El humor del capitán
Algunos capitanes de barco marcan su Partida de la costa nativa contristados, con un espíritu de pesar y descontento. Tienen mujer, tal vez hijos, alguna querencia en todo caso, o quizá solamente algún vicio predilecto que debe dejarse atrás durante un año o más. Sólo recuerdo un hombre que deambulara por el puente con paso ligero y anunciara el primer rumbo de la travesía con voz alborozada. Pero aquel, como supe más tarde, no dejaba nada tras de sí, a excepción de una maraña de deudas y amenazas de acciones legales.
En cambio, he conocido a muchos capitanes que, en cuanto su barco abandonaba las estrechas aguas del canal, desaparecían enteramente de la vista de la tripulación durante tres días o a veces más. Realizaban, por así decirlo, una prolongada inmersión en su camarote para emerger tan sólo unos cuantos días después con un semblante más o menos sereno. Solían ser los hombres con los que resultaba fácil llevarse bien. Además, un retiro tan absoluto parecía indicar una satisfactoria dosis de confianza en sus oficiales, y que se confíe en él es algo que no desagrada a ningún marino digno de ese nombre.
En mi primer viaje como piloto o segundo de a bordo con el buen capitán Mac Whirr, recuerdo que me sentí muy halagado y fui a cumplir alegremente con mis obligaciones al quedar como capitán a todos los efectos prácticos. Sin embargo, por muy grande que fuera mi ilusión, lo cierto es que el verdadero capitán estaba allí, respaldando mi seguridad en mi mismo, aunque permaneciera invisible a mis ojos tras la puerta de su camarote chapeada de madera de arce y con picaporte de porcelana blanca.
Ese es el momento; después de haberse marcado la Partida, en que el espíritu del capitán se comunica con uno en una voz amortiguada, como si proviniera del tabernáculo de un templo; porque, llámeselo templo o "infierno flotante" –como han sido llamados algunos barcos-, el camarote del capitán es, sin duda, el lugar augusto de todo barco.
El buen Mac Whirr ni siquiera salía para las comidas, y se alimentaba solitariamente en su sanctasanctórum por medio de una bandeja cubierta por una servilleta blanca. Nuestro camarero solía dirigir miradas irónicas a los platos completamente vacíos que iba sacando de allí. Esta apesadumbrada añoranza del hogar, que acongojaba a tantos marinos casados, no privaba al capitán Mac Whirr de su legítimo apetito. De hecho, casi invariablemente, el camarero se llegaba hasta mí, sentado en la silla del capitán en la cabecera de la mesa, para decirme en un grave murmullo: " El capitán solicita otro trozo de carne y dos de patatas". Nosotros, sus oficiales, le oíamos moverse en su litera, o roncar levemente, o lanzar hondos suspiros, o chapotear y resoplar en su cuarto de baño; y ; por así decir, le pasábamos nuestros informes a través del ojo de la cerradura. El supremo exponente de su carácter afable era que las respuestas que recibíamos las daba en un tono sumamente apacible y amistoso. Algunos capitanes están siempre gruñendo durante sus periodos de reclusión, y el mero sonido de la voz de uno parecen tomárselo como una ofensa y un insulto.
Pero un recluso gruñón no importunará a sus subordinados, mientras que el hombre con un gran sentido del deber (o quizá sólo sentido de la propia importancia) que se empeña en airear su malhumor sobre cubierta el día entero _y tal vez la mitad de la noche- se convierte en un penoso tormento. Se pasea por la popa lanzando miradas sombrías, como si quisiera envenenar el mar, y te hecha una amonestación feroz en cuanto aciertas a equivocarte al alcance de su voz. Y estas arbitrariedades son tanto más difíciles de soportar pacientemente, como cumple a un hombre y a un oficial, por cuanto ningún marino está realmente de buen humor durante los días iniciales de una travesía. Hay remordimientos, recuerdos, la instintiva nostalgia de la ociosidad perdida, el instintivo odio a todo trabajo. Además, las cosas tienden siempre a ir mal al principio, sobre todo en lo que atañe a irritables menudencias. Y está también el persistente pensamiento de que a uno le aguarda todo un año de vida más o menos dura, pues en el ayer del mar era rara la travesía con rumbo sur que no supusiera menos de doce meses. Sí, se necesitaban unos cuantos días tras la marcación de la Partida para que la tripulación de un buque se instalara en sus puestos y la apaciguadora rutina de la navegación en alta mar implantara su beneficioso vaivén.
El espíritu del capitán del barco vuelve entonces a sentirse vivamente agitado. Mas no se ve impelido a buscar el aislamiento y permanecer, oculto e inerte, encerrado en un pequeño camarote con el solo consuelo de un buen apetito estrictamente corporal. Cuando se está a punto de divisar tierra, el espíritu del capitán del barco se ve atormentado por un invencible desasosiego. Parece incapaz de aguantar muchos segundos seguidos en el camarote, saldrá a cubierta y mirará hacia delante, aguzando cada vez más la vista a medida que se vaya aproximando el momento señalado. Se mantiene vigorosamente sometido a un esfuerzo de vigilancia excesiva. Mientras tanto, el cuerpo del Capitán del barco va debilitándose como consecuencia de su falta de apetito; al menos tal es mi experiencia, aunque "debilitándose" no sea tal vez la palabra exacta. Diría, más bien, que se espiritualiza al desentenderse de la comida, el sueño, y todas las comodidades habituales, en la medida en que las hay, de la vida marinera. En uno o dos casos he visto a ese desapego hacia las necesidades más ordinarias de la existencia quedar lamentablemente incompleto en lo que respecta a la cuestión de la bebida.
Pero estos dos casos eran, hablando con propiedad, patológicos, y los únicos a lo largo de toda mi experiencia marítima. En uno de tales casos de ansia imperiosa de estimulantes, que se manifestó por verdadera angustia, no puedo decir que las cualidades propias de un buen marinero se vieran en aquel hombre mermadas en lo más mínimo. Sucedió, además, en una ocasión enormemente angustiosa, la tierra avistada de repente, ya al lado, el buque en una posición errónea, con tiempo cerrado y en medio de un temporal que soplaba en dirección a la costa. Al bajar, poco después, para hablar con él, tuve la mala suerte de sorprender a mi capitán en el mismísimo acto de descorchar apresuradamente una botella. Aquella imagen, puedo asegurarlo, me conturbó tremendamente. Conocía de sobra la naturaleza, sensible hasta lo enfermizo, del hombre. Por fortuna, logré arreglármelas para retroceder sin ser visto, y, procurando hacer el mayor ruido posible con mis botas de marinero al pie de la escala que conducía al camarote, llevé a cabo una segunda entrada. Pero de no haber sido por aquella inesperada y momentánea visión, ninguna de sus acciones a lo largo de las veinticuatro horas siguientes habría podido infundirme la más leve sospecha de que sus nervios no andaban del todo bien.
Joseph Conrad
Algunos capitanes de barco marcan su Partida de la costa nativa contristados, con un espíritu de pesar y descontento. Tienen mujer, tal vez hijos, alguna querencia en todo caso, o quizá solamente algún vicio predilecto que debe dejarse atrás durante un año o más. Sólo recuerdo un hombre que deambulara por el puente con paso ligero y anunciara el primer rumbo de la travesía con voz alborozada. Pero aquel, como supe más tarde, no dejaba nada tras de sí, a excepción de una maraña de deudas y amenazas de acciones legales.
En cambio, he conocido a muchos capitanes que, en cuanto su barco abandonaba las estrechas aguas del canal, desaparecían enteramente de la vista de la tripulación durante tres días o a veces más. Realizaban, por así decirlo, una prolongada inmersión en su camarote para emerger tan sólo unos cuantos días después con un semblante más o menos sereno. Solían ser los hombres con los que resultaba fácil llevarse bien. Además, un retiro tan absoluto parecía indicar una satisfactoria dosis de confianza en sus oficiales, y que se confíe en él es algo que no desagrada a ningún marino digno de ese nombre.
En mi primer viaje como piloto o segundo de a bordo con el buen capitán Mac Whirr, recuerdo que me sentí muy halagado y fui a cumplir alegremente con mis obligaciones al quedar como capitán a todos los efectos prácticos. Sin embargo, por muy grande que fuera mi ilusión, lo cierto es que el verdadero capitán estaba allí, respaldando mi seguridad en mi mismo, aunque permaneciera invisible a mis ojos tras la puerta de su camarote chapeada de madera de arce y con picaporte de porcelana blanca.
Ese es el momento; después de haberse marcado la Partida, en que el espíritu del capitán se comunica con uno en una voz amortiguada, como si proviniera del tabernáculo de un templo; porque, llámeselo templo o "infierno flotante" –como han sido llamados algunos barcos-, el camarote del capitán es, sin duda, el lugar augusto de todo barco.
El buen Mac Whirr ni siquiera salía para las comidas, y se alimentaba solitariamente en su sanctasanctórum por medio de una bandeja cubierta por una servilleta blanca. Nuestro camarero solía dirigir miradas irónicas a los platos completamente vacíos que iba sacando de allí. Esta apesadumbrada añoranza del hogar, que acongojaba a tantos marinos casados, no privaba al capitán Mac Whirr de su legítimo apetito. De hecho, casi invariablemente, el camarero se llegaba hasta mí, sentado en la silla del capitán en la cabecera de la mesa, para decirme en un grave murmullo: " El capitán solicita otro trozo de carne y dos de patatas". Nosotros, sus oficiales, le oíamos moverse en su litera, o roncar levemente, o lanzar hondos suspiros, o chapotear y resoplar en su cuarto de baño; y ; por así decir, le pasábamos nuestros informes a través del ojo de la cerradura. El supremo exponente de su carácter afable era que las respuestas que recibíamos las daba en un tono sumamente apacible y amistoso. Algunos capitanes están siempre gruñendo durante sus periodos de reclusión, y el mero sonido de la voz de uno parecen tomárselo como una ofensa y un insulto.
Pero un recluso gruñón no importunará a sus subordinados, mientras que el hombre con un gran sentido del deber (o quizá sólo sentido de la propia importancia) que se empeña en airear su malhumor sobre cubierta el día entero _y tal vez la mitad de la noche- se convierte en un penoso tormento. Se pasea por la popa lanzando miradas sombrías, como si quisiera envenenar el mar, y te hecha una amonestación feroz en cuanto aciertas a equivocarte al alcance de su voz. Y estas arbitrariedades son tanto más difíciles de soportar pacientemente, como cumple a un hombre y a un oficial, por cuanto ningún marino está realmente de buen humor durante los días iniciales de una travesía. Hay remordimientos, recuerdos, la instintiva nostalgia de la ociosidad perdida, el instintivo odio a todo trabajo. Además, las cosas tienden siempre a ir mal al principio, sobre todo en lo que atañe a irritables menudencias. Y está también el persistente pensamiento de que a uno le aguarda todo un año de vida más o menos dura, pues en el ayer del mar era rara la travesía con rumbo sur que no supusiera menos de doce meses. Sí, se necesitaban unos cuantos días tras la marcación de la Partida para que la tripulación de un buque se instalara en sus puestos y la apaciguadora rutina de la navegación en alta mar implantara su beneficioso vaivén.
El espíritu del capitán del barco vuelve entonces a sentirse vivamente agitado. Mas no se ve impelido a buscar el aislamiento y permanecer, oculto e inerte, encerrado en un pequeño camarote con el solo consuelo de un buen apetito estrictamente corporal. Cuando se está a punto de divisar tierra, el espíritu del capitán del barco se ve atormentado por un invencible desasosiego. Parece incapaz de aguantar muchos segundos seguidos en el camarote, saldrá a cubierta y mirará hacia delante, aguzando cada vez más la vista a medida que se vaya aproximando el momento señalado. Se mantiene vigorosamente sometido a un esfuerzo de vigilancia excesiva. Mientras tanto, el cuerpo del Capitán del barco va debilitándose como consecuencia de su falta de apetito; al menos tal es mi experiencia, aunque "debilitándose" no sea tal vez la palabra exacta. Diría, más bien, que se espiritualiza al desentenderse de la comida, el sueño, y todas las comodidades habituales, en la medida en que las hay, de la vida marinera. En uno o dos casos he visto a ese desapego hacia las necesidades más ordinarias de la existencia quedar lamentablemente incompleto en lo que respecta a la cuestión de la bebida.
Aniela Zagórska (left), Karola Zagórska, Conrad's nieces.
Aniela translated Conrad into Polish.
Pero estos dos casos eran, hablando con propiedad, patológicos, y los únicos a lo largo de toda mi experiencia marítima. En uno de tales casos de ansia imperiosa de estimulantes, que se manifestó por verdadera angustia, no puedo decir que las cualidades propias de un buen marinero se vieran en aquel hombre mermadas en lo más mínimo. Sucedió, además, en una ocasión enormemente angustiosa, la tierra avistada de repente, ya al lado, el buque en una posición errónea, con tiempo cerrado y en medio de un temporal que soplaba en dirección a la costa. Al bajar, poco después, para hablar con él, tuve la mala suerte de sorprender a mi capitán en el mismísimo acto de descorchar apresuradamente una botella. Aquella imagen, puedo asegurarlo, me conturbó tremendamente. Conocía de sobra la naturaleza, sensible hasta lo enfermizo, del hombre. Por fortuna, logré arreglármelas para retroceder sin ser visto, y, procurando hacer el mayor ruido posible con mis botas de marinero al pie de la escala que conducía al camarote, llevé a cabo una segunda entrada. Pero de no haber sido por aquella inesperada y momentánea visión, ninguna de sus acciones a lo largo de las veinticuatro horas siguientes habría podido infundirme la más leve sospecha de que sus nervios no andaban del todo bien.
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