«Todo está lleno de dioses», decía Tales en los albores de la filosofía; hoy, en su crepúsculo, podemos proclamar, y no únicamente por necesidad de simetría, sino por respeto a la evidencia, que «todo está vacío de dioses».
*
Me encontraba solo en este cementerio que dominaba al pueblo cuando una mujer encinta entró. Salí de inmediato para no tener que ver de cerca a esa portadora de cadáver y rumiar el contraste entre un vientre agresivo y unas tumbas borrosas, entre una falsa promesa y el fin de toda promesa.
*
El deseo de orar no tiene nada que ver con la fe. Surge de un agobio particular, y durara tanto como él, incluso si los dioses y su recuerdo desaparecen para siempre.
*
«Ninguna palabra puede esperar otra cosa que no sea su propia derrota.» (Gregorio Palamas).
Una condenación tan radical de toda literatura sólo podía provenir de un místico, de un profesional de lo inexpresable.
*
Entre los filósofos de la Antigüedad se recurría voluntariamente a la asfixia por retención del aliento, hasta que sobrevenía la muerte. Esta forma tan elegante, y tan práctica, de terminar ha desaparecido por completo y no es nada probable que pueda resurgir algún día.
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Se ha dicho y repetido: la idea de destino, que supone cambio, historia, no se aplica a un ser inamovible. Así, no se podría hablar del «destino» de Dios.
En teoría no, sin duda, pero en la práctica sólo eso se hace, sobre todo en las épocas en que las creencias se disuelven, en que la fe se tambalea, en que nada parece capaz de desafiar al tiempo, en que Dios mismo es arrastrado hacia la delicuescencia general.
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En cuanto uno empieza a querer cae bajo la jurisdicción del Demonio.
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La vida no es nada; la muerte es todo. Sin embargo, no existe algo que sea la muerte independientemente de la vida. Y es justamente esa ausencia de realidad distinta, autónoma, lo que hace a la muerte universal; no tiene un dominio propio, es omnipresente como todo lo que carece de identidad, de límite y de decoro: una infinidad indecente.
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Euforia. Incapaz de concentrarme en mis humores habituales y en las reflexiones que engendran; empujado por no se que fuerza, estaba eufórico sin motivo, y me decía que ese gozo de origen desconocido es el que deben sentir los que se ocupan en algo y bregan, los que producen. Ni quieren ni pueden pensar en lo que los niega. Y aunque lo hicieran no sacarían ninguna consecuencia, tal como me sucedió a mí durante esa jornada memorable.
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¿Para qué insistir en lo que excluye los comentarios? Un texto explicado no es ya un texto. Se vive con una idea, no se la desarticula; se lucha con ella, no se describen sus etapas. La historia de la filosofía es la negación de la filosofía.
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Queriendo saber, por un escrúpulo bastante dudoso, de qué cosas exactamente estaba cansado, hice una lista: aunque incompleta, me pareció tan larga y tan deprimente que creí preferible plegarme a la fatiga en sí, fórmula halagadora que, gracias a su ingrediente filosófico, le devolvería el ánimo a un apestado.
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Destrucción y estallido de la sintaxis, victoria de la ambigüedad y del poco más o menos. Muy bien. Pero intentad redactar vuestro testamento y veréis si el difunto rigor era tan despreciable.
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¿El aforismo? Fuego sin llama. Se entiende que nadie quiera calentarse en él.
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No podría alcanzar la «plegaria ininterrumpida), tal y como la preconizan los hesequiastas, ni aunque perdiera la razón. De las piedad sólo comprendo sus desbordamientos, sus excesos sospechosos, y el ascetismo no me retendría un solo instante si no se encontraran en él todas las cosas que le son propias al mal monje: indolencia, glotonería, gusto por la desolación, avidez y aversión del mundo, conflicto entre tragedia y equívoco, esperanza de un hundimiento interior...
*
Contra el desaliento monástico no recuerdo qué Padre recomendaba el trabajo manual.
Admirable consejo que siempre he practicado espontáneamente: no hay tedio, ese desaliento secular, que resista al esfuerzo físico.
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Desde hace años sin café, sin alcohol, sin tabaco. Por fortuna ahí está la ansiedad que reemplaza con provecho a los más fuertes. excitantes.
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El más grave reproche que se puede hacer a los regímenes policíacos es que obligan a destruir, por medida de prudencia, cartas y diarios, es decir, lo que hay de menos falso en literatura.
*
Para mantener la mente despierta, la calumnia se revela tan eficaz como la enfermedad: la misma inquietud, la misma atención crispada, la misma inseguridad, el mismo enloquecimiento que fustiga, el mismo enriquecimiento funesto.
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No soy nada, es evidente, pero como durante mucho tiempo he querido ser algo, no acabo de ahogar esa voluntad: existe porque ha existido, me atormenta y me domina aunque la rechace. De nada me vale relegarla al pasado, se resiste y me aguijonea: no habiendo sido nunca satisfecha, se mantiene intacta, y no acepta plegarse a mis órdenes. Copado entre mi voluntad y yo, ¿qué puedo hacer?
*
En su Escala del Paraíso, San Juan Clímaco observa que un monje orgulloso no tiene necesidad de ser perseguido por el demonio.
Pienso en Fulano, que echó a perder su vida en el convento. Nadie como él estaba tan bien dispuesto para distinguirse en el mundo y brillar. Incapaz de humildad, de obediencia, escogió la soledad y se hundió en ella. No había nada en él para convertirlo, según la expresión del mismo Juan Clímaco, en «el amante de Dios». Con sarcasmo no se pueda alcanzar la salvación, ni ayudar a los otros a alcanzar la suya. Con sarcasmo sólo es posible esconder las heridas, sino las decepciones.
*
Es de una enorme fortaleza, y una gran suerte, poder vivir sin ninguna ambición. Me constriño a ello. Pero este hecho tiene ya que ver con la ambición.
*
El tiempo vacío de la meditación es, en realidad, el único tiempo lleno. No deberíamos avergonzarnos nunca de acumular instantes vacíos. Vacíos en apariencia, llenos de hecho. Meditar es un ocio supremo cuyo secreto se ha perdido.
*
Los gestos nobles son siempre sospechosos. Siempre se arrepiente uno de haberlos hecho. Son falsedad, teatro, pose. Es verdad que igualmente se arrepiente uno de los gestos innobles.
*
Si vuelvo a pensar en cualquier momento de mi vida, en el más febril o en el más neutro, ¿qué ha quedado de ellos, cuál es ahora la diferencia entre ambos? Todo se parece, sin relieve ni realidad, y me encontraba más cerca de la verdad cuando no sentía nada. ¿Qué sentido tiene haber experimentado lo que sea? No hay ya ningún «éxtasis» que la memoria o la imaginación pueden resucitar.
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Me encontraba solo en este cementerio que dominaba al pueblo cuando una mujer encinta entró. Salí de inmediato para no tener que ver de cerca a esa portadora de cadáver y rumiar el contraste entre un vientre agresivo y unas tumbas borrosas, entre una falsa promesa y el fin de toda promesa.
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El deseo de orar no tiene nada que ver con la fe. Surge de un agobio particular, y durara tanto como él, incluso si los dioses y su recuerdo desaparecen para siempre.
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«Ninguna palabra puede esperar otra cosa que no sea su propia derrota.» (Gregorio Palamas).
Una condenación tan radical de toda literatura sólo podía provenir de un místico, de un profesional de lo inexpresable.
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Entre los filósofos de la Antigüedad se recurría voluntariamente a la asfixia por retención del aliento, hasta que sobrevenía la muerte. Esta forma tan elegante, y tan práctica, de terminar ha desaparecido por completo y no es nada probable que pueda resurgir algún día.
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Se ha dicho y repetido: la idea de destino, que supone cambio, historia, no se aplica a un ser inamovible. Así, no se podría hablar del «destino» de Dios.
En teoría no, sin duda, pero en la práctica sólo eso se hace, sobre todo en las épocas en que las creencias se disuelven, en que la fe se tambalea, en que nada parece capaz de desafiar al tiempo, en que Dios mismo es arrastrado hacia la delicuescencia general.
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En cuanto uno empieza a querer cae bajo la jurisdicción del Demonio.
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La vida no es nada; la muerte es todo. Sin embargo, no existe algo que sea la muerte independientemente de la vida. Y es justamente esa ausencia de realidad distinta, autónoma, lo que hace a la muerte universal; no tiene un dominio propio, es omnipresente como todo lo que carece de identidad, de límite y de decoro: una infinidad indecente.
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Euforia. Incapaz de concentrarme en mis humores habituales y en las reflexiones que engendran; empujado por no se que fuerza, estaba eufórico sin motivo, y me decía que ese gozo de origen desconocido es el que deben sentir los que se ocupan en algo y bregan, los que producen. Ni quieren ni pueden pensar en lo que los niega. Y aunque lo hicieran no sacarían ninguna consecuencia, tal como me sucedió a mí durante esa jornada memorable.
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¿Para qué insistir en lo que excluye los comentarios? Un texto explicado no es ya un texto. Se vive con una idea, no se la desarticula; se lucha con ella, no se describen sus etapas. La historia de la filosofía es la negación de la filosofía.
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Queriendo saber, por un escrúpulo bastante dudoso, de qué cosas exactamente estaba cansado, hice una lista: aunque incompleta, me pareció tan larga y tan deprimente que creí preferible plegarme a la fatiga en sí, fórmula halagadora que, gracias a su ingrediente filosófico, le devolvería el ánimo a un apestado.
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Destrucción y estallido de la sintaxis, victoria de la ambigüedad y del poco más o menos. Muy bien. Pero intentad redactar vuestro testamento y veréis si el difunto rigor era tan despreciable.
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¿El aforismo? Fuego sin llama. Se entiende que nadie quiera calentarse en él.
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No podría alcanzar la «plegaria ininterrumpida), tal y como la preconizan los hesequiastas, ni aunque perdiera la razón. De las piedad sólo comprendo sus desbordamientos, sus excesos sospechosos, y el ascetismo no me retendría un solo instante si no se encontraran en él todas las cosas que le son propias al mal monje: indolencia, glotonería, gusto por la desolación, avidez y aversión del mundo, conflicto entre tragedia y equívoco, esperanza de un hundimiento interior...
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Contra el desaliento monástico no recuerdo qué Padre recomendaba el trabajo manual.
Admirable consejo que siempre he practicado espontáneamente: no hay tedio, ese desaliento secular, que resista al esfuerzo físico.
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Desde hace años sin café, sin alcohol, sin tabaco. Por fortuna ahí está la ansiedad que reemplaza con provecho a los más fuertes. excitantes.
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El más grave reproche que se puede hacer a los regímenes policíacos es que obligan a destruir, por medida de prudencia, cartas y diarios, es decir, lo que hay de menos falso en literatura.
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Para mantener la mente despierta, la calumnia se revela tan eficaz como la enfermedad: la misma inquietud, la misma atención crispada, la misma inseguridad, el mismo enloquecimiento que fustiga, el mismo enriquecimiento funesto.
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No soy nada, es evidente, pero como durante mucho tiempo he querido ser algo, no acabo de ahogar esa voluntad: existe porque ha existido, me atormenta y me domina aunque la rechace. De nada me vale relegarla al pasado, se resiste y me aguijonea: no habiendo sido nunca satisfecha, se mantiene intacta, y no acepta plegarse a mis órdenes. Copado entre mi voluntad y yo, ¿qué puedo hacer?
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En su Escala del Paraíso, San Juan Clímaco observa que un monje orgulloso no tiene necesidad de ser perseguido por el demonio.
Pienso en Fulano, que echó a perder su vida en el convento. Nadie como él estaba tan bien dispuesto para distinguirse en el mundo y brillar. Incapaz de humildad, de obediencia, escogió la soledad y se hundió en ella. No había nada en él para convertirlo, según la expresión del mismo Juan Clímaco, en «el amante de Dios». Con sarcasmo no se pueda alcanzar la salvación, ni ayudar a los otros a alcanzar la suya. Con sarcasmo sólo es posible esconder las heridas, sino las decepciones.
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Es de una enorme fortaleza, y una gran suerte, poder vivir sin ninguna ambición. Me constriño a ello. Pero este hecho tiene ya que ver con la ambición.
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El tiempo vacío de la meditación es, en realidad, el único tiempo lleno. No deberíamos avergonzarnos nunca de acumular instantes vacíos. Vacíos en apariencia, llenos de hecho. Meditar es un ocio supremo cuyo secreto se ha perdido.
*
Los gestos nobles son siempre sospechosos. Siempre se arrepiente uno de haberlos hecho. Son falsedad, teatro, pose. Es verdad que igualmente se arrepiente uno de los gestos innobles.
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Si vuelvo a pensar en cualquier momento de mi vida, en el más febril o en el más neutro, ¿qué ha quedado de ellos, cuál es ahora la diferencia entre ambos? Todo se parece, sin relieve ni realidad, y me encontraba más cerca de la verdad cuando no sentía nada. ¿Qué sentido tiene haber experimentado lo que sea? No hay ya ningún «éxtasis» que la memoria o la imaginación pueden resucitar.
Filosofia: Cioran - El Inconveniente de Haber Nacido - Parte 21 - (De l'inconvenient d'etre ne - 1973) - Links
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