EL CAMAFEO
Cumpliendo su amable invitación, a las doce fui a su casa. Mientras almorzábamos en aquel comedor tan largo como una nave de iglesia, donde ha reunido un tesoro de antigüedades de plata, le hallé, no precisamente triste, pero sí muy caviloso. De cuando en cuando chisporroteaba en sus frases la elegancia sutil de su ingenio, y mostraba con sencillez sus delicados gustos artísticos o recordaba sus aficiones cinegéticas, tan apasionadas que no disminuyeron ni cuando se abrió la cabeza al caer del caballo; pero sus ideas se desvanecían de pronto, como si una tras otra chocaran en un obstáculo infranqueable.
De aquella conversación, bastante difícil y confusa, sólo pude entender que acababa de enviar un par de pavos reales blancos a su castillo de Raray, y que llevaba cerca de un mes completamente alejado de sus amigos, incluso de los más íntimos, como el señor y la señora de N***.
Era evidente que no me había invitado a su casa sólo para hacerme semejantes confidencias. Mientras tomábamos el café le pregunté si tenía algo que decirme de manera especial. Me miró sorprendido y exclamó:
-¿Si tengo algo que decirte?
-Naturalmente; recuerda tu carta; me escribiste: “Ven a almorzar mañana conmigo. Deseo hablarte.”
Al verlo silencioso y distraído ante lo que le dije, saqué su carta. En el sobre se veía su magnífica letra, un poco temblorosa, quizá. En el reverso tenía un sello de lacre violeta.
Se pasó la mano por la frente.
-Ya, ya recuerdo. Hazme el favor de ir a casa de Feral, donde te enseñarán un boceto de Rommey, una mujer muy joven con hermosa cabellera rubia, cuyos reflejos doran la frente y las mejillas... Sus pupilas azul oscuro se destacan sobre azules ojeras... En su piel hay frescura y ardor... Es una delicia, pero encuentro el brazo algo apergaminado... En fin: examínalo y procura enterarte de...
Se interrumpió.
Ya con la mano en el picaporte, dijo:
-Espérame. Voy a vestirme y nos iremos juntos.
Al quedarme solo en el comedor, me acerqué a la ventana y examiné el sello de lacre violeta con mayor atención que antes. Era una figura de camafeo: un sátiro que levantaba los velos de una ninfa dormida al pie de una pilastra y a la sombra de un laurel, asunto favorito de los pintores y los grabadores de la mejor época romana. Aquel vaciado me pareció excelente. La pureza del estilo, el incomparable sentimiento de la forma y la armonía de la composición en una obra del tamaño de una uña, daban al objeto importancia y grandeza.
Aún lo admiraba entusiasmado, cuando mi amigo asomó por la puerta entreabierta: traía el sombrero puesto y mostraba tener prisa por salir a la calle.
Elogie su sello y agregué:
-No te conocía tan hermosa piedra.
M respondió que era suya desde hacía muy poco tiempo, a lo más un mes y medio. Se la quitó del dedo, donde la llevaba montada en una sortija, y me la dio.
Es sabido que la mayoría de las piedras grabadas en ese hermoso estilo clásico, son cornalinas; por lo tanto me sorprendió ver una gema sin brillo, de color violeta oscuro.
-¡Vaya! –exclamé-. ¡Una amatista!
-Sí; una piedra triste, ¿verdad? Una piedra de mal augurio. ¿Crees que es antigua?
Mandó traer una lente. El cristal de aumento me permitió admirar mejor la finura del vaciado. Era, sin género de duda, una obra maestra de la glíptica griega de los primeros tiempos del Imperio, y no había visto nada más hermoso en el Museo de Nápoles, donde hay reunidas tantas piedras preciosas. Con el la lupa se distinguía sobre la columna truncada el emblema frecuentemente repetido en los monumentos consagrados a los personajes del ciclo de Baco. Se lo comenté.
Se encogió de hombros y sonrió. La piedra estaba montada al aire, y al examinar el reverso me extrañó ver algunos signos trazados con una torpeza chocante y que databan, evidentemente, de una época muy posterior al de la talla. Tenían cierto parecido con los grabados de los abraxas, tan familiares a los anticuarios, y a pesar de mi inexperiencia creí reconocer signos cabalísticos. Mi amigo opinaba de la misma manera.
-Dicen –me dijo- que es una fórmula mágica de las maldiciones que se encuentran en un poeta griego.
-¿En cuál?
-No los conozco bien.
-¿Teócrito?
-Quizá sea Teócrito.
Con la lente pude leer un grupo de cuatro letras.
XXXXX
-Eso no es una palabra –dijo mi amigo.
Le hice notar que en griego significaba.
KÈRÈ
Le devolví la piedra y la contempló largo rato con una especie de estupefacción antes de volver a ponérsela en el dedo. Luego impaciente, dijo:
-¡Vámonos, vámonos! Tú, ¿hacia dónde vas?
-Hacia la Magdalena; ¿y tú?
-Yo... ¿adónde voy?... ¡Ah, sí! Voy a casa de Gaulot a ver un caballo. No quiere formalizar la compra sin que yo le dé mi opinión; ya sabes que soy chalán, y hasta un poco veterinario. Soy también cambalachero, tapicero, arquitecto, horticultor, y en caso preciso, comisionista. Les daría ciento y raya a todos los judíos si no fuese tan fatigoso tratar con ellos.
Avanzamos por la avenida y mi amigo apresuró el paso con una agilidad que contrastaba con su indolencia habitual. Pronto anduvo con tanta rapidez que me costaba esfuerzo seguirle. Una mujer, elegantemente vestida, iba delante de nosotros. Me pidió fijarme en ella.
-Su cuerpo no es muy esbelto y su cintura algo ancha; pero mira su tobillo. Estoy seguro de que la pierna es encantadora. ¿Ves? Los caballos, las mujeres y todos los animales hermosos, están formados de igual manera. Sus miembros, gruesos y redondeados en las partes carnosas, van adelgazándose hacia las articulaciones, donde aparece la figura de los huesos. Mira esa mujer: de cintura arriba no vale nada; pero si bajas los ojos advertirás que su forma libre y potente va reduciendo las carnosidades hermosas y bien equilibradas. ¡Mira qué fina es la parte baja de la pierna! Estoy seguro de que tiene la corva pujante y esbelta, lo cual es verdaderamente admirable.
-No puede exigirse a una mujer que lo reúna todo, y debemos conformarnos con lo exquisito, éste donde éste. ¡Y aun así es difícil hallarlo!
Inmediatamente, por una misteriosa asociación de ideas, alzó el dedo meñique para contemplar su sortija. Yo le dije:
-¿Has sustituido con esta maravillosa bacanal tu escudo nobiliario, tu encina?
-¡Ah, sí! La famosa encina que simboliza la gloria de mis antepasados. Mi bisabuelo era, en Poitou, en tiempo de Luis Dieciséis, lo que se llama un hidalgo, es decir, un plebeyo ennoblecido. Luego fue miembro del Club revolucionario de Poitiers y acaparador de bienes nacionales, lo cual me asegura hoy la amistad de los príncipes y un rango en nuestra sociedad de israelitas americanos. ¿Por qué no uso mi heráldico arbolito, mi encina? ¿Por qué? Valía casi tanto como la encina de Dúchense de la Socotière, y la he sustituido por la bacanal, el laurel estéril y la pilastra simbólica.
Mientras pronunciaba esas últimas frases con énfasis burlón, pasábamos frente a la casa de su amigo Gaulot, pero no se detuvo ante la puerta de los picaportes de cobre en forma de Neptuno que relucen sobre la puerta como los grifos de un baño.
-¿No tenías mucha prisa por llegar a casa de Gaulot?
Como si no me oyese, apresuró el paso. En un instante llegamos a la calle de Matignon, en la cual se metió. Y a los pocos pasos se detuvo bruscamente ante una casa grande y triste de cinco pisos. Contemplaba con ansia y en silencio la pared lisa y estucada en la cual se abrían numerosos balcones.
-¿Vas a estar mucho tiempo aquí? –le pregunté-. ¿Sabes que en esta casa vive la señora de Cère?
Estaba seguro de que le irritaría el nombre de una mujer cuya falsa belleza, cuya famosa codicia y cuya estúpida presunción él había detestado siempre, y de la cual sospechaba que envejecida y asquerosa se dedicaba a robar encajes en las tiendas.
Pero con voz débil y lastimera me respondió:
-¿Estás seguro?
-Estoy seguro. ¡Mira! ¿Ves en los balcones del segundo piso esas cortinillas horribles con leopardos rojos?
Meneó la cabeza.
-La señora de Cère... sí, sí; creo que habita en esta casa. Me parece también que se asoma en este momento detrás de uno de esos leopardos rojos.
Sin duda tenía intención de visitarla. Le demostré mi sorpresa.
-En otro tiempo, cuando todo el mundo la encontraba hermosa y decorativa, cuando inspiraba pasiones fatales y amores trágicos, te desagradaba. Entonces decías: “El más leve contacto con esa mujer me produciría una repugnancia invencible. Además, tiene la espalda muy ancha y las muñecas muy gordas.” Y ahora, ¿descubres en la ruina de toda su persona uno de esos rinconcitos con los cuales debemos contentarnos, como indicabas hace un momento? ¿Qué piensas de la delgadez de su tobillo y de la nobleza de su alma? ¡Una vistosa facha, sin pecho ni caderas, que al entrar en un salón reviraba los ojos y atraía por ese único medio a un sinfín de imbéciles y vanidosos que se arruinan por mujeres que no se atreverían a desnudarse delante de un hombre!
Me detuve un poco avergonzado por hablar tan agresivamente contra alguien. Pero esa mujer había dado pruebas inequívocas de su horrible maldad y merecía el desprecio que me inspiraba y que no pude contener. De no tener la certeza de su infamia y de su perfidia seguro que no me hubiera expresado como lo hice. Además tuve el gusto de comprobar que Du Fau no había oído ni una palabra de todo lo que dije.
En voz alta, como si hablara consigo mismo, masculló:
-Que vaya o no vaya es igual. Desde hace mes y medio no consigo ir a algún sitio sin encontrármela. Es verdad que ahora frecuento salones adonde no había ido en muchos años y a los cuales ahora vuelvo sin saber la razón. ¡Vaya unas casas!
Le dejé plantado delante de la puerta abierta, sin explicarme la atracción que lo detenía. Que Du Fau, a quien horrorizaba la señora de Cère cuando era hermosa, y que había rechazado sus insinuaciones en los años de esplendor, la persiguiera vieja y morfinómana, tal vez fuera resultado de alguna depravación extraña de mi amigo. Me atrevería a asegurar que semejante perversidad sensorial es imposible, si se pudiera afirmar con seguridad sobre el oscuro dominio de la patología pasional.
Un mes después tuve que salir de París sin haber visto nuevamente a Pablo Du Fau. Después de pasar algunos días en Bretaña fui a Trouville, a casa de mi prima B***, que allí vivía con sus hijos. Dediqué la primera semana de mi estancia en Alcyons a dar lecciones de acuarela a mis sobrinas, a manejar armas con mis sobrinos y a oír a mi prima tocar al piano música de Wagner.
El domingo por la mañana los acompañé a la iglesia, y mientras ellos escuchaban misa di una vuelta por la ciudad. Camine por la calle donde abundan las tiendas de juguetes, calle que conduce a la plaza, y de pronto apareció la señora de Cère frente a mí. Se dirigía a las casetas, sola, triste, abandonada, arrastrando los pies como si llevase zuecos. Su vestido, humilde y deslucido, parecía caérsele del cuerpo. Le vi la cara, y sus ojos hundidos, su mirada apagada y su boca torcida me asustaron. Mientras las mujeres la observaban de reojo, ella andaba sola, triste, indiferente.
Sin duda, la pobre mujer estaba envenenada por la morfina. Al final de la calle se detuvo ante la tienda de la señora Guillot y extendió su mano temblorosa para palpar los encajes. En aquel momento, su mirada codiciosa me recordó lo que se decía de sus atrevidos hurtos en los grandes almacenes. La señora Guillot se asomó a la puerta despidiendo a unos clientes, y la señora de Cère, sorprendida, soltó los encajes y prosiguió su desolado camino hacia la playa.
-¡Ya no me compra usted nada! ¡Que mal parroquiano es usted! –exclamó la señora Guillot al verme-. Quiero enseñarle los abanicos y alfileres que tanto les gustan a sus sobrinas.
Y al ver alejarse a la señora de Cère, meneó la cabeza como diciendo: “¡Eh! ¿No es una desgracia?”
Elegí algunos alfileres, y mientras la tendera empacaba mis compras, vi a través de los cristales a Du Fau, que se dirigía hacia la playa. Andaba muy deprisa, con aspecto preocupado. Igual que las personas inquietas, se mordía las uñas, y noté que lucía en un dedo la amatista. Ver a Du Fau me sorprendió, tanto más cuanto que me había dicho que por estas fechas estaría en Dinard, donde tiene una casa pequeña y donde monta caballo. Fui a la iglesia para recoger a mi prima y le pregunté si tenía conocimiento de la estancia de Du Fau en Trouville. Mi prima me respondió afirmativamente, y añadió, un poco azorada:
-Nuestro pobre amigo se pone a diario en ridículo; no se aparta de esa mujer. Y realmente...
Se detuvo; luego continuó:
-Es él quien la persigue con insistencia. ¡Una cosa inexplicable!
¡La perseguía!
Al día siguiente pude cerciorarme de que mi prima no exageraba. Du Fau era un verdadero perseguidor de la señora Cère, ¡y del señor Cère!, del cual no se sabe aún si es un marido complaciente o un estúpido. Pero la imbecilidad lo ha salvado. Subsisten algunas dudas acerca de su infamia. En otro tiempo aquella mujer hizo verdaderas locuras para agradar a Du Fau, entonces muy complaciente con los matrimonios apurados y fastuosos; pero Du Fau no disimulaba su apatía ante ella y llegó a decir en presencia de la señora de Cère: “Una mujer artificialmente hermosa es más desagradable que una fea. De una fea puedo esperar sorpresas gratas; la otra es un fruto lleno de ceniza.” En aquella ocasión, la energía del sentimiento elevaba la palabra de Du Fau al estilo de la Santa Escritura.
Ahora era la señora de Cère la que no se interesaba por mi amigo; indiferente a los hombres, sólo estimaba su jeringuilla de Parvas y a su amiga la condesa V***, de la cual no solía separarse; pero no se dieron malas interpretaciones a su intimidad, porque las dos estaban casi moribundas. Du Fau las acompañaba en los paseos. Un día lo vi cargado los abrigos y los enormes gemelos del señor Cère. Finalmente consiguió pasear en lancha con la señora de Cère, y aquello produjo en toda la playa una dolorosa burla.
Es natural que, al verle de tal modo acompañado, sintiera pocos deseos de frecuentarlo, y como durante los días que estuve en Trouville siempre lo vi medio sonámbulo, apenas logré cambiar diez palabras con mi pobre amigo, consagrado en absoluto a servir y acompañar a la señora de Cère y a la condesa V***.
Lo volví a encontrar una noche en París, en casa de mis vecinos, los señores N***, que gustan atender a sus invitados con amabilidad y distinción. Reconocí en la elegancia discreta de la casa de la avenida de Kléber, el delicado gusto de la señora N*** y el de Du Fau, con el cual simpatizaba mucho y la había aconsejado en la decoración. Era una reunión íntima, en la cual Du Fau mostraba, como en sus mejores tiempos, su característico ingenio y aquella refinada delicadeza, que se transforma, sin saber cómo, en una brusquedad arbitraria. La señora de N*** es una mujer inteligente, y su conversación resulta interesante. Sin embargo, las primeras palabras que oí al entrar fueron de una frivolidad asombrosa. Un magistrado, el señor Nicolau, refería detalladamente la conocidísima historia de aquella garita en la cual todos los centinelas se suicidaban, y que fue destruida para finalizar con aquel inexplicable contagio. Luego, la señora de N*** me preguntó si yo creía en los talismanes. El magistrado, señor Nicolau, me evitó la molestia de contestar, asegurando que yo era supersticioso, puesto que soy incrédulo.
-No se engaña usted –replicó la señora N***-. No cree en Dios ni en el diablo, y le seducen las historias del otro mundo.
Contemplé a la deliciosa mujer mientras hablaba. Admiraba la belleza encantadora de sus mejillas, de su cuello y de sus hombros; toda su persona es original y atractiva. Ignoro lo que opinaba Du Fau del pie de la señora N***, pero a mí me parecía encantador.
Pablo Du Fau se acercó a saludarme. Observé que no llevaba la sortija en el dedo.
-¿Qué has hecho de tu amatista?
-La he perdido.
-¿Has perdido el más precioso camafeo de cuantos grabaron en Roma y en Nápoles?
Sin dejarle tiempo de contestar, el señor N***, que no le abandonaba ni un momento, exclamó:
-Sí; es una historia extraña. Ha perdido su amatista.
N***, hombre bonachón, confiado, bastante grueso y de una sencillez que a veces hace reír, llamó ruidosamente a su mujer:
-Marta, hija mía, un amigo nuestro ignora que Du Fau ha perdido su amatista.
Y, volviéndose hacia mí, prosiguió:
-Es toda una historia. Imagínese que Du Fau nos tenía completamente olvidados. Con frecuencia le preguntaba a mi mujer: “Pero ¿qué les has hecho a Du Fau?” Y ella me respondía: “¿Yo? Nada; no sé nada.” Aquello era incomprensible y aumentó nuestra sorpresa cuando supimos que andaba siguiendo siempre a la señora de Cère.
La señora de N*** interrumpió a su marido:
-Pero ¿qué interés puede tener esto?
N*** insistió:
-Permíteme, hija mía. Lo cuento para explicar la historia de la famosa amatista. Este verano, nuestro amigo Du Fau se negó a ir con nosotros al campo, como es costumbre, adonde mi mujer y yo insistimos en invitarlo con mucha cordialidad, pero él prefirió estar en Trouville, en casa de su prima, la señora Maureil, donde, sin duda, se aburrió muy lindamente.
Y como la señora N*** protestara, su marido insistió:
-Sí, donde, sin duda se aburrió muy lindamente. Paseaba en la lancha todo el día con la señora de Cère.
Du Fau nos indicó que no había una palabra de verdad en todo lo que se decía. N*** dio un golpecito en el hombro de su amigo, diciéndole:
-Atrévete a desmentirme.
Y siguió con su relato:
-Du Fau paseaba en lancha todo el día con la señora de Cère, mejor dicho, con su sombra, porque la señora de Cère, según cuentan, ya no es ni la sombra de lo que ha sido. El señor de Cère se quedaba en la playa con sus gemelos. Una de aquellas tardes, Du Fau perdió su amatista. A raíz de semejante contratiempo no quiso permanecer en Trouville ni un solo día más. Abandonó la playa sin despedirse de nadie, tomó el tren y se presentó en nuestra casa de Eyzies, donde ya no lo esperábamos. Eran las dos de la madrugada. “Aquí estoy”, me dijo con absoluta tranquilidad. ¡Qué original!
-¿Y la amatista? –pregunté.
“-La verdad –repuso Du Fau- es que se me cayó al mar. Descansa entre la suave arena. Por lo menos esto es lo que se ha de suponer pues a mí ningún pescador me la ha devuelto metida en el vientre de un pescado, como es costumbre.”
***
Al cabo de unos días fui, como suelo hacerlo con frecuencia, a casa de Hendel, en la calle de Châteaudun, para preguntarle si tenía alguna novedad que pudiera interesarme. Sabe que prefiero sobre todo los bronces y los mármoles antiguos. Abrió silenciosamente una vitrina apartada, en donde solo husmean los más entusiastas coleccionistas, y sacó un escriba egipcio en piedra y de estilo primitivo. ¡Una joya! Pero cuando supe su precio lo volví a colocar yo mismo en su lugar, no sin dirigirle antes una mirada cariñosa. Vi entonces en la vitrina un sello de lacre: reproducía las figuras que admiré tanto en el camafeo de Du Fau.
Reconocí la ninfa, la pilastra y el laurel. Era imposible dudar.
-¿Ha tenido usted el camafeo? –pregunté.
-Lo vendí el año pasado.
-Es una magnífica piedra. ¿Dónde la compró usted?
-Había pertenecido a Marco Delion, el banquero que se suicidó hace ya cerca de cinco años por causa de una señora galante… la señora... quizá la conozca usted..., la señora de Cère…
Cumpliendo su amable invitación, a las doce fui a su casa. Mientras almorzábamos en aquel comedor tan largo como una nave de iglesia, donde ha reunido un tesoro de antigüedades de plata, le hallé, no precisamente triste, pero sí muy caviloso. De cuando en cuando chisporroteaba en sus frases la elegancia sutil de su ingenio, y mostraba con sencillez sus delicados gustos artísticos o recordaba sus aficiones cinegéticas, tan apasionadas que no disminuyeron ni cuando se abrió la cabeza al caer del caballo; pero sus ideas se desvanecían de pronto, como si una tras otra chocaran en un obstáculo infranqueable.
De aquella conversación, bastante difícil y confusa, sólo pude entender que acababa de enviar un par de pavos reales blancos a su castillo de Raray, y que llevaba cerca de un mes completamente alejado de sus amigos, incluso de los más íntimos, como el señor y la señora de N***.
Era evidente que no me había invitado a su casa sólo para hacerme semejantes confidencias. Mientras tomábamos el café le pregunté si tenía algo que decirme de manera especial. Me miró sorprendido y exclamó:
-¿Si tengo algo que decirte?
-Naturalmente; recuerda tu carta; me escribiste: “Ven a almorzar mañana conmigo. Deseo hablarte.”
Al verlo silencioso y distraído ante lo que le dije, saqué su carta. En el sobre se veía su magnífica letra, un poco temblorosa, quizá. En el reverso tenía un sello de lacre violeta.
Se pasó la mano por la frente.
-Ya, ya recuerdo. Hazme el favor de ir a casa de Feral, donde te enseñarán un boceto de Rommey, una mujer muy joven con hermosa cabellera rubia, cuyos reflejos doran la frente y las mejillas... Sus pupilas azul oscuro se destacan sobre azules ojeras... En su piel hay frescura y ardor... Es una delicia, pero encuentro el brazo algo apergaminado... En fin: examínalo y procura enterarte de...
Se interrumpió.
Ya con la mano en el picaporte, dijo:
-Espérame. Voy a vestirme y nos iremos juntos.
Al quedarme solo en el comedor, me acerqué a la ventana y examiné el sello de lacre violeta con mayor atención que antes. Era una figura de camafeo: un sátiro que levantaba los velos de una ninfa dormida al pie de una pilastra y a la sombra de un laurel, asunto favorito de los pintores y los grabadores de la mejor época romana. Aquel vaciado me pareció excelente. La pureza del estilo, el incomparable sentimiento de la forma y la armonía de la composición en una obra del tamaño de una uña, daban al objeto importancia y grandeza.
Aún lo admiraba entusiasmado, cuando mi amigo asomó por la puerta entreabierta: traía el sombrero puesto y mostraba tener prisa por salir a la calle.
Elogie su sello y agregué:
-No te conocía tan hermosa piedra.
M respondió que era suya desde hacía muy poco tiempo, a lo más un mes y medio. Se la quitó del dedo, donde la llevaba montada en una sortija, y me la dio.
Es sabido que la mayoría de las piedras grabadas en ese hermoso estilo clásico, son cornalinas; por lo tanto me sorprendió ver una gema sin brillo, de color violeta oscuro.
-¡Vaya! –exclamé-. ¡Una amatista!
-Sí; una piedra triste, ¿verdad? Una piedra de mal augurio. ¿Crees que es antigua?
Mandó traer una lente. El cristal de aumento me permitió admirar mejor la finura del vaciado. Era, sin género de duda, una obra maestra de la glíptica griega de los primeros tiempos del Imperio, y no había visto nada más hermoso en el Museo de Nápoles, donde hay reunidas tantas piedras preciosas. Con el la lupa se distinguía sobre la columna truncada el emblema frecuentemente repetido en los monumentos consagrados a los personajes del ciclo de Baco. Se lo comenté.
Se encogió de hombros y sonrió. La piedra estaba montada al aire, y al examinar el reverso me extrañó ver algunos signos trazados con una torpeza chocante y que databan, evidentemente, de una época muy posterior al de la talla. Tenían cierto parecido con los grabados de los abraxas, tan familiares a los anticuarios, y a pesar de mi inexperiencia creí reconocer signos cabalísticos. Mi amigo opinaba de la misma manera.
-Dicen –me dijo- que es una fórmula mágica de las maldiciones que se encuentran en un poeta griego.
-¿En cuál?
-No los conozco bien.
-¿Teócrito?
-Quizá sea Teócrito.
Con la lente pude leer un grupo de cuatro letras.
XXXXX
-Eso no es una palabra –dijo mi amigo.
Le hice notar que en griego significaba.
KÈRÈ
Le devolví la piedra y la contempló largo rato con una especie de estupefacción antes de volver a ponérsela en el dedo. Luego impaciente, dijo:
-¡Vámonos, vámonos! Tú, ¿hacia dónde vas?
-Hacia la Magdalena; ¿y tú?
-Yo... ¿adónde voy?... ¡Ah, sí! Voy a casa de Gaulot a ver un caballo. No quiere formalizar la compra sin que yo le dé mi opinión; ya sabes que soy chalán, y hasta un poco veterinario. Soy también cambalachero, tapicero, arquitecto, horticultor, y en caso preciso, comisionista. Les daría ciento y raya a todos los judíos si no fuese tan fatigoso tratar con ellos.
Avanzamos por la avenida y mi amigo apresuró el paso con una agilidad que contrastaba con su indolencia habitual. Pronto anduvo con tanta rapidez que me costaba esfuerzo seguirle. Una mujer, elegantemente vestida, iba delante de nosotros. Me pidió fijarme en ella.
-Su cuerpo no es muy esbelto y su cintura algo ancha; pero mira su tobillo. Estoy seguro de que la pierna es encantadora. ¿Ves? Los caballos, las mujeres y todos los animales hermosos, están formados de igual manera. Sus miembros, gruesos y redondeados en las partes carnosas, van adelgazándose hacia las articulaciones, donde aparece la figura de los huesos. Mira esa mujer: de cintura arriba no vale nada; pero si bajas los ojos advertirás que su forma libre y potente va reduciendo las carnosidades hermosas y bien equilibradas. ¡Mira qué fina es la parte baja de la pierna! Estoy seguro de que tiene la corva pujante y esbelta, lo cual es verdaderamente admirable.
-No puede exigirse a una mujer que lo reúna todo, y debemos conformarnos con lo exquisito, éste donde éste. ¡Y aun así es difícil hallarlo!
Inmediatamente, por una misteriosa asociación de ideas, alzó el dedo meñique para contemplar su sortija. Yo le dije:
-¿Has sustituido con esta maravillosa bacanal tu escudo nobiliario, tu encina?
-¡Ah, sí! La famosa encina que simboliza la gloria de mis antepasados. Mi bisabuelo era, en Poitou, en tiempo de Luis Dieciséis, lo que se llama un hidalgo, es decir, un plebeyo ennoblecido. Luego fue miembro del Club revolucionario de Poitiers y acaparador de bienes nacionales, lo cual me asegura hoy la amistad de los príncipes y un rango en nuestra sociedad de israelitas americanos. ¿Por qué no uso mi heráldico arbolito, mi encina? ¿Por qué? Valía casi tanto como la encina de Dúchense de la Socotière, y la he sustituido por la bacanal, el laurel estéril y la pilastra simbólica.
Mientras pronunciaba esas últimas frases con énfasis burlón, pasábamos frente a la casa de su amigo Gaulot, pero no se detuvo ante la puerta de los picaportes de cobre en forma de Neptuno que relucen sobre la puerta como los grifos de un baño.
-¿No tenías mucha prisa por llegar a casa de Gaulot?
Como si no me oyese, apresuró el paso. En un instante llegamos a la calle de Matignon, en la cual se metió. Y a los pocos pasos se detuvo bruscamente ante una casa grande y triste de cinco pisos. Contemplaba con ansia y en silencio la pared lisa y estucada en la cual se abrían numerosos balcones.
-¿Vas a estar mucho tiempo aquí? –le pregunté-. ¿Sabes que en esta casa vive la señora de Cère?
Estaba seguro de que le irritaría el nombre de una mujer cuya falsa belleza, cuya famosa codicia y cuya estúpida presunción él había detestado siempre, y de la cual sospechaba que envejecida y asquerosa se dedicaba a robar encajes en las tiendas.
Pero con voz débil y lastimera me respondió:
-¿Estás seguro?
-Estoy seguro. ¡Mira! ¿Ves en los balcones del segundo piso esas cortinillas horribles con leopardos rojos?
Meneó la cabeza.
-La señora de Cère... sí, sí; creo que habita en esta casa. Me parece también que se asoma en este momento detrás de uno de esos leopardos rojos.
Sin duda tenía intención de visitarla. Le demostré mi sorpresa.
-En otro tiempo, cuando todo el mundo la encontraba hermosa y decorativa, cuando inspiraba pasiones fatales y amores trágicos, te desagradaba. Entonces decías: “El más leve contacto con esa mujer me produciría una repugnancia invencible. Además, tiene la espalda muy ancha y las muñecas muy gordas.” Y ahora, ¿descubres en la ruina de toda su persona uno de esos rinconcitos con los cuales debemos contentarnos, como indicabas hace un momento? ¿Qué piensas de la delgadez de su tobillo y de la nobleza de su alma? ¡Una vistosa facha, sin pecho ni caderas, que al entrar en un salón reviraba los ojos y atraía por ese único medio a un sinfín de imbéciles y vanidosos que se arruinan por mujeres que no se atreverían a desnudarse delante de un hombre!
Me detuve un poco avergonzado por hablar tan agresivamente contra alguien. Pero esa mujer había dado pruebas inequívocas de su horrible maldad y merecía el desprecio que me inspiraba y que no pude contener. De no tener la certeza de su infamia y de su perfidia seguro que no me hubiera expresado como lo hice. Además tuve el gusto de comprobar que Du Fau no había oído ni una palabra de todo lo que dije.
En voz alta, como si hablara consigo mismo, masculló:
-Que vaya o no vaya es igual. Desde hace mes y medio no consigo ir a algún sitio sin encontrármela. Es verdad que ahora frecuento salones adonde no había ido en muchos años y a los cuales ahora vuelvo sin saber la razón. ¡Vaya unas casas!
Le dejé plantado delante de la puerta abierta, sin explicarme la atracción que lo detenía. Que Du Fau, a quien horrorizaba la señora de Cère cuando era hermosa, y que había rechazado sus insinuaciones en los años de esplendor, la persiguiera vieja y morfinómana, tal vez fuera resultado de alguna depravación extraña de mi amigo. Me atrevería a asegurar que semejante perversidad sensorial es imposible, si se pudiera afirmar con seguridad sobre el oscuro dominio de la patología pasional.
Un mes después tuve que salir de París sin haber visto nuevamente a Pablo Du Fau. Después de pasar algunos días en Bretaña fui a Trouville, a casa de mi prima B***, que allí vivía con sus hijos. Dediqué la primera semana de mi estancia en Alcyons a dar lecciones de acuarela a mis sobrinas, a manejar armas con mis sobrinos y a oír a mi prima tocar al piano música de Wagner.
El domingo por la mañana los acompañé a la iglesia, y mientras ellos escuchaban misa di una vuelta por la ciudad. Camine por la calle donde abundan las tiendas de juguetes, calle que conduce a la plaza, y de pronto apareció la señora de Cère frente a mí. Se dirigía a las casetas, sola, triste, abandonada, arrastrando los pies como si llevase zuecos. Su vestido, humilde y deslucido, parecía caérsele del cuerpo. Le vi la cara, y sus ojos hundidos, su mirada apagada y su boca torcida me asustaron. Mientras las mujeres la observaban de reojo, ella andaba sola, triste, indiferente.
Sin duda, la pobre mujer estaba envenenada por la morfina. Al final de la calle se detuvo ante la tienda de la señora Guillot y extendió su mano temblorosa para palpar los encajes. En aquel momento, su mirada codiciosa me recordó lo que se decía de sus atrevidos hurtos en los grandes almacenes. La señora Guillot se asomó a la puerta despidiendo a unos clientes, y la señora de Cère, sorprendida, soltó los encajes y prosiguió su desolado camino hacia la playa.
-¡Ya no me compra usted nada! ¡Que mal parroquiano es usted! –exclamó la señora Guillot al verme-. Quiero enseñarle los abanicos y alfileres que tanto les gustan a sus sobrinas.
Y al ver alejarse a la señora de Cère, meneó la cabeza como diciendo: “¡Eh! ¿No es una desgracia?”
Elegí algunos alfileres, y mientras la tendera empacaba mis compras, vi a través de los cristales a Du Fau, que se dirigía hacia la playa. Andaba muy deprisa, con aspecto preocupado. Igual que las personas inquietas, se mordía las uñas, y noté que lucía en un dedo la amatista. Ver a Du Fau me sorprendió, tanto más cuanto que me había dicho que por estas fechas estaría en Dinard, donde tiene una casa pequeña y donde monta caballo. Fui a la iglesia para recoger a mi prima y le pregunté si tenía conocimiento de la estancia de Du Fau en Trouville. Mi prima me respondió afirmativamente, y añadió, un poco azorada:
-Nuestro pobre amigo se pone a diario en ridículo; no se aparta de esa mujer. Y realmente...
Se detuvo; luego continuó:
-Es él quien la persigue con insistencia. ¡Una cosa inexplicable!
¡La perseguía!
Al día siguiente pude cerciorarme de que mi prima no exageraba. Du Fau era un verdadero perseguidor de la señora Cère, ¡y del señor Cère!, del cual no se sabe aún si es un marido complaciente o un estúpido. Pero la imbecilidad lo ha salvado. Subsisten algunas dudas acerca de su infamia. En otro tiempo aquella mujer hizo verdaderas locuras para agradar a Du Fau, entonces muy complaciente con los matrimonios apurados y fastuosos; pero Du Fau no disimulaba su apatía ante ella y llegó a decir en presencia de la señora de Cère: “Una mujer artificialmente hermosa es más desagradable que una fea. De una fea puedo esperar sorpresas gratas; la otra es un fruto lleno de ceniza.” En aquella ocasión, la energía del sentimiento elevaba la palabra de Du Fau al estilo de la Santa Escritura.
Ahora era la señora de Cère la que no se interesaba por mi amigo; indiferente a los hombres, sólo estimaba su jeringuilla de Parvas y a su amiga la condesa V***, de la cual no solía separarse; pero no se dieron malas interpretaciones a su intimidad, porque las dos estaban casi moribundas. Du Fau las acompañaba en los paseos. Un día lo vi cargado los abrigos y los enormes gemelos del señor Cère. Finalmente consiguió pasear en lancha con la señora de Cère, y aquello produjo en toda la playa una dolorosa burla.
Es natural que, al verle de tal modo acompañado, sintiera pocos deseos de frecuentarlo, y como durante los días que estuve en Trouville siempre lo vi medio sonámbulo, apenas logré cambiar diez palabras con mi pobre amigo, consagrado en absoluto a servir y acompañar a la señora de Cère y a la condesa V***.
Lo volví a encontrar una noche en París, en casa de mis vecinos, los señores N***, que gustan atender a sus invitados con amabilidad y distinción. Reconocí en la elegancia discreta de la casa de la avenida de Kléber, el delicado gusto de la señora N*** y el de Du Fau, con el cual simpatizaba mucho y la había aconsejado en la decoración. Era una reunión íntima, en la cual Du Fau mostraba, como en sus mejores tiempos, su característico ingenio y aquella refinada delicadeza, que se transforma, sin saber cómo, en una brusquedad arbitraria. La señora de N*** es una mujer inteligente, y su conversación resulta interesante. Sin embargo, las primeras palabras que oí al entrar fueron de una frivolidad asombrosa. Un magistrado, el señor Nicolau, refería detalladamente la conocidísima historia de aquella garita en la cual todos los centinelas se suicidaban, y que fue destruida para finalizar con aquel inexplicable contagio. Luego, la señora de N*** me preguntó si yo creía en los talismanes. El magistrado, señor Nicolau, me evitó la molestia de contestar, asegurando que yo era supersticioso, puesto que soy incrédulo.
-No se engaña usted –replicó la señora N***-. No cree en Dios ni en el diablo, y le seducen las historias del otro mundo.
Contemplé a la deliciosa mujer mientras hablaba. Admiraba la belleza encantadora de sus mejillas, de su cuello y de sus hombros; toda su persona es original y atractiva. Ignoro lo que opinaba Du Fau del pie de la señora N***, pero a mí me parecía encantador.
Pablo Du Fau se acercó a saludarme. Observé que no llevaba la sortija en el dedo.
-¿Qué has hecho de tu amatista?
-La he perdido.
-¿Has perdido el más precioso camafeo de cuantos grabaron en Roma y en Nápoles?
Sin dejarle tiempo de contestar, el señor N***, que no le abandonaba ni un momento, exclamó:
-Sí; es una historia extraña. Ha perdido su amatista.
N***, hombre bonachón, confiado, bastante grueso y de una sencillez que a veces hace reír, llamó ruidosamente a su mujer:
-Marta, hija mía, un amigo nuestro ignora que Du Fau ha perdido su amatista.
Y, volviéndose hacia mí, prosiguió:
-Es toda una historia. Imagínese que Du Fau nos tenía completamente olvidados. Con frecuencia le preguntaba a mi mujer: “Pero ¿qué les has hecho a Du Fau?” Y ella me respondía: “¿Yo? Nada; no sé nada.” Aquello era incomprensible y aumentó nuestra sorpresa cuando supimos que andaba siguiendo siempre a la señora de Cère.
La señora de N*** interrumpió a su marido:
-Pero ¿qué interés puede tener esto?
N*** insistió:
-Permíteme, hija mía. Lo cuento para explicar la historia de la famosa amatista. Este verano, nuestro amigo Du Fau se negó a ir con nosotros al campo, como es costumbre, adonde mi mujer y yo insistimos en invitarlo con mucha cordialidad, pero él prefirió estar en Trouville, en casa de su prima, la señora Maureil, donde, sin duda, se aburrió muy lindamente.
Y como la señora N*** protestara, su marido insistió:
-Sí, donde, sin duda se aburrió muy lindamente. Paseaba en la lancha todo el día con la señora de Cère.
Du Fau nos indicó que no había una palabra de verdad en todo lo que se decía. N*** dio un golpecito en el hombro de su amigo, diciéndole:
-Atrévete a desmentirme.
Y siguió con su relato:
-Du Fau paseaba en lancha todo el día con la señora de Cère, mejor dicho, con su sombra, porque la señora de Cère, según cuentan, ya no es ni la sombra de lo que ha sido. El señor de Cère se quedaba en la playa con sus gemelos. Una de aquellas tardes, Du Fau perdió su amatista. A raíz de semejante contratiempo no quiso permanecer en Trouville ni un solo día más. Abandonó la playa sin despedirse de nadie, tomó el tren y se presentó en nuestra casa de Eyzies, donde ya no lo esperábamos. Eran las dos de la madrugada. “Aquí estoy”, me dijo con absoluta tranquilidad. ¡Qué original!
-¿Y la amatista? –pregunté.
“-La verdad –repuso Du Fau- es que se me cayó al mar. Descansa entre la suave arena. Por lo menos esto es lo que se ha de suponer pues a mí ningún pescador me la ha devuelto metida en el vientre de un pescado, como es costumbre.”
***
Al cabo de unos días fui, como suelo hacerlo con frecuencia, a casa de Hendel, en la calle de Châteaudun, para preguntarle si tenía alguna novedad que pudiera interesarme. Sabe que prefiero sobre todo los bronces y los mármoles antiguos. Abrió silenciosamente una vitrina apartada, en donde solo husmean los más entusiastas coleccionistas, y sacó un escriba egipcio en piedra y de estilo primitivo. ¡Una joya! Pero cuando supe su precio lo volví a colocar yo mismo en su lugar, no sin dirigirle antes una mirada cariñosa. Vi entonces en la vitrina un sello de lacre: reproducía las figuras que admiré tanto en el camafeo de Du Fau.
Reconocí la ninfa, la pilastra y el laurel. Era imposible dudar.
-¿Ha tenido usted el camafeo? –pregunté.
-Lo vendí el año pasado.
-Es una magnífica piedra. ¿Dónde la compró usted?
-Había pertenecido a Marco Delion, el banquero que se suicidó hace ya cerca de cinco años por causa de una señora galante… la señora... quizá la conozca usted..., la señora de Cère…
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