jueves, 22 de enero de 2015

Cuento: Fabio Fiallo - Las cerezas - Links a mas cuento








Las cerezas
                                                                                                                                                                A Rubén Darío



     Cuando yo sumaba apenas trece años, ya la Adolescen-cia había ceñido a la blanca frente de mi prima Eulalia quince botones de sus rosas más fragantes y lozanas. ¿Cómo, pues, resulta que al volver hoy la vista desde el umbral sombrío de mis treinticinco años, me encuentro a mi prima, no sólo radiante de juventud, hermosura y gracia, sino, más que nunca, firme en sus veinticuatro abriles recién cumplidos?
¿Increíble?
     Si; un poco, cuando menos.
Verdad es que el ligero esquife de aquella dulce vida siempre bogó al blando impulso de los céfiros, sobre las aguas encantadas del lago Ensueño, escoltada por una ronda de cisnes ideales que fingían alba escuadra de góndolas graciosísimas, mientras en las risueñas már-genes cercanas susurraban sus diálogos suaves las margaritas y los heliotropos.
En tanto que la funesta nave de mi vida….
Pero… hablemos de mi prima.
Cuenta ella que siendo muy niña, dos lustros tal vez no tenía, era golosa en sumo grado; y que un primo suyo, zagal fuerte y buen mozo, llevábala por los campos en busca de cerezas que el truhán cambiábale por besos cobrados con profusión.
Y cuenta ella también, que una fresca mañana la inocente pareja correteaba en busca de nidos por la apartada heredad de un tío, cuando de improviso vieron sobre ellos el toro más espantoso y feroz. Tenía los cuernos retorcidos, y largos y afilados como puñales. Merced a una cercana caverna a donde la arrastró su animoso compañero, podía ella contar ahora aquel fiero trance, el más apurado de su vida. La entrada del salvador refugio fue atrincherada, aunque no muy fuertemente, sin duda; y en tal escondite hubieron de permanecer horas enteras, escuchando los terríficos bramidos del minotauro, temblorosos de miedo y estrechamente abrazados. Por fin llegó el tío, puso en fuga el bicho y pudieron ellos abandonar la caverna.
Y yo, héroe de ambas hazañas, apenas si me reconozco en esa fantástica leyenda creada por la romanesca imaginación de mi bella prima.
Mis recuerdos, son así:
Una tarde sorprendióme Eulalia devorando un puñado de frescas e incitantes cerezas; tanto más frescas e incitantes, cuanto que acababan de ser pilladas en el cercado ajeno. Ya en su relato confesó mi prima que de niña era golosa, yo afirmo que también era rapaz en sumo grado. En esta ocasión de las cerezas, prevalida de sus fuerzas, arrebatóme mi botín sin dársele un ardite ni de mis derechos ni de mis protestas. Hombre ya, he podido convencerme que la acción de Eulalia era perfectamente correcta y fundada en los más rudimentarios preceptos de la práctica internacional, que acumula derechos a quien cuenta con mayores fuerzas acumuladas. 

Comióse ella, pues, tranquilamente mis cerezas, y cuando ya sólo quedábale una, vino a mí y me la brindó, tenida entre sus labios, con la condición de que había de tomarla sin auxilio de las manos. Alcéme en la punta de los pies para alcanzarla como érame ofrecida; mas, mi prima, que gustaba de burlarme, ocultó con presteza el delicioso grano y mi boca hambrienta sólo apresó su boca, empapada aún en el jugo de las cerezas. Rió ella de mi engaño y tornó a chasquearme con la misma treta; mas, a la tercera vez, mantuve la roja y ardiente presa entre mis dientes hasta que fui servido con la mitad del codiciado fruto.
Desde esa tarde quedó instituido aquel juego, y tal presteza adquirimos en ejecutarlo, y con ello tan grandísimo gusto sentíamos, que en ocasiones una misma cereza pasaba de su boca a la mía, de mi boca a la suya, infinidad de veces, y todos nuestros entretenimientos anteriores fueron relegados al olvido.
Pero, a medida que se internaba la estación escaseaban las cerezas. Un día propuso Eulalia:
¿Si fuéramos mañana temprano a buscarlas en la heredad del tío Juan?
No, que nos regañan.
¡Calzonazos!
   Hirióme aquella expresión como la punta cruel de un látigo, y dije: Iremos.
A la mañana siguiente, allá íbamos por la verde campiña, matizada de flores silvestres, poblada de pájaros cantores, inundada de luz estival.
Los propósitos de Eulalia en aquel día eran de los más raros y graves: No quería jugar, no quería correr, no quería saltar. Quería que paseáramos del brazo, como grandes personajes, bajo la sombra de los álamos gigantes que tendían su arcada sobre el camino, y que habláramos de cosas serias, de la vida, del amor.
Yo no entendía una jota de tales temas, pero confieso que en aquella hora todo mi ardiente anhelo se cifraba en complacer a mi prima, a quien encontraba lindísima con su corpiño azul y su sombrero amarillo de paja, bajo cuyas alas escapábanse, ondulantes, hasta la cintu-ra, dos trenzas de oro, dos chorros de sol.
Andábamos, andábamos. Y mientras ella hacíame preguntas o muy tontas, o muy hon-das, yo respondía como mi escasa ciencia de la vida dábame a entender. ¿Un nido? Pues un nido es un cestito de paja y hojas secas suspendido en la ra-ma de los árboles por la mano de Dios, como las estellas. ¡Quién sabe; acaso las estrellas también sean nidos!
Rióse Eulalia y comenzó su explicación.
Un nido… Un nido es…
De súbito prorrumpió en un grito de terror, y asiéndome fuertemente por la mano echó a correr. Nada hay más contagioso que el miedo. Aunque yo desconocía en absoluto cuál era el peligro que nos amenazaba en aquel instante, corrí como un gamo a la par de mi prima que no me había soltado. En pocos minutos llegamos a una caverna conocida con el nombre de la Cueva de las Brujas, y, sin detenernos, arrastrándonos como reptiles, nos metimos por su estrecha boca.
Ya adentro traté de inquirir la magnitud de aquel peligro e interrogué a mi prima.
¡Cómo! ¿No viste el espantoso toro que nos venía encima?
    Yo prorrumpí en la más estrepitosa carcajada.
Pero Eulalia, si era la vaca berrenda del tío Juan, que tú conoces tanto como yo.
Te digo que no, que era un toro espantoso, con los chifles retorcidos y aguzados cual puñales.
Y como yo continuara burlándome, ella comenzó a sollozar angustiosamente y a suplicarme:
Primo, por Dios, por la Virgen Santísima, atrinchera esa entrada, ciérrala, tápala.
Pero, ¿de qué modo?
Con tu chaqueta, con mi sombrero, con mi corpiño. Y diciendo y haciendo quitóse rápidamente ambas prendas.
     Ya sabía yo que no corríamos ningún peligro; pero, como no encontraba otra manera de tranquilizar a la aterrorizada Eulalia, accedí a sus ruegos, y con una vara que encontré por tierra, y su sombrero y mi sombrero, y mi americana y su corpiño, cubrí la entrada de nuestro refugio.
El llanto de mi prima iba cesando gradualmente; pero no su miedo, a juzgar por la ansiedad con que se pegaba más y más a mí.
Estábamos sentados en el suelo. La oscuridad que ahora reinaba en la caverna no me permitía distinguir sus facciones, pero yo sentía su brazo desnudo rodear mi cuello y su aliento entrecortado bañar mi rostro.
El aroma de aquel aliento trajo a mi memoria los recuerdos palpitantes de nuestro juego favorito.
Si al menos tuviéramos aquí una cereza,dije.
    Sin apartarse de mí se incorporó ella ligeramente preguntándome, a la vez, con acento indefinible de ternura.
     Verdad, ¿quieres una cereza?
 Y la sentí hurgar entre su ropa; en la falda, en los bolsillos, entre el seno quizás…
Después, con una blanda presión de su mano me hizo inclinar la cabeza, mientras me ponía entre los labios algo que yo creí una cereza…
Y reanudó su interrumpida lección del camino:
     Un nido… Un nido es… 






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