sábado, 14 de marzo de 2015

Cuento: Anatole France - El manuscrito de un medico de aldea - Links a mas Cuento






El manuscrito de un medico de aldea
                                                                                        
                                                                             A Marcel Schwob.



El doctor H., muerto hace poco en Servigny (Aisne), donde ejerció la medicina durante cuarenta años, ha dejado un diario no destinado a publicarse. No me atrevería a editarlo en su integridad, ni siquiera en fragmentos de alguna extensión, aun cuando sean muchos los que ahora piensan, como Taine, que lo más adecuado es imprimir lo que no se ha escrito para ser impreso; pero dígase lo que se diga, no basta que un hombre no sea escritor para que sus escritos interesen. El diario del doctor H. aburriría por su rusticidad monótona. Sin embargo, el hombre que lo escribió mostraba en su condición humilde un genio nada común. Este médico de aldea era un médico filósofo. Es posible que sean leídas sin disgusto las últimas páginas de su diario. Me tomo la libertad de transcribirlas:
Extracto del diario del difunto señor H.,
médico en Servigny (Aisne).
"Es posible asegurar, desde la filosofía, que nada en el mundo es del todo malo ni del todo bueno. La más suave, la más natural y la más útil de las virtudes, la compasión, no siempre conviene al soldado y al sacerdote, porque uno y otro deben acallarla ante el enemigo. No se sabe que los oficiales recomienden compasión al entrar en combate, y he leído en un viejo libro que el señor Nicole la temía como un principio de concupiscencia. No soy sacerdote y mucho menos soldado; soy médico, de los más insignificantes: soy médico rural. Tengo una prolongada práctica de mi ciencia y puedo afirmar que, si bien la compasión nos impulsa noblemente hasta el sacrificio, debe abandonarse por completo en presencia de las miserias que nos enseñó a remediar. Un médico a quien acompañe la compasión hasta la cabecera de los enfermos, no tiene la mirada tranquila ni la mano bastante firme. Acudamos adonde nos guíe la caridad por el género humano; consintamos que nos guíe, pero no que nos acompañe. Por lo demás, los médicos, en su mayoría, adquieren fácilmente la insensibilidad necesaria. Los estudios y la práctica de su carrera se la dan por varias razones; la compasión se embota pronto en contacto con el sufrimiento; emocionan menos las miserias que se pueden remediar; la enfermedad presenta al médico una serie interesante de fenómenos que absorbe su atención
"Cuando empecé a practicar la medicina, me entusiasmaba; sólo veía en el enfermo una ocasión para ejercer mi ciencia. Cuando la enfermedad se desarrollaba en su totalidad, siguiendo el proceso normal, para mí poseía el encanto de la belleza. Los fenómenos mórbidos, que ofrecen aparentes anomalías, excitaban mi curiosidad. En fin, todas las dolencias del cuerpo humano me atraían y me entusiasmaban. Desde el punto de vista en que me hallaba situado, enfermedad y salud eran sólo puras entidades. Observador entusiasta de la máquina humana, la admiraba en sus modificaciones más funestas como en las más saludables. Me parecía natural y lógica la exclamación de Pinel: "¡Hermoso cáncer!" Me hallaba en camino de ser un médico filósofo; sólo me faltaba, tal vez, el genio de mi ciencia, para poseer y saborear plenamente la belleza nosológica. Es el genio propio quien descubre el esplendor de las cosas. Donde el hombre vulgar sólo ve una llaga repugnante, el naturalista digno de este nombre, admira un campo de batalla en el cual las fuerzas misteriosas de la vida se disputan el triunfo en una lucha más ciega y más terrible que el combate pintado con tanta furia por Salvador Rosa. Yo sólo pude entrever este espectáculo, del cual fueron testigos continuos los Magendie y los Claudio Bernard, y considero un honor haberlo entrevisto; pero resignado a ser un humilde médico, he conservado como necesidad profesional la costumbre de encararme fríamente con el dolor. Consagré a mis enfermos todas mis energías y toda mi inteligencia, pero no les hice partícipes de mi compasión. Líbreme Dios de poner sobre la compasión alguna otra virtud, por preciosa que sea. La compasión es el dinero de la viuda, la ofrenda incomparable del pobre, el cual, más generosos que todos los ricos del mundo, entrega con sus lágrimas algo de su corazón. Y por su misma excelencia, la caridad no puede intervenir en el cumplimiento de un deber profesional, por muy noble que éste sea.


"Para entrar en consideraciones más particulares, diré que los hombres entre los cuales vivo inspiran en su desgracia un sentimiento que no es precisamente la compasión. Hay algo de verdad al suponer que sólo se inspira lo que se siente, y los aldeanos de nuestras comarcas no son compasivos. Duros para los otros y para sí, viven en una indiferencia taciturna, de la que nos hacen partícipes con su trato constante. Lo bello de su fisonomía moral es que aún conservan puras las líneas generales de la humanidad. Como imaginan poco son escasas y rudas sus ideas, pero revisten a ciertas horas un aspecto solemne. He oído pronunciar algunas veces a un moribundo frases breves y enérgicas, dignas de los ancianos de la Biblia. Estos hombres pueden llegar a ser admirables, pero no son jamás conmovedores. Todo es sencillo en ellos, hasta la enfermedad. La reflexión no aumenta sus padecimientos. No son como esas personas reflexivas que se forman de sus males un concepto más trascendente que los males mismos. Mueren con tanta naturalidad que no es posible preocuparse mucho por su muerte. Añadiré que hay entre ellos mucha semejanza, y que no desaparece nada de particular al desaparecer uno de ellos.
"Resulta de lo que acabo de decir, que ejerzo tranquilamente la profesión de médico de aldea. No estoy arrepentido de serlo. Acaso pude ser algo más, pero si bien es lamentable para un hombre ocupar una posición inferior a la que merece, considero mucho más lamentable ocupar una superior a la que le corresponde. No soy rico ni lo seré nunca, pero, ¿acaso hace falta mucho dinero para vivir en un pueblo? Jenny, mi borriquilla gris, no tiene aún quince años; trota como en su primera juventud, sobre todo de regreso a casa. Yo no poseo, como mis ilustres compañeros de París, una galería de pinturas para enseñar a mis clientes, pero tengo perales que ellos no tienen. Mi huerto es famoso en veinte leguas a la redonda y desde los castillos próximos viene a pedirme injertos. Un lunes -precisamente mañana se cumplirá el año- mientras yo me entretenía con los árboles de mi huerta, un mozo de granja vino a decirme que fuera lo antes posible a los Alies.
"Le pregunté si Juan Blin, el arrendatario de los Alies, había dado algún tropezón la noche antes al entrar en su casa, porque en mi país las calamidades ocurren los domingos y no es raro que al salir de la taberna se le hundan a uno dos o tres costillas. Juan Blin es un buen hombre, pero muy aficionado a beber en compañía; y más de una vez la fatalidad lo ha retenido en una cuneta cenagosa desde la noche del domingo hasta el amanecer del lunes.
"El criado de la granja me respondió que Juan Blin no estaba enfermo; era Eloy, el hijito de Juan Blin, que tenía fiebre.
"Sin preocuparse ya de mis frutales cogí mi sombrero y mi bastón y fui a pie hasta los Alies, que se hallan a veinte minutos de mi casa. Por el camino iba pensando en el tipo de fiebre que podría tener el hijito de Juan Blin. Su padre es un campesino como todos los campesinos, pero "el pensamiento creador" se olvidó de dotarlo de un cerebro. El pobre Juan Blin tiene la cabeza del tamaño del puño. La sabiduría divina sólo ha puesto en su cráneo lo estrictamente indispensable, como si fuera un estuche de urgencia. Su mujer, la más hermosa mujer de los contornos, es una ama de casa diligente y cuidadosa, de tosca virtud. Pues bien: entre los dos han creado una criatura que es el ser más delicado y espiritual que jamás vino al mundo. La herencia tiene unos exabruptos extraordinarios, y es justo decir que nadie sabe lo que hace cuando hace una criatura. La herencia, dice mi viejo Nysten, es un fenómeno biológico, y junto al tipo propio de la especie los ascendientes transmiten a los descendientes tendencias de organización y aptitud. Esto lo comprendo; pero ¿qué particularidades son transmisibles y cuáles no? Es imposible saberlo, ni siquiera después de leer los magníficos estudios de Lucas y de Ribot. Mi vecino, el notario, me prestó hace poco tiempo un libro de Emilio Zola, y vi que este novelista presume de tener sobre este tema conceptos muy originales. "Si sabemos -dice en resumen- de un ascendiente afectado de neurosis, sus descendientes podrán ser neurópatas o acaso no serlo; habrá en su familia sensatos y habrá locos; y también es posible que alguno resulte genial." Y este autor ha construido un cuadro genealógico, para que su idea fuese más comprensible. ¡Caramba! El descubrimiento no es nada nuevo y su autor no debería tener grandes motivos para enorgullecerse pues en realidad lo que dice de la herencia lo sabemos casi todos. Pero lo cierto es que Eloy, el hijo de Juan Blin, tiene un ingenio agudo, una imaginación creadora. Lo he visto más de una vez cuando no era más alto que mi bastón y hacía novillos con los granujillas del pueblo. Mientras los otros buscaban nidos, esa criatura perspicaz construía molinos y hacía sifones con pajuelas. Ingenioso y montaraz interrogaba a la Naturaleza; el maestro no sabía cómo educar a un muchacho tan distraído, y en verdad Eloy, que a los ocho años apenas conocía las letras, de pronto aprendió a leer y a escribir con una rapidez sorprendente, y en pocos meses se convirtió en el alumno más adelantado de la escuela.





"También era el niño más respetuoso y más cariñoso del pueblo. Yo le di algunas lecciones de matemáticas y me sorprendió la claridad de su inteligencia. En fin (lo confesaré sin temor a que se burlen de mí, porque puede perdonársele alguna exageración a un viejo médico rural): me complacía sorprender en aquel niño las primicias de una de esas almas luminosas que aparecen de tarde en tarde en nuestra oscura humanidad, y que necesitadas de amar tanto como de saber, realizan, donde el destino las coloca, una obra útil y bella.
"Con estos pensamientos y otros muy semejantes, llegué hasta los Alies. En el aposento bajo encontré al niño en la cama de matrimonio, de colcha rayada, donde sus padres lo habían acostado en vista, sin duda, de la gravedad de su estado. Dormitaba; su cabecita delicada se hundía en las almohadas como si fuera de un peso enorme. Me acerqué; su frente ardía; sus ojos estaban enrojecidos; la temperatura de todo el cuerpo era devastadora. La madre y la abuela lo atendían angustiadas; Juan Blin, abatido por sus temores, sin saber qué hacer y sin atreverse a irse, con las manos en los bolsillos, nos miraba a todos, uno después de otro. El niño volvió hacia mí su carita demacrada, me miró dolorosamente y respondió a mis preguntas diciéndome que le dolían la cabeza y los ojos, que le zumbaban los oídos, que me reconocía y que me quería mucho.
"-Tiene escalofríos y sofocaciones -añadió la madre.
Juan Blin, después de pensarlo bastante, añadió:
"-Debe ser un mal de muy adentro -Y volvió a quedar en silencio.
"Me fue fácil comprobar que eran los síntomas de una meningitis aguda. Receté revulsivos en los pies y sanguijuelas detrás de las orejas; me acerqué de nuevo a mi amiguito y traté de decirle una frase cariñosa, una frase más grata, ¡ay!, que la realidad; pero entonces se produjo en mí un fenómeno enteramente inesperado. Aun cuando yo no me había inmutado, veía al enfermo como a través de un velo y tan distante de mí que se me figuraba pequeñito, muy pequeñito. Esta perturbación en la idea del espacio fue pronto acompañada por otra perturbación en la idea del tiempo. Es seguro mi visita médica no duró más de cinco minutos, pero imaginé que llevaba ya muchas horas en aquel aposento, ante la cama de matrimonio con la colcha rayada, y que los meses y los años transcurrían sin que yo pudiera marcharme de allí.
"Situándome en la razón y empleando toda mi inteligencia, analicé aquella extraña impresión y logré encontrar con toda claridad la causa de lo sucedido. Era muy sencilla; yo le tenía cariño a Eloy; al verle enfermo, sin esperarlo y de tanta gravedad, "no volvía de mi asombro" Esa la frase vulgar y justa: "no volvía de mi asombro". Los momentos crueles nos parecen interminables, y por eso tuve la sensación de que los cinco o seis minutos pasados junto al niño eran algo interminable. En cuanto al fenómeno de ver al niño tan alejado de mí, se derivaba de la idea de perderlo. Esta idea, que de inmediato arraigó en mí a pesar de tratar de evitarlo, tomó el carácter de certidumbre absoluta.
"Al día siguiente era menos alarmante el estado del niño, y durante algunos días continuó la mejoría. Mandé que trajeran hielo de la ciudad y obró favorablemente, pero al quinto día se presentó un delirio agudo. El enfermo hablaba demasiado, y entre las palabras sin sentido que le oí pronunciar recuerdo estas:
"-¡El globo! ¡El globo! Tengo el timón del globo. Sube, el cielo está oscuro. Mamá, mamá, ¿por qué no vienes conmigo? Yo guío mi globo hacia un país más bello. Ven; aquí nos ahogamos.





"Aquel día Juan Blin me acompañó hasta el camino. Se balanceaba con el aspecto receloso de un hombre que quiere decir algo pero no se atreve. Por fin, después de andar en silencio unos veinte pasos, se detuvo y poniéndome una mano sobre el brazo me dijo:
"-Créame usted, doctor; deber ser un mal de muy adentro.
"Yo continué tristemente mi camino y por primera vez el deseo de estar entre mis perales y mis albaricoqueros no me hizo apresurar el paso. Por primera vez después de cuarenta años de práctica, sentía mi corazón entristecido por uno de mis enfermos y lloraba dentro de mí por el pobre niño a quien no podía salvar.
"Pronto se agregó a mi dolor una angustia cruel.
Temía que mis cuidados fueran contraproducentes. No recordaba las prescripciones del día anterior; diagnosticaba con inseguridad, vacilando y con timidez. Llamé a uno de mis compañeros, un joven hábil que ejercía en la ciudad próxima. Cuando llegó, el enfermito, ciego ya, estaba sumido en un coma profundo.
"Murió al día siguiente.
"Al año de aquella desdicha me llamaron en consulta desde la capital. El hecho no es frecuente; las causas que lo determinaron son extrañas, pero ahora no me interesan. Después de la consulta, el doctor C., médico de la prefectura, me hizo el honor de invitarme a almorzar con otros dos colegas. Almorzamos agradablemente. La conversación fue interesante y variada, y tomamos café en el gabinete del doctor. Al acercarme a la chimenea para dejar sobre el mármol mi taza vacía, vi junto al marco del espejo un retrato; me emocioné tan violentamente que no pude contener una exclamación. Era una miniatura, el retrato de un niño. Aquel niño se parecía de tal modo al que yo no pude salvar y en el cual pensaba todos los días desde su muerte, que de momento me sentí inclinado a creer que era el mismo. Sin embargo mi suposición resultaba un absurdo. El marco de madera negra con filo dorado atestiguaba el gusto de fines del siglo XVIII, y el niño de la miniatura vestía un traje a rayas rosas y blancas, como un Luis XVII en su niñez; pero el rostro era con exactitud el rostro de Eloy. La misma frente reveladora de firme voluntad, una frente de hombre bajo unos rizos de querubín; el mismo fuego en los ojos, la misma gracia enfermiza en los labios, en una palabra: sobre las mismas facciones la misma expresión. Debí estar bastante rato en contemplación de la miniatura, porque el dueño de la casa se acercó, me puso la mano sobre el hombro y me dijo:
"-Querido colega: esta es una reliquia familiar que me enorgullece. Mi abuelo materno fue amigo del hombre ilustre representado en esa miniatura.
"Le pregunté si podía decirme el nombre de aquel ilustre niño. Entonces descolgó la miniatura y me la ofreció:
"-Lea usted la fecha en el dorso -dijo-.
-Lyon 1787
-¿No le recuerda nada? ¿No? Pues ese niño de doce años es el famoso Ampere.
"En aquel instante comprendí con exactitud la importancia de lo que la muerte había destruido el año anterior en la granja de los Alies”.







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