No resistencia a la noche
En el comienzo, creemos avanzar hacia la luz; después, fatigados por una marcha sin fin, nos dejamos deslizar: la tierra, progresivamente menos firme, no nos soporta ya: se abre. En vano buscaríamos perseguir un trayecto hacia un fin soleado, las tinieblas se dilatan alrededor y por debajo nuestro. Ninguna luz para alumbrarnos en nuestro deslizamiento: el abismo nos llama y nosotros le escuchamos. Encima permanece todavía todo lo que queríamos ser, toso lo que no ha tenido el poder de elevarnos más alto. Y, enamorados otrora de las cumbres, decepcionados por ellas después, acabamos por venerar nuestra caída, nos apresuramos a cumplirla, instrumentos de una ejecución extraña, fascinados por la ilusión de tocar los confines de las tinieblas, las fronteras de nuestro destino nocturno. Una vez el miedo del vacío transformado en voluptuosidad, ¡qué suerte evolucionar en el lado opuesto al sol! Infinito al revés, dios que comienza bajo nuestros talones, éxtasis ante las resquebrajaduras del ser y sed de una aureola negra, el Vacío es un sueño invertido en el que nos hundimos.
Si el vértigo se convierte en nuestra ley, llevemos un nimbo subterráneo, una corona en nuestra caída. Destronados de este mundo, llevémonos el cetro para honrar la noche con un fasto nuevo.
(Y, sin embargo, esta caída ciertos instantes de petulancia aparte dista mucho de ser solemne y lírica. Habitualmente nos hundimos en un fango nocturno, en una oscuridad tan mediocre como la luz... La vida no es más que un sopor en el claroscuro, una inercia entre luces y sombras, una caricatura de ese sol interior que nos hace creer ilegítimamente en nuestra excelencia sobre el resto de la materia. Nada prueba que seamos más que nada. Para sentir constantemente esta dilatación en la que rivalizamos con los dioses, en la que nuestras fiebres triunfan sobre nuestros espantos, sería preciso mantenernos en una temperatura tan elevada que acabaría con nosotros en pocos días. Pero nuestros relámpagos son instantáneos; las caídas son nuestra regla. La vida es lo que se descompone en todo momento; es una pérdida monótona de luz, una disolución insípida en la noche, sin cetros, sin aureolas, sin nimbos.)
Volviendo la espalda al tiempo
Ayer, hoy, mañana: categorías para uso de criados. Para el ocioso suntuosamente instalado en el Desconsuelo, y al que todo instante aflige, pasado, presente y futuro no son más que apariencias variables del mismo mal, idéntico en su sustancia, inexorable en su insinuación y monótono en su persistencia. Y ese mal es coextensivo con el ser, es el ser mismo.
Fui, soy o seré, es cuestión de gramática y no de existencia. El destino en tanto que carnaval temporal se presta a ser conjugado, pero desprovisto de sus máscaras, se muestra tan inmóvil y tan desnudo como un epitafio. ¿Cómo se puede conceder más importancia a la hora que es que a la que fue o será? El error en el que viven los criados y todo hombre que se apegue al tiempo es un criado representa un verdadero estado de gracia, un oscurecimiento embrujado; y este error como un velo sobrenatural cubre la perdición a la que se expone todo acto engendrado por el deseo. Pero para el ocioso desengañado, el puro hecho de vivir, el vivir puro de todo hacer, es una faena tan extenuante, que soportar la existencia sin más le parece un oficio pesado, una carrera agotadora, y todo gesto suplementario, impracticable y nulo.
Doble cara de la libertad
Aunque el problema de la libertad sea insoluble, podemos siempre discutir sobre él, ponernos del lado de la contingencia o de la necesidad... Nuestros temperamentos y nuestros prejuicios nos facilitan una opción que zanja y simplifica el problema sin resolverlo. Aunque ninguna construcción teórica logra volvérnosle sensible, hacernos experimentar su realidad frondosa y contradictoria, una intuición privilegiada nos instala en el corazón mismo de la libertad, a despecho de todos los argumentos inventados contra ella. Y tenemos miedo; tenemos miedo de la inmensidad de lo posible, no estando preparados para una revelación tan vasta y tan súbita, a ese bien peligroso al que aspiramos y ante el cual retrocedemos. ¿Qué vamos a hacer, habituados a las cadenas y a las leyes, frente a un infinito de iniciativas, a una orgía de resoluciones? La seducción de lo arbitrario nos espanta. Si podemos comenzar cualquier acto, si no hay límites para la inspiración y los caprichos, ¿cómo evitar nuestra pérdida en la embriaguez de tanto poder?
La conciencia, conmovida por esta revelación, se interroga y estremece. ¿Quién, en un mundo en el que puede disponer de todo, no ha sido presa del vértigo? El asesino hace un uso ilimitado de su libertad y no puede resistir a la idea de su poder. Está dentro de las posibilidades de cada uno de nosotros el arrebatar la vida a otro. Si todos los que hemos matado con el pensamiento desaparecieran de verdad, la tierra no tendría ya habitantes. Llevamos en nosotros un verdugo reticente, un criminal irrealizado. Y los que no tienen la audacia de confesarse sus tendencias homicidas, asesinan en sueños, pueblan de cadáveres sus pesadillas. Ante un tribunal absoluto, sólo los ángeles serían absueltos. Pues nunca hubo ser que no desease al menos inconscientemente la muerte de otro ser. Cada cual arrastra tras de sí un cementerio de amigos y enemigos; importa poco que ese cementerio sea relegado a los abismos del corazón o proyectado a la superficie de los deseos.
La libertad, concebida en sus implicaciones últimas, plantea la cuestión de nuestra vida o de la de los otros; comporta la doble posibilidad de salvarnos o de perdernos. Pero no nos sentimos libres, no comprendemos nuestras oportunidades y nuestros peligros, más que en ciertos sobresaltos. Y es la intermitencia de esos sobresaltos, su rareza, lo que explica por qué este mundo no es más que un matadero mediocre y un paraíso ficticio. Disertar sobre la libertad no lleva a ninguna consecuencia, ni para bien ni para mal; pero sólo tenemos instantes para darnos cuenta de que todo depende de nosotros...
La libertad es un principio ético de esencia demoníaca.
En el comienzo, creemos avanzar hacia la luz; después, fatigados por una marcha sin fin, nos dejamos deslizar: la tierra, progresivamente menos firme, no nos soporta ya: se abre. En vano buscaríamos perseguir un trayecto hacia un fin soleado, las tinieblas se dilatan alrededor y por debajo nuestro. Ninguna luz para alumbrarnos en nuestro deslizamiento: el abismo nos llama y nosotros le escuchamos. Encima permanece todavía todo lo que queríamos ser, toso lo que no ha tenido el poder de elevarnos más alto. Y, enamorados otrora de las cumbres, decepcionados por ellas después, acabamos por venerar nuestra caída, nos apresuramos a cumplirla, instrumentos de una ejecución extraña, fascinados por la ilusión de tocar los confines de las tinieblas, las fronteras de nuestro destino nocturno. Una vez el miedo del vacío transformado en voluptuosidad, ¡qué suerte evolucionar en el lado opuesto al sol! Infinito al revés, dios que comienza bajo nuestros talones, éxtasis ante las resquebrajaduras del ser y sed de una aureola negra, el Vacío es un sueño invertido en el que nos hundimos.
Si el vértigo se convierte en nuestra ley, llevemos un nimbo subterráneo, una corona en nuestra caída. Destronados de este mundo, llevémonos el cetro para honrar la noche con un fasto nuevo.
(Y, sin embargo, esta caída ciertos instantes de petulancia aparte dista mucho de ser solemne y lírica. Habitualmente nos hundimos en un fango nocturno, en una oscuridad tan mediocre como la luz... La vida no es más que un sopor en el claroscuro, una inercia entre luces y sombras, una caricatura de ese sol interior que nos hace creer ilegítimamente en nuestra excelencia sobre el resto de la materia. Nada prueba que seamos más que nada. Para sentir constantemente esta dilatación en la que rivalizamos con los dioses, en la que nuestras fiebres triunfan sobre nuestros espantos, sería preciso mantenernos en una temperatura tan elevada que acabaría con nosotros en pocos días. Pero nuestros relámpagos son instantáneos; las caídas son nuestra regla. La vida es lo que se descompone en todo momento; es una pérdida monótona de luz, una disolución insípida en la noche, sin cetros, sin aureolas, sin nimbos.)
Volviendo la espalda al tiempo
Ayer, hoy, mañana: categorías para uso de criados. Para el ocioso suntuosamente instalado en el Desconsuelo, y al que todo instante aflige, pasado, presente y futuro no son más que apariencias variables del mismo mal, idéntico en su sustancia, inexorable en su insinuación y monótono en su persistencia. Y ese mal es coextensivo con el ser, es el ser mismo.
Fui, soy o seré, es cuestión de gramática y no de existencia. El destino en tanto que carnaval temporal se presta a ser conjugado, pero desprovisto de sus máscaras, se muestra tan inmóvil y tan desnudo como un epitafio. ¿Cómo se puede conceder más importancia a la hora que es que a la que fue o será? El error en el que viven los criados y todo hombre que se apegue al tiempo es un criado representa un verdadero estado de gracia, un oscurecimiento embrujado; y este error como un velo sobrenatural cubre la perdición a la que se expone todo acto engendrado por el deseo. Pero para el ocioso desengañado, el puro hecho de vivir, el vivir puro de todo hacer, es una faena tan extenuante, que soportar la existencia sin más le parece un oficio pesado, una carrera agotadora, y todo gesto suplementario, impracticable y nulo.
Doble cara de la libertad
Aunque el problema de la libertad sea insoluble, podemos siempre discutir sobre él, ponernos del lado de la contingencia o de la necesidad... Nuestros temperamentos y nuestros prejuicios nos facilitan una opción que zanja y simplifica el problema sin resolverlo. Aunque ninguna construcción teórica logra volvérnosle sensible, hacernos experimentar su realidad frondosa y contradictoria, una intuición privilegiada nos instala en el corazón mismo de la libertad, a despecho de todos los argumentos inventados contra ella. Y tenemos miedo; tenemos miedo de la inmensidad de lo posible, no estando preparados para una revelación tan vasta y tan súbita, a ese bien peligroso al que aspiramos y ante el cual retrocedemos. ¿Qué vamos a hacer, habituados a las cadenas y a las leyes, frente a un infinito de iniciativas, a una orgía de resoluciones? La seducción de lo arbitrario nos espanta. Si podemos comenzar cualquier acto, si no hay límites para la inspiración y los caprichos, ¿cómo evitar nuestra pérdida en la embriaguez de tanto poder?
La conciencia, conmovida por esta revelación, se interroga y estremece. ¿Quién, en un mundo en el que puede disponer de todo, no ha sido presa del vértigo? El asesino hace un uso ilimitado de su libertad y no puede resistir a la idea de su poder. Está dentro de las posibilidades de cada uno de nosotros el arrebatar la vida a otro. Si todos los que hemos matado con el pensamiento desaparecieran de verdad, la tierra no tendría ya habitantes. Llevamos en nosotros un verdugo reticente, un criminal irrealizado. Y los que no tienen la audacia de confesarse sus tendencias homicidas, asesinan en sueños, pueblan de cadáveres sus pesadillas. Ante un tribunal absoluto, sólo los ángeles serían absueltos. Pues nunca hubo ser que no desease al menos inconscientemente la muerte de otro ser. Cada cual arrastra tras de sí un cementerio de amigos y enemigos; importa poco que ese cementerio sea relegado a los abismos del corazón o proyectado a la superficie de los deseos.
La libertad, concebida en sus implicaciones últimas, plantea la cuestión de nuestra vida o de la de los otros; comporta la doble posibilidad de salvarnos o de perdernos. Pero no nos sentimos libres, no comprendemos nuestras oportunidades y nuestros peligros, más que en ciertos sobresaltos. Y es la intermitencia de esos sobresaltos, su rareza, lo que explica por qué este mundo no es más que un matadero mediocre y un paraíso ficticio. Disertar sobre la libertad no lleva a ninguna consecuencia, ni para bien ni para mal; pero sólo tenemos instantes para darnos cuenta de que todo depende de nosotros...
La libertad es un principio ético de esencia demoníaca.
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