Después de la historia
I
El final de la historia está inscrito en sus comienzos; la historia el hombre pasto del tiempo porta los estigmas que definen a la vez al tiempo y al hombre.
Desequilibrio ininterrumpido, ser que no cesa de desmembrarse, el tiempo constituye un drama cuyo episodio más destacado es la historia. ¿Qué es ella en el fondo sino un desequilibrio también, una rápida e intensa dislocación del tiempo mismo, una carrera apremiante hacia una evolución en la que nada evoluciona?
De la misma manera que los teólogos hablan con razón de nuestra época como de una época post cristiana, algún día se hablará de la suerte y de la desgracia de vivir en plena post historia. Pese a todo, desearíamos asistir a esa victoria crepuscular en la que escaparíamos a la sucesión de las generaciones y de los días, y en la que la existencia, sobre las ruinas del tiempo histórico e idéntica por fin a sí misma, volvería a ser lo que era antes de convertirse en historia. El tiempo histórico es un tiempo tan tenso que cuesta entender por qué no se rompe. Cada uno de sus instantes da la impresión de estar a punto de estallar. Puede que el accidente no suceda tan pronto como esperamos; pero es imposible que no se produzca. Y solamente cuando haya ocurrido, sus beneficiarios, aquellos que disfruten de la post historia, sabrán de qué estaba hecha la historia. "¡Se acabaron los acontecimientos!", exclamarán. Un capítulo, el más curiosos de la evolución cósmica, habrá así concluido.
Ni que decir tiene que esa exclamación sólo es imaginable tras un desastre imperfecto. Un éxito rotundo entrañaría una simplificación radical, en realidad la supresión del futuro. Pero pocas son las catástrofes perfectas, lo cual debería tranquilizar a los impacientes, a los inquietos, a los aficionados a las grandes ocasiones, aunque la resignación sea de rigor en este caso. No todo el mundo pudo observar de cerca el Diluvio. Imagínese la decepción de quienes, habiéndolo presentido, no vivieron lo suficiente para poder asistir a él.
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Para frenar la expansión de ese animal tarado que es el hombre, la urgencia de calamidades artificiales que sustituyan con ventaja a las naturales se advierte cada vez más y seduce a todos en mayor o menor grado. El Final va ganando terreno. No podemos salir a la calle, mirar a la gente, intercambiar cuatro palabras, oír un gruñido cualquiera, sin decirnos que la hora se acerca, tanto si debe sonar dentro de un siglo como de diez. Un clima de epílogo envuelve el menor gesto, el espectáculo más trivial, el incidente más estúpido: no darse cuenta de ello es rebelarse contra lo Inevitable.
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Mientras la historia trascurre de manera más o menos normal, cualquier acontecimiento parece un capricho, una indiscreción del devenir; tan pronto como cambia su cadencia, el menor pretexto alcanza la magnitud de un signo. Todo lo que sucede equivale entonces a un síntoma, a un aviso, a la inminencia de una conclusión. En las épocas indiferentes, el acontecimiento, expresión de un presente que se repite y multiplica, posee un significado propio y parece no desarrollarse en el tiempo; por el contrario, en los periodos en los que el devenir es sinónimo de renovación nefasta, nada hay que no sugiera un movimiento hacia lo terrible, una visión semejante a la del Samyutta-Nikaya: "El mundo entero está en llamas, el mundo entero está envuelto en nubes de humo, el mundo entero está siendo devorado por el fuego, el mundo entero se estremece" Mara, monstruo sarcástico, sujeta con los dientes y las garras la rueda del nacimiento y de la muerte, y su mirada, en una imagen tibetana, muestra bien esa avidez, esa búsqueda del mal, inconsciente en la naturaleza, apenas formulada en el hombre, ostensible en los dioses, búsqueda insaciable cuya manifestación, particularmente perniciosa, es para nosotros esta cadena interminable de acontecimientos con sus idolatrías inherentes. Sólo la pesadilla de la historia nos permite adivinar la pesadilla de la trasmigración. Con una reserva, sin embargo: para el budista, la peregrinación de existencia en existencia es un terror del que desea librarse; en ello se afana con todas sus fuerzas, sinceramente horrorizado ante la desgracia de tener que volver a nacer y a morir, desgracia que no se le ocurriría saborear en secreto ni un sólo instante. No existe en él complicidad alguna con el infortunio, ni con los peligros que le acechan desde fuera y sobre todo desde dentro de sí mismo.
Nosotros, en cambio, pactamos con aquello que nos amenaza, mimamos nuestros anatemas, codiciamos lo que nos devora y por nada del mundo renunciaríamos a nuestra propia pesadilla, a la que hemos puesto tantas mayúsculas como ilusiones conocido. Las ilusiones se han desacreditado, como las mayúsculas, pero la pesadilla persiste, decapitada y desnuda; continuamos deseándola precisamente porque es nuestra y no sabemos con qué reemplazarla. Es como si un aspirante al nirvana, cansado de buscarlo en vano, dejara de codiciarlo y se sumiera, cómplice de su degradación como nosotros de la nuestra, en el samsara.
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El hombre hace la historia; a su vez la historia le deshace. El es su autor y su objeto, el agente y la víctima. Hasta hoy ha creído dominarla, ahora sabe que se le va de las manos, que se desarrolla en lo insoluble y en lo intolerable: una epopeya demente cuyo desenlace no implica idea alguna de finalidad. ¿Cómo atribuirle un objetivo? Si tuviera uno, sólo podría alcanzarlo una vez llegada a su término y de él no sacarían provecho más que los supervivientes; los restos; sólo ellos se sentirían colmados, pues gozarían del incalculable número de sacrificios y tormentos que el pasado ha conocido. Visión demasiado grotesca e injusta. Si se desea a toda costa que la historia tenga un sentido, debe buscarse únicamente en la maldición que pesa sobre ella. El propio individuo aislado puede poseerlo solamente en la medida en que participa de esa maldición. Un genio maléfico preside los destinos de la historia; es evidente que ésta no tiene objetivo, pero se halla marcada por una fatalidad que lo suple y que confiere al devenir una apariencia de necesidad. Esta fatalidad, y sólo ella, es lo que permite hablar sin ridículo de una lógica de la historia, e incluso de una providencia, una providencia especial sin duda, y más que sospechosa, cuyos propósitos son menos oscuros que los de la otra, la supuestamente bienhechora, ya que logra que las civilizaciones cuyo destino rige se desvíen siempre de su dirección original para alcanzar lo contrario de lo que deseaban, para desmoronarse con una obstinación y un método que denuncian las maniobras de una fuerza tenebrosa e irónica.
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La historia se encuentra en sus comienzos, piensan algunos, olvidando que se trata de un fenómeno excepcional; necesariamente efímero, un lujo, un intermedio, un extravío... Suscitándola, invirtiendo en ella su sustancia, el hombre se ha desgastado, reducido, debilitado. Mientras que se mantuvo cerca de sus orígenes, pudo resistir sin peligro; en cuanto se apartó de ellos por completo comenzó una aventura fatalmente breve: algunos milenios solamente... La historia, obra suya pero independiente ya de él, le consume, le devora, y acabará aplastándole. El hombre sucumbirá con ella, en un desastre último, justo castigo por tantas usurpaciones y locuras surgidas de la tentación del titanismo. La hazaña de Prometeo se halla comprometida para siempre. Habiendo violado las leyes no escritas, las únicas que importan, y rebasado las fronteras que le estaban asignadas, el hombre se ha elevado demasiado alto para no excitar la envidia de los dioses, quienes, decididos a vengarse, sólo esperan que la ocasión se presente. Sabemos hoy que la consumación del proceso histórico es inexorable, aunque no podamos decir si será lenta o fulgurante. Todo indica que la humanidad rueda cuesta abajo, a pesar de sus logros, o a causa de ellos más bien. Si señalar el momento de apogeo de una civilización aislada resulta relativamente fácil, no ocurre lo mismo con el proceso histórico en su conjunto: ¿cuál fue su punto culminante, dónde situarlo?, ¿en los primeros siglos de Grecia, de la India, de China o en alguna época de Occidente? Imposible pronunciarse sin que salgan a relucir preferencias demasiado personales. Es obvio en todo caso que el hombre ha dado ya lo mejor de sí mismo y que, incluso si debiéramos presenciar el nacimiento de nuevas civilizaciones, ellas no serían equiparables a las antiguas, y ni siquiera a las modernas, sin contar con que no podrían sustraerse al contagio del final, que se ha convertido ya en una forma de obligación y de programa para todos. Desde la prehistoria hasta nosotros y desde nosotros a la post historia: ese es el camino hacia un gigantesco fiasco, preparado y anunciado por todas las épocas, incluso las de apogeo. Hasta los utopistas asimilan el devenir a un fracaso, puesto que inventan un reino que pretende escapar al devenir: su visión es la de otro tiempo dentro del tiempo... una especie de fracaso inagotable, no alterado por la temporalidad y superior a ella. Pero la historia, cuyo patrón es Arimán, desprecia semejantes divagaciones y aborrece la posibilidad de un paraíso, incluso malogrado lo cual priva a las utopías de su objeto y de su razón de ser. Es revelador que tropecemos con la noción de paraíso en cuanto tratamos de comprender la naturaleza propia de la historia: no podemos entrever la originalidad de ésta sin referirnos a su antípoda; pues la historia aparece como una negación gradual, como un alejamiento progresivo de un estado primero, de un milagro inicial a la vez convencional y fascinante: kitsch a base de nostalgia... Cuando esa progresión hacia el final culmine, la historia habrá alcanzado su "objetivo": nada quedará en ella que pueda recordar su punto de partida cuyo eventual carácter de fábula poco importa. El paraíso, imaginable si acaso en el pasado, de ninguna manera podría serlo en el futuro; sin embargo, el hecho de que haya sido situado antes de la historia arroja sobre ésta una claridad devastadora, que suscita la cuestión de si no hubiera sido mejor que se quedara en estado de amenaza, de pura virtualidad.
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Es menos urgente sondear el "porvenir", objeto de espanto sin más, que el final, lo que vendrá después... del "porvenir", cuando cese el tiempo histórico, equivalente a la aventura humana, y con él la procesión de naciones e imperios. Aliviado del peso de la historia y en el punto máximo de su agotamiento, el hombre, habiendo renunciado a su singularidad, no dispondrá más que de una conciencia vacía, sin nada que pueda llenarla de nuevo: un troglodita desengañado, un troglodita asqueado de todo. ¿Se reconciliará entonces con sus lejanos antepasados?, ¿aparecerá la post historia como una versión agravada de la pre historia? ¿Y cómo fijar la fisonomía de ese superviviente a quien el cataclismo hará retornar a las cavernas? ¿Qué hará frente a esos dos extremos, frente al intervalo que los separa, en el cual fue elaborada una herencia que rechaza? Liberado ya de todos los valores, de todas las ficciones que imperaron en ese lapso de tiempo, no podrá ni querrá, en su decrepitud lúcida, inventar otras. Así acabará el juego que había regulado hasta entonces la sucesión de las civilizaciones.
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Tras tantas conquistas y hazañas de toda índole, el hombre comienza a quedarse anticuado. Merece todavía algún interés en la medida en que se encuentra acosado y acorralado y se hunde cada vez más. Si persevera es porque no tiene fuerzas para capitular, para interrumpir esa deserción hacia adelante que es la historia, dado que ha adquirido ya una especie de automatismo en el declive. Nunca sabremos con exactitud lo que se ha desgarrado en él, pero la desgarradura está ahí. Podría alegarse que estaba desde el principio. Probablemente, pero en ese caso apenas esbozada y el hombre, todavía fuerte, se adaptaba a ella sin dificultad. No era aún esta brecha abierta, resultado de un largo trabajo de autodestrucción, especialidad de un animal subversivo que, empeñado durante tanto tiempo en destruirlo todo, tenía que acabar aniquilándose a sí mismo. Subversión de sus fundamentos (que es en lo que acaba todo análisis, psicológico o de cualquier otra clase), de su "yo", de su estado de sujeto: sus rebeliones disimulan los golpes que a sí mismo se asesta. Lo que es indudable es que está herido en lo más profundo de su ser, podrido en sus raíces. Uno no se siente verdaderamente hombre más que cuando toma conciencia de esta podredumbre esencial, parcialmente encubierta hasta ahora, pero cada vez más perceptible, sobre todo desde que el hombre ha sacado a la luz sus propios secretos. A fuerza de volverse transparente a sí mismo no podrá ya emprender ni "crear" nada; será su clarividencia, la exterminación de su inocencia, lo que acabe con él. ¿Dónde podría encontrar aún la energía necesaria para perseverar en una obra que le exige un mínimo de frescura y obnubilación? Aunque a veces logre engañarse respecto a sí mismo, nada ya consigue engañarle acerca de la aventura humana. ¡Qué necedad sostener que el hombre no ha hecho más que comenzar! Escoria casi sobrenatural, se dirige hacia una condición límite: un sabio roído por la sabiduría... Podrido y gangrenado, como todos lo estamos, avanzando en masa hacia una confusión sin precedentes, en medio de la cual nos levantaremos unos contra otros como bobos convulsivos, como fantoches alucinados, pues, cuando todo haya llegado a ser imposible e irrespirable para todos, nadie se dignará vivir si no es para exterminar y exterminarse. El único frenesí del que seremos aún capaces será el frenesí del final. Después, una vez interpretados los papeles y abandonada la escena, alcanzaremos una forma suprema de estancamiento en la que podremos rumiar el epílogo a nuestras anchas.
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Lo que repugna de la historia es pensar que, según una conocida expresión, lo que vemos hoy será historia un día... Debería importarnos un bledo lo que sucede: no conseguirlo es prueba de desequilibrio. Pero si nos armamos de desprecio, ¿cómo vamos a realizar algo? El auténtico historiador, ser hipersensible disfrazado de objetividad, sufre y se empeña en sufrir; por eso se halla tan presente en sus relatos o en sus diagnósticos.
En lugar de mirar desde arriba los horrores que describía, Tácito se zambulló en ellos y los engrandeció con fruición, como un acusador fascinado. Sediento de anomalías, se aburría en cuanto la injusticia y el crimen disminuían. Como más tarde Saint Simon, conocía la voluptuosidad de la indignación, los placeres de la rabia. Hume le creía el espíritu más profundo de la antigüedad digamos que es el más vivo y el más cercano a nosotros también, por la calidad de su masoquismo, vicio o don indispensable para todo aquel que quiera observar los asuntos humanos, tanto si se trata de simples sucesos como del Juicio final.
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Examínese minuciosamente el acontecimiento más nimio: en el mejor de los casos sus elementos positivos y negativos guardan equilibrio; en general, los negativos predominan, es decir, que mejor hubiera sido que no sucediera, con lo cual nos habríamos ahorrado nuestra participación y sus consecuencias. ¿Para qué añadir algo a lo que es o parece ser? La historia, odisea inútil, no tiene excusa como a veces nos tienta pensarlo hasta del arte, por imperiosa que sea la necesidad de la cual emana. Producir es accesorio; lo importante es conocer el fondo propio, ser uno mismo de manera total, sin rebajarse a ninguna forma de expresión. Haber construido catedrales demuestra el mismo error que haber librado grandes batallas. Más nos hubiera valido tratar de vivir profundamente que atravesar los siglos en busca de una derrota.
Decididamente, nuestra, salvación no está en la historia, que es la apoteosis de las apariencias, en modo alguno nuestra dimensión fundamental. ¿Será posible que, una vez acabada nuestra aventura exterior, encontremos de nuevo nuestra naturaleza propia? ¿Podrá el hombre post histórico, ser completamente vacío, integrar en sí mismo lo intemporal, es decir, todo aquello que ha asfixiado dentro de nosotros la historia? Sólo son de verdad importantes los instantes no contaminados por ella. Los únicos seres capaces de entenderse, de comulgar verdaderamente entre sí, son los que se abren a este género de instantes. Las épocas torturadas por la interrogación metafísica siguen siendo los momentos culminantes, las auténticas cumbres del pasado. Únicamente las experiencias interiores se aproximan a lo que no puede ser aprehendido, y sólo ellas lo alcanzan, aunque no sea más que durante un instante, el cual pesa más que todos los demás, que el tiempo mismo.
"Fue en Roma, el 15 de octubre de 1764, escuchando en medio de las ruinas del Capitolio a unos monjes descalzos cantar vísperas en el templo de Júpiter, cuando se me ocurrió por primera vez la idea de escribir la historia de la decadencia y caída de esta ciudad".
Los imperios se acaban víctimas de la descomposición o de la catástrofe, o de ambas cosas a la vez. Lo mismo sucede con la humanidad en general; imaginemos a un futuro Gibbon meditando sobre lo que ésta ha sido, si es que queda algún historiador al cabo no de un ciclo sino de todos. ¿Cómo se las arreglaría para describir nuestros excesos, nuestras disponibilidades demoníacas, origen de nuestro dinamismo, dado que se encontraría rodeado de seres entregados a una santa inercia, llegados al término de un proceso de deterioro incalificable y liberados para siempre de la manía de afirmarse, de dejar trazas, de señalar su paso por aquí? ¿Podría comprender nuestra incapacidad para elaborar una visión estática del mundo y adaptarnos a ella, para emanciparnos de la idea y de la obsesión del acto? Lo que nos pierde o, mejor, lo que nos ha perdido es la sed de destino, de un destino cualquiera; y si esa enfermedad, clave del devenir histórico, nos ha destruido y reducido a nada, al mismo tiempo nos ha salvado, proporcionándonos el gusto de la caída, el deseo de un acontecimiento que supere a todos los acontecimientos, de un miedo superior a todos los miedos. Siendo la catástrofe la única solución y la posthistoria, en la hipótesis de que se produzca, la única salida, es legítimo preguntarse si a la humanidad, en el estado en que se encuentra, no le interesaría más eclipsarse ahora que extenuarse y apoltronarse en la espera, exponiéndose a una era de agonía en la que correría el riesgo de perder toda ambición, incluso la de desaparecer.
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