oídos con las manos, con la esperanza de que los demás notaran su negativa a oír y, por cortesía, hicieran con él lo mismo, cuando un brusco movimiento del penitente en el confesionario lo empujó a esconder precipitadamente la cara en el hueco del brazo. El miedo tomó una forma sólida, acomodándose a la fuerza entre su corazón y sus pulmones. Ahora ponía los cinco sentidos en arrepentirse de sus pecados, no porque tuviera miedo, sino porque había ofendido a Dios. Debía convencer a Dios de que estaba arrepentido y, para conseguirlo, primero debería convencerse a sí mismo. Después de una violenta lucha con sus emociones, llegó a sentir una tímida compasión de sí mismo y decidió que ya estaba preparado. Si impedía que cualquier otro pensamiento penetrara en su mente, y conseguía conservar intacta aquella emoción hasta el momento de entrar en el gran ataúd vertical, habría sobrevivido a una nueva crisis de su vida religiosa.
Por un instante, sin embargo, una idea diabólica casi se apoderó de él. Podría volver a casa ahora, antes de que le tocara el turno, y decirle a su madre que había llegado demasiado tarde, cuando el sacerdote ya se había ido. Una cosa así implicaba, por desgracia, el riesgo de que descubrieran la mentira. También podía decir, y era otra alternativa que se había confesado, pero, en tal caso, hubiera tenido que evitar comulgar al día siguiente, porque la hostia consagrada, recibida por un alma impura, se hubiera convertido en veneno en su boca y él se hubiera desplomado en el comulgatorio, exánime y condenado para siempre.
Otra vez se oía la voz del padre Schwartz:
—Y por los tuyos…
Las palabras se confundieron en un ronco murmullo, y Rudolph, nervioso, se puso de pie. Le parecía imposible confesarse aquella tarde. Estaba indeciso, tenso. Entonces brotaron del confesionario un golpe seco, un crujido y un frufrú sostenido. La celosía se abrió y la cortina tembló: la tentación había llegado demasiado tarde.
—Ave María Purísima. Déme su bendición, padre, porque he pecado… Yo, pecador, me confieso a Dios todopoderoso y a usted, padre, porque he pecado… Hace un mes y tres días que me confesé por última vez… Me acuso de… de haber tomado el nombre de Dios en vano…
Este era un pecado venial. Sus blasfemias sólo habían sido fanfarronerías, y confesarlas era poco menos que una bravata.
—… de haberme portado mal con una anciana.
La sombra triste se movió ligeramente al otro lado de la celosía.
—¿Cómo, hijo mío?
—Fue la señora Swenson —el murmullo de Rudoph se elevó con júbilo—. Nos había quitado la pelota de béisbol porque había golpeado en su ventana, y no quería devolvérnosla, y entonces estuvimos gritándole toda la tarde: «Fuera, fuera». Y, a eso de las cinco, le dio un ataque y tuvieron que llevarla al médico.
—Sigue, hijo mío.
—Me acuso de no creer que soy hijo de mis padres.
—¿Cómo? —la pregunta demostraba verdadera perplejidad.
—De no creer que soy hijo de mis padres.
—¿Porqué?
—Ah, por orgullo nada más —respondió el penitente sin darle importancia al asunto.
—¿Quieres decir que piensas que eres demasiado bueno para ser hijo de tus padres?
—Sí, padre —las palabras sonaban ahora con menos júbilo.
—Sigue.
—Me acuso de ser desobediente y de ponerle motes a mi madre. De hablar mal de la gente. De haber fumado…
Ya se le habían acabado los pecados veniales y se estaba acercando a los pecados que le dolía confesar. Se oprimía la cara con los dedos, como si fueran rejas entre las que debía exprimir la vergüenza de su corazón.
—De decir palabras feas y tener malos pensamientos y deseos impuros —musitó en voz muy baja.
—¿Cuántas veces?
—No lo sé.
—¿Una vez a la semana? ¿Dos veces?
—Dos veces a la semana.
—¿Has cedido a esos deseos?
—No, padre.
—¿Estabas solo cuando los tuviste?
—No, padre. Estaba con dos chicos y una chica.
—¿No sabes, hijo mío, que debes evitar las ocasiones de pecado tanto como el pecado mismo? Las malas compañías conducen a los deseos impuros; y los deseos impuros, a las acciones impuras. ¿Dónde estabas?
—En un granero detrás de…
—No quiero oír nombres —lo interrumpió bruscamente el sacerdote.
—Bueno, estábamos en el pajar, y esta chica y…, bueno, un amigo, decían cosas… cosas impuras… Y yo me quedé.
—Deberías haberte ido… Deberías haberle dicho a la chica que se fuera.
¡Debería haberse ido! No podía contarle al padre Schwartz cómo le había latido el pulso, qué rara y romántica excitación lo había poseído al oír aquellas cosas extrañas. Quizá en los reformatorios, entre las chicas incorregibles de mirada dura e idiotizada, se encuentran aquéllas por las que ha ardido el fuego más puro.
—¿Tienes algo más que contarme?
—Creo que no, padre.
Rudoph sintió un gran alivio. Le sudaban las manos, entrelazadas con fuerza.
—¿No has dicho mentiras?
La pregunta lo sobresaltó. Como todos los que mienten por costumbre e instinto, sentía un respeto inmenso, un temor reverencial por la verdad. Algo casi ajeno a él le dictó una respuesta rápida y ofendida.
—No, no, padre. Jamás digo mentiras.
Durante unos segundos, como el plebeyo en el trono del rey, saboreó con orgullo la situación. Y entonces, mientras el sacerdote empezaba a murmurar convencionales consejos, se dio cuenta de que, al negar heroicamente haber dicho mentiras, había cometido un pecado terrible: había mentido bajo confesión.
Obedeciendo automáticamente al padre Schwartz, que le pedía que se arrepintiera de sus pecados, empezó a rezar en voz alta sin darse mucha cuenta de lo que decía:
—Señor mío y Dios mío, me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido…
Tenía que arreglar aquello inmediatamente: era un pecado grave; pero, mientras sus labios se cerraban tras las últimas palabras de la oración, se oyó un golpe sordo. La rejilla del confesionario también se había cerrado.
Un instante después, a la luz del crepúsculo, el alivio de salir de la iglesia bochornosa y respirar el aire libre del mundo de trigo y cielo aplazó la plena conciencia de lo que había hecho. En lugar de preocuparse, aspiró profundamente el aire vigorizante y repetió entre dientes una y otra vez las palabras «¡Blatchford Sarnemington! ¡Blatchford Sarnemington!».
Blatchford Sarnemington era él mismo, y aquellas palabras eran como un poema o una canción. Cuando se convertía en Blatchford Sarnemington emanaba de él una amable nobleza. Blatchford Sarnemington vivía de triunfo en triunfo, triunfos extraordinarios y dramáticos. Cuando Rudolph entornaba los ojos significaba que Blatchford se había apoderado de él, y a su paso se oían murmullos de envidia: «¡Blatchford Sarnemington! ¡Por ahí va Blatchford Sarnemington!».
Ahora, por un instante, era Blatchford, mientras volvía a casa por el camino lleno de baches, pero cuando el camino se cubrió de asfalto y se convirtió en la calle principal de Ludwig, la euforia de Rudolph se desvaneció: tenía la cabeza fría, le horrorizaba su mentira. Dios, por supuesto, ya la conocía. Pero Rudolph se reservaba un rincón de su mente donde estaba a salvo de Dios, donde planeaba los subterfugios con los que a menudo engañaba a Dios. Escondido en aquel rincón, ahora reflexionaba sobre la mejor manera de evitar las consecuencias de su mentira.
Tenía que arreglárselas como fuera para no comulgar al día siguiente. Era demasiado grande el riesgo de ofender a Dios hasta tal punto. Podría beber agua por descuido a la mañana siguiente, y así, de acuerdo con las leyes de la Iglesia, no podría comulgar aquel día. A pesar de su poca consistencia, éste fue el subterfugio más factible que se le ocurrió. Tras reconocer los riesgos que implicaba, se estaba concentrando en la mejor manera de llevarlo a la práctica, cuando dobló la esquina de la tienda de Romberg y apareció la casa de su padre.
III.
El padre de Rudolph, el transportista local, había llegado con la segunda oleada de emigrantes alemanes e irlandeses a la región de Minnesota y Dakota. En teoría, en aquel tiempo y lugar un joven emprendedor disponía de grandes oportunidades, pero Carl Miller había sido incapaz de labrarse, entre sus superiores y subalternos, la reputación de casi absoluta imperturbabilidad que es esencial para tener éxito en los negocios basados en la jerarquía. Aunque algo tosco, no era, sin embargo, lo suficientemente testarudo, ni sabía aceptar como indiscutibles ciertas relaciones fundamentales, y esta incapacidad lo hacía ser desconfiado y estar permanentemente inquieto y descontento.
Mantenía dos vínculos con la alegría de vivir: su fe en la Iglesia católica romana y una veneración mística por James J. Hill, constructor del Empire. Hill era la apoteosis de aquella cualidad que le faltaba a Miller: el sentido de la realidad, la intuición, la capacidad de presentir la lluvia en el aire que te da en la cara. La inteligencia de Miller se malgastaba en decisiones que ya habían tomado otros, y nunca en su vida tuvo la sensación de que de sus manos dependía el equilibrio de algo, aunque fuera la cosa más simple. Su cuerpo cansado, lleno aún de energía, más pequeño de lo normal, envejecía a la sombra gigantesca de Hill. Llevaba veinte años viviendo en el nombre de Hill y Dios.
Nada mancillaba la paz de aquel domingo cuando Carl Miller se despertó a las seis de la mañana. Arrodillado junto a la cama, inclinó sobre la almohada la cabeza canosa y amarillenta y los bigotes de color indefinido, y rezó unos minutos. Luego se quitó el camisón —como todos los de su generación, nunca había soportado los pijamas— y embutió su cuerpo delgado, pálido, sin vello, en la ropa interior de lana.
Se afeitó. Silencio en el dormitorio donde su mujer dormía inquieta; silencio en el rincón del pasillo donde, aislada por una cortina, estaba la cama de su hijo y donde su hijo dormía entre los libros de Alger, su colección de vitolas de puro, sus banderines apolillados —«Cornell», «Hamlin», «Recuerdos de Pueblo, Nuevo México»— y otros tesoros de su vida privada. Miller podía oír los pájaros que chillaban fuera de la casa, el revolotear de las gallinas y, como ruido de fondo, débil, acercándose, más fuerte, el traqueteo del tren de las seis y cuarto, directo a Montana y las verdes costas. Entonces, mientras el agua fría goteaba de la toalla que tenía en la mano, levantó la cabeza de repente: habí oído un ruido furtivo, abajo, en la cocina.
Secó rápidamente la navaja de afeitar, se puso los tirantes y cuchó. Alguien andaba por la cocina y, por las pisadas ligeras, adivia que no era su mujer. Con la boca entreabierta, bajó corriendo las escaleras y abrió la puerta de la cocina.
En el fregadero, con una mano en el grifo que todavía goteaba y un vaso de agua en la otra, estaba su hijo. Los ojos del chico, todavía bajo el peso del sueño, de una belleza asustada y llena de reproches, se encontraron con los del padre. El chico estaba descalzo, y se había remangado la camisa y los pantalones del pijama.
Se quedaron inmóviles un instante: las cejas de Carl Miller bajaron, y se alzaron las de su hijo, como si quisieran encontrar un equilibrio entre las emociones opuestas que los embargaban. Entonces el bigote del padre descendió portentosamente hasta ensombrecerle la boca. El padre echó un vistazo alrededor para comprobar si todo seguía en su sitio.
La luz del sol aureolaba la cocina, se estrellaba en las cacerolas y daba a la madera lisa del suelo y a la mesa un color amarillo y limpio, de trigo. La cocina era el centro de la casa, con el fuego encendido y los cazos encajados en cazos como si fueran juguetes, y el silbido permanente del vapor, y una suave tonalidad pastel. Nada había sido cambiado de sitio, no habían tocado nada, excepto el grifo en el que seguían formándose gotas de agua que caían en la pila con un instantáneo fulgor blanco.
—¿Qué haces?
—Tenía mucha sed y se me ha ocurrido bajar a…
—Creía que ibas a comulgar.
Una expresión de vehemente asombro se dibujó en la cara de su hijo.
—Se me había olvidado.
—¿Has bebido agua?
—No…
En el mismo instante en que la palabra se le escapó de los labios Rudolph se dio cuenta de que se había equivocado al responder, pero los ojos apagados e indignados que lo miraban habían dictado la verdad antes de que interviniera la voluntad del chico. Ahora comprendía además que ni siquiera tendría que haber bajado a la cocina; por una vaga necesidad de verosimilitud había querido dejar un vaso mojado, como prueba, en el fregadero. Lo había traicionado la honradez de su imaginación.
—¡Tira el agua! —ordenó el padre.
Rudolph volcó el vaso con desesperación.
—¿Se puede saber qué te pasa? —preguntó Miller, de mal humor.
—Nada.
—¿Fuiste ayer a confesarte?
—Sí.
—¿Por qué ibas a beber agua entonces?
—No lo sé. Se me había olvidado.
—Puede que te importe más pasar un poco de sed que tu religión.
—Se me había olvidado —Rudolph sentía cómo se le saltaban las lágrimas.
—Ésa no es manera de responder.
—Bueno, es lo que me ha pasado.
—¡Pues ten más cuidado! —la voz del padre era aguda, insistente, inquisitiva—: Si eres tan desmemoriado que hasta puedes olvidar tu religión, habrá que tomar medidas.
Rudolph llenó un opresivo instante de silencio diciendo:
—La recuerdo perfectamente.
—Primero descuidas tu religión —gritó su padre, atizando su propia rabia—, luego empiezas a mentir y a robar, y el siguiente paso es el reformatorio.
Ni siquiera esta amenaza, ya familiar, hizo más hondo el abismo que Rudolph veía ante sí. O lo confesaba todo inmediatamente, exponiéndose a que, con toda seguridad, su cuerpo recibiera una paliza feroz, o atraía sobre sí los truenos del infierno al recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo con un sacrilegio en el alma. Y, de las dos posibilidades, la primera le parecía más terrible: no temía tanto a los golpes como a la rabia salvaje, desahogo de hombre inútil, que se escondía tras ellos.
—¡Deja ese vaso, sube y vístete! —ordenó el padre—. Y cuando vayamos a la iglesia, antes de comulgar, deberías arrodillarte para pedirle a Dios perdón por tu descuido.
Cierto énfasis involuntario en las palabras del padre actuó como catalizador sobre la confusión y el miedo de Rudolph. Una furia incontrolada y orgullosa se apoderó de él, y arrojó con rabia el vaso al fregadero.
Su padre emitió un ruido ronco, forzado, y se lanzó sobre él. Rudolph lo esquivó, tropezó con una silla y trató de pasar al otro lado de la mesa. Gritó cuando una mano le agarró el pijama, por el hombro, y sintió el impacto seco de un puño en la sien, y golpes de refilón en el pecho y la espalda. Mientras intentaba ponerse fuera del alcance de su padre, que lo arrastraba por el suelo o lo levantaba cuando instintivamente le sujetaba el brazo, Rudolph, consciente de la humillación y de los golpes, no abrió la boca, excepto para reírse histéricamente alguna vez. Entonces, en menos de un minuto, las bofetadas cesaron de repente. El padre agarraba a Rudolh con fuerza, y padre e hijo temblaban y farfullaban, comiéndose la mitad de las sílabas, palabras sin sentido, hasta que Carl Miller obligó a su hijo a subir las escaleras entre empellones y amenazas.
—¡Vístete!
Rudolph estaba histérico y helado. Le dolía la cabeza, y tenía en el cuello un arañazo largo y superficial, una marca de las uñas del padre, y sollozaba y temblaba mientras se vestía. Sabía que su madre esperaba en la puerta, en bata, arrugando la cara arrugada, que se comprimía y se deformaba, y del cuello a la frente se cubría de un remolino de arrugas nuevas. Despreciando la impotencia asustada de la madre, y rechazándola sin miramientos cuando intentó untarle una pomada en el cuello, se lavó de prisa, entre sollozos. Luego salió de casa con su padre, camino de la iglesia católica.
IV.
Andaban sin hablar, salvo cuando Carl Miller reconocía maquinalmente a aquellos con quienes se cruzaban. Sólo la respiración entrecortada de Rudolph rompía el silencio cálido del domingo.
El padre se detuvo con resolución ante la puerta de la iglesia.
—He decidido que lo mejor es que vuelvas a confesarte. Dile al padre Schwartz lo que has hecho y pídele perdón a Dios.
—¡Tú también has perdido los nervios! —se apresuró a contestar Rudolph.
Carl Miller dio un paso hacia su hijo, que, prudentemente, retrocedió.
—Vale, me confesaré.
—¿Vas a hacer lo que te he dicho? —preguntó el padre con un murmullo ronco.
—Sí, sí.
Rudolph entró en la iglesia y, por segunda vez en dos días, se acercó al confesionario y se arrodilló. La celosía se abrió casi instantáneamente.
—Me acuso de no haber rezado al despertarme.
—¿Nada más?
—Nada más.
Sintió júbilo y ganas de llorar. Nunca más volvería a anteponer con tanta facilidad una abstracción a las necesidades de su tranquilidad y su orgullo. Había traspasado una línea invisible: era plenamente consciente de su soledad, consciente de que la soledad afectaba a los momentos en que era Blatchford Sarnemington, pero también a toda su vida íntima. Hasta entonces, fenómenos como sus ambiciones disparatadas y su mezquina timidez y sus miedos mezquinos sólo habían sido rincones privados, secretos, no reconocidos ante el trono de su alma oficial. Ahora sabía, inconscientemente, que aquellos rincones privados eran su propio yo, él mismo, y que todo lo demás era una fachada vistosa y una bandera convencional. La presión del ambiente lo había empujado al camino secreto y solitario de la adolescencia.
Se arrodilló en el banco, al lado de su padre. Empezó la misa. Mantenía la espalda erguida —cuando estaba solo, apoyaba el trasero en el banco— y saboreaba la idea de venganza, una venganza dolorosa y sutil. A su lado, su padre le pedía a Dios que perdonara a Rudolph, y también pedía perdón por su arrebato de ira. Miró de reojo a su hijo, y se sintió más tranquilo al ver que ya no tenía la cara tensa, de rabia, y que había dejado de sollozar. La gracia de Dios, inherente al Sacramento, haría el resto, y quizá, después de la misa, todo iría mejor. En su corazón estaba orgulloso de Rudolph, y empezaba a sentirse sinceramente arrepentido, no sólo formalmente, de lo que había hecho.
Habitualmente el paso de la bandeja para la colecta era para Rudolph un momento muy importante de la misa. Si, como sucedía a menudo, no tenía dinero, se sentía avergonzado e irritado, e inclinaba la cabeza y fingía no ver la bandeja, para que Jeanne Brady, en el banco vecino, no se diera cuenta y no sospechara un caso grave de indigencia familiar. Pero aquel día miró fríamente la bandeja mientras pasaba ante sus ojos, casi rozándolo, y advirtió con momentáneo interés que contenía muchísimas monedas.
Pero, cuando tintineó la campanilla para la comunión, se estremeció. No existía ningún motivo para que Dios no le parara el corazón. Durante las últimas doce horas había cometido una serie de pecados mortales, a cual más grave, y ahora iba a rematar la serie con un sacrilegio blasfemo.
—Domine, non sum dignum; ut interés sub tectum rneum; sed tantum dic verbum, et sanabitur anima mea.
Hubo un rumor, movimiento en los bancos, y los comulgantes desfilaron hacia el altar con los ojos bajos y las manos juntas. Los más piadosos unían las puntas de los dedos para formar pequeñas cúpulas. Entre ellos estaba Carl Miller. Rudolph lo siguió hasta el comulgatorio y se arrodilló, apoyando, sin darse cuenta, la barbilla en el mantel blanco. La campanilla tintineó con fuerza y el sacerdote se volvió hacia los comulgantes sosteniendo la Hostia blanca sobre el copón:
—Corpus Domini nostri Jesu Christi custodiat animam tuam in vitam aeternam.
Un sudor frío cubrió la frente de Rudolph cuando empezó la comunión. El padre Schwartz avanzaba por la fila, y Rudolph, que cada vez tenía más ganas de vomitar, sintió cómo las válvulas de su corazón desfallecían por voluntad de Dios. Le pareció que la iglesia se oscurecía y que la cubría un gran silencio, roto sólo por el confuso murmullo que anunciaba que se iba acercando el Creador del Cielo y de la Tierra. Hundió la cabeza entre los hombros y esperó el golpe.
Entonces sintió un fuerte codazo en el costado. Su padre le daba con el codo para que se mantuviera derecho y no se apoyara en el comulgatorio; faltaban dos personas para que llegara el sacerdote.
—Corpus Domini nostri Jesu Christi custodiat animam tuam in vitam aeternam.
Rudolph abrió la boca. Sintió sobre la lengua el pegajoso sabor a cera de la hostia. Permaneció inmóvil durante un periodo de tiempo le pareció interminable, con la cara todavía levantada y la Hostia intacta en la boca, sin disolverse. Y otra vez lo espabiló el codo de su paje y vio que la gente se alejaba del altar, como hojarasca, y, con los o,os bajos, sin mirar a ninguna parte, volvía a los bancos, a solas con Dios.
Rudolph estaba a solas consigo mismo, empapado en sudor, hundido en el pecado mortal. Mientras volvía a su sitio, sus pezuñas de demonio resonaron con fuerza contra el suelo de la iglesia, y supo que llevaba en el corazón un veneno negro.
V.
Sagitta Volante in Dei
El precioso chiquillo de ojos como piedras azules y pestañas que se abrían como pétalos había terminado de confesarle al padre Schwartz su pecado, y el rectángulo de sol en el que se sentaba había recorrido en la habitación el espacio de media hora. Ya estaba menos asustado: se había librado del peso de su historia, y lo notaba. Sabía que mientras estuviera en aquella habitación, con aquel sacerdote, Dios no le pararía el corazón, así que suspiró y permaneció sentado, en silencio, a la espera de que el sacerdote hablara.
Los ojos fríos y húmedos del padre Schwartz seguían fijos en los dibujos de la alfombra, donde el sol resaltaba las esvásticas y los pámpanos muertos y estériles y la pálida copia de unas flores. El tictac del reloj del recibidor sonaba con insistencia camino del atardecer, y la habitación oscurecida y la tarde tras los cristales traían una monotonía irremediable, rota de vez en cuando por los golpes lejanos de un martillo, que resonaban en el aire seco. Los nervios del sacerdote estaban tensos, a punto de saltar, y las cuentas de su rosario se arrastraban y retorcían como serpientes sobre el paño verde del escritorio. No recordaba lo que tenía que decir.
Más allá de cuanto existía en aquella perdida ciudad sueca, era consciente de los ojos de aquel chiquillo: unos ojos preciosos, de pestañas que parecían nacer sin ganas, curvándose hacia atrás como si quisieran volver a los ojos.
El silencio persistía, y Rudolph esperaba, y el sacerdote se esforzaba en recordar algo que se le iba, se le iba cada vez más lejos, y el tictac del reloj resonaba en la casa triste. Entonces el padre Schwartz miró fijamente al chico y, con una voz rara, dijo:
—Cuando mucha gente se reúne en los sitios mejores, las cosas resplandecen.
Rudolph se sobresaltó y miró al padre Schwartz.
—Digo que… —empezó a hablar el sacerdote, y se interrumpió para escuchar algo—. ¿Oyes el martillo y el tictac del reloj y las abejas? Bueno, eso no significa nada. Lo importante es reunir a mucha gente en el centro del mundo, dondequiera que esté el centro del mundo. Entonces —y sus ojos húmedos se dilataron maliciosamente— las cosas resplandecen.
—Sí, padre —asintió Rudolph, sintiendo un poco de miedo.
—¿Qué vas a ser cuando seas mayor?
—Bueno, antes quería ser jugador de béisbol —respondió Rudolph, nervioso—, pero no creo que eso sea demasiado ambicioso, así que quiero ser actor u oficial de marina.
El sacerdote volvía a mirarlo fijamente.
—Sé exactamente lo que quieres decir —dijo con aire feroz.
Rudolph no quería decir nada en particular y las palabras del sacerdote lo hicieron sentirse más incómodo.
«Este hombre está loco», pensó, «y me da miedo. Quiere que lo ayude, no sé cómo, pero yo no quiero».
—Por tu aspecto, se diría que las cosas relucen —exclamó el padre Schwartz incoherentemente—. ¿Has ido alguna vez a una fiesta?
—Sí, padre.
—¿Te diste cuenta de que todo el mundo iba bien vestido? Eso es lo que quiero decir. Cuando llegaste a la fiesta, seguro que todos iban bien vestidos. Y a lo mejor dos niñas esperaban en la puerta y algunos chicos se apoyaban en el pasamanos de la escalera, y había jarrones llenos de flores.
—He ido a muchas fiestas —dijo Rudolph, aliviado por el rumbo que tomaba la conversación.
—Claro que sí —continuó el padre Schwartz con aire triunfal—. Sé que estás de acuerdo conmigo. Pero mi teoría es que, cuando mucha gente coincide en los sitios mejores, las cosas resplandecen sin cesar.
Rudolph se dio cuenta de que estaba pensando en Blatchford Sarnemington.
—Por favor, ¡escúchame! —ordenó el sacerdote con impaciencia—. Deja de preocuparte por lo que pasó el sábado. Sólo en el supuesto de que existiera una fe absoluta, la apostasía implicaría la absoluta condenación. ¿Está claro?
Rudolph no tenía la menor idea de lo que el padre Schwartz quería decir, pero asintió, y el sacerdote asintió también y volvió a su misteriosa preocupación.
—Sí —exclamó—, hoy existen luminosos tan grandes como las estrellas, ¿te das cuenta? Me han contado que en París, o en otro sitio, hay un luminoso tan grande como una estrella. Lo ha visto mucha gente, mucha gente feliz. Hoy día hay cosas que ni siquiera has soñado. Mira —se acercó más a Rudolph, pero el chico retrocedió, y el padre Schwartz volvió a retreparse en su sillón, con los ojos secos y ardientes—. ¿Has visto alguna vez un parque de atracciones?
—No, padre.
—Bueno, ve a ver un parque de atracciones —el sacerdote movió vagamente la mano—. Es parecido a una feria, sólo que con muchas más luces. Ve de noche a un parque de atracciones y obsérvalo a distancia desde la oscuridad, bajo los árboles oscuros. Verás una gran rueda hecha de luces que gira en el aire, y un tobogán inmenso por donde se deslizan barcas hasta el agua. Y en algún sitio está tocando una orquesta, y hay un olor a almendras garrapiñadas… Y todo brilla. Y, ¿sabes?, no te recordará a nada. Flotará en la noche como un globo de colores, como un gran farol amarillo colgado de un mástil.
El padre Schwartz frunció el entrecejo mientras, de repente, se le ocurría algo.
—Pero no te acerques demasiado —le advirtió—, porque, si te acercas demasiado, sólo sentirás el calor, el sudor y la vida.
Todas aquellas palabras le parecían a Rudolph extraordinariamente raras y terribles porque aquel hombre era un sacerdote. Allí estaba, sentado, medio muerto de miedo, mirando fijamente con los ojos muy abiertos, preciosos, al padre Schwartz. Pero, bajo el miedo, sentía que sus más íntimas convicciones habían sido confirmadas. En alguna parte existía algo inefablemente maravilloso que no tenía nada que ver con Dios. Ya no creía que Dios estuviera disgustado con él por su primera mentira, porque Dios habría comprendido que Rudolph había mentido para hacer la confesión más interesante, añadiendo a la nimiedad de sus pecados algo radiante, un poco de orgullo. Y, en el preciso instante en que proclamaba su honor inmaculado, un estandarte de plata ondeaba al viento en algún sitio, entre el crujir del cuero y el fulgor de las espuelas de plata, y una tropa de caballeros esperaba el amanecer en una colina verde. El sol encendía estrellas de luz en sus armaduras como en el cuadro de los coraceros alemanes en Sedán que había en su casa.
Pero ahora el sacerdote murmuraba palabras ininteligibles, doloridas, y el chico empezó a sentir un miedo incontrolable. El miedo entró de pronto por la ventana abierta y la atmósfera de la habitación cambió. El padre Schwartz cayó bruscamente de rodillas, desplomado, y ahora apoyaba la espalda contra una silla.
—Dios mío —gritó, con una voz extraña, antes de derrumbarse.
Y de las ropas gastadas del sacerdote se desprendió una opresión humana, y se mezcló con el leve olor de la comida que se pudría en los rincones. Rudolph lanzó un grito y abandonó el lugar corriendo, aterrorizado, mientras el hombre yacía inmóvil, llenando la sala, llenándola de voces y rostros, una multitud de voces, pura ecolalia, hasta que estalló una carcajada aguda e inacabable.
Al otro lado de la ventana el siroco azul temblaba sobre el trigo, y chicas rubias paseaban sensualmente por los caminos que unían los campos, gritándoles frases inocentes y excitantes a los muchachos que trabajaban en los trigales. Bajo los vestidos de algodón se adivinaba la forma de las piernas, y el borde de los escotes estaba tibio y húmedo. Hacía ya cinco horas que la vida fértil y caliente ardía en la tarde. Dentro de tres horas sería de noche, y en toda la región aquellas rubias nórdicas y aquellos altos muchachos de las granjas se tenderían junto al trigo, bajo la luna.
Sobre el autor.
Francis Scott Fitzgerald (Saint Paul, Minnesota, 24 de septiembre de 1896 – Hollywood, California, 21 de diciembre de 1940), fue un novelista estadounidense de la época del jazz.
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