viernes, 27 de febrero de 2015

Cuento: Anatole France - La misa de los aparecidos - Links a mas Cuento




Anatole France
Francia 


LA MISA DE LOS APARECIDOS

           Al señor Bladé, de Agen, el "escriba piadoso" que ha recogido los cuentos populares de la Gascuña.

Lean lo que el sacristán de la iglesia Santa Eulalia, en Neuville-d'Aumont, me ha referido bajo el emparrado de El Caballo blanco, en un apacible atardecer veraniego, mientras bebíamos una botella de vino rancio a la salud de un difunto muy bien acomodado que acababa de recibir cristiana sepultura con todos los honores, envuelto en un sudario en el que resplandecían hermosas lágrimas de plata.
-Mi pobre padre difunto, fue toda su vida enterrador. Tenía un ingenio agudo, probablemente a causa de su profesión, porque se ha dicho que las personas que trabajan en los cementerios disfrutan de un humor jovial. La muerte no los asusta ni les inspira la más pequeña preocupación. Yo mismo, señor, entro en un cementerio por la noche con la misma tranquilidad que si entrara en la glorieta de El Caballo Blanco. Y si de casualidad me saliera al camino un fantasma, no me asustaría, porque supondría que lo sacaban de la tumba sus asuntos privados, igual que los míos me sacaron de mi casa. Conozco las costumbres de los muertos y su carácter, y sé cosas que los mismos curas no saben. Si le contara todo lo que he visto, usted asombraría; pero no todas las verdades deben decirse, y mi padre, a pesar de ser bastante hablador, no ha revelado la vigésima parte de lo que supo. En compensación desquite repetía con frecuencia las mismas historias, y ha narrado cien veces, delante de mí, la aventura de Catalina Fontaine.
Mi padre recordaba haber visto de niño a Catalina Fontaine, que ya entonces era una vieja solterona. No me sorprendería que aún vivieran en la comarca tres o cuatro ancianos que recordarán haber oído hablar de ella, porque era muy conocida y de muy buena reputación, aunque pobre. Vivía, en la esquina de la Calle de las Monjas, en la casita que se puede todavía ver y que forma parte de una vieja casona medio destruida, con vista al jardín de las monjas Ursulinas. Hay en esa casita inscripciones y figuras medio borradas. El difunto párroco de Santa Eulalia, señor Levasseur, aseguraba que una de aquellas inscripciones decía en latín: El amor es más fuerte que la muerte. Se sobreentiende, añadía, que se refiere al amor divino.





Catalina Fontaine vivía sola en aquella pequeña casa. Hacía encajes. Ya sabe usted que los encajes de nuestra comarca eran antiguamente muy famosos. No se le conocían parientes ni amigos; se decía que a los diez y ocho años se enamoró del joven caballero de Aumont-Cléry, con quien se casó en secreto; pero las personas sensatas nunca lo creyeron y suponían que se inventó esa historia porque Catalina Fontaine tenía más aspecto de señora que de obrera, porque bajo la sombra de sus cabellos blancos aún conservaba restos de una espléndida hermosura, porque su expresión era triste, y porque llevaba una de esas sortijas con dos manos unidas, que en antiguamente se solían cambiar en los matrimonios. Pronto sabrá usted lo que en realidad representaba.
Catalina Fontaine vivía santamente, frecuentaba la iglesia, y todas las mañanas, por muy crudo que fuera el tiempo, salía para oír la misa de seis en Santa Eulalia.
Pero una noche de diciembre la despertó el tañido de las campanas. Segura de que anunciaban la primera misa, se vistió y bajó a la calle donde la oscuridad era tan intensa que no se veían las casas y ninguna estrella brillaba en el cielo. Era tan profundo el silencio en las tinieblas, que ni un perro ladraba a lo lejos, ni se sentía la proximidad de ninguna criatura viviente. Pero Catalina Fontaine, tan conocedora del camino que hubiera podido ir a la iglesia con los ojos cerrados, llegó sin dificultad al ángulo que forma la calle de las Monjas con la calle de la Parroquia, allí donde se alza la casa de madera que tiene un árbol de Jessé esculpido en una gruesa viga. Desde allí vio que las puertas de la iglesia estaban abiertas y proyectaban una claridad magnífica de cirios. Avanzó más, y frente al pórtico notó que la iglesia la llenaban numerosos devotos, pero no pudo reconocer a ninguno de los presentes, y se sorprendió de que la mayoría de los presentes vistiesen traje de terciopelo y de brocado, con plumas en el sombrero, y la espada ceñida según la moda de tiempos pasados. Se veían caballeros apoyados en largos bastones con empuñadura de oro, y damas con una cofia de encaje sujeta por un peine en forma de diadema. Caballeros de San Luis daban la mano a señoras que ocultaban bajo el abanico el colorete de su rostro, del cual sólo se veía la sien empolvada, y un lunar próximo a la sien. Todos se acomodaban en sus lugares sin hacer el menor ruido, y al andar no se oía el rumor de sus pasos sobre las losas ni el roce de sus vestidos. Las naves laterales se encontraban llenas de jóvenes artesanos con parda chupa, calzones de bombasí y medias azules, y abrazaban por la cintura a muchachas muy bonitas, de buen color y con los ojos bajos. Alrededor de las pilas del agua bendita se sentaban en el suelo, con la tranquilidad de los animales domésticos, campesinas de saya roja y corpiño negro, mientras los mozos, de pie tras ellas, las miraban con placer y hacían girar el sombrero entre las manos. Todos aquellos rostros silenciosos parecían eternizados en un instante, amable y triste a la vez. Arrodillada en el lugar que acostumbraba, Catalina Fontaine vio al cura que avanzaba hacia el altar precedido de dos monaguillos. No reconoció a ninguno de ellos. Empezó la misa, una ceremonia completamente silenciosa, donde no se escuchaba el más leve rumor de los labios ni el repiqueteo de la campanilla. Catalina Fontaine, sintiéndose observada por el caballero más próximo, volviendo un poco la cabeza reconoció al joven caballero de Aumont-Cléry, muerto cuarenta y cinco años antes. Lo reconoció por una pequeña señal que tenía bajo la oreja izquierda y, sobre todo, por sus largas pestañas negras. Vestía el traje de caza rojo y galoneado que llevaba la tarde en que se encontraron en el bosque de San Leonardo, y le pidió agua y le dio un beso. Conservaba su juventud y su buena presencia. Al sonreír enseñaba todavía sus dientes de lobo. Catalina le dijo en voz baja:
-Monseñor, que fuisteis mi amigo y a quien yo di en otro tiempo todo lo más preciado que una muchacha puede dar; Dios lo tenga en su gracia y me dé al fin remordimiento por el pecado cometido con usted; porque la verdad es que bajo mis cabellos blancos y cercana la hora de la muerte, no me arrepiento de haberlo amado. Amigo difunto, bello señor; dime quiénes son estas personas, vestidas a la moda de tiempo ya pasado, que presencian esta silenciosa misa.
El caballero de Aumont-Cléry respondió con voz más débil que un suspiro, y sin embargo clara como el cristal:
-Catalina; estos hombres y estas mujeres son almas del Purgatorio que han ofendido a Dios; pecaron como nosotros por amor, pero eso no las aleja de Dios, porque su pecado fue, igual que el nuestro, carente de cualquier malicia.
"Mientras alejadas de lo que más amaron sobre la tierra se purifican en el fuego lustral del Purgatorio, sufren el dolor de la ausencia y este sufrimiento es para ellas el más cruel. Son tan desdichadas, que un ángel del cielo se compadece de su amorosa pena y, con permiso de Dios, reúne cada año durante una hora nocturna al enamorado y a la enamorada en su iglesia parroquial, donde las permite oír la misa de los aparecidos con las manos unidas. Esta es la verdad. El hecho de verte aquí, antes de que murieras, Catalina, es una cosa que no puede realizarse sin la voluntad de Dios”.
Catalina Fontaine le respondió:
-Quisiera morir y sentirme de nuevo hermosa para ti, como aquel día, mi difunto señor, en que calme tu sed en el bosque.
Mientras hablaban en voz baja, un canónigo hacía la colecta y pasaba una bandeja de cobre. Todos los asistentes depositaban en ella monedas antiguas que ya no circulaban desde hacía tiempo; escudos de seis libras, ducados de oro y de plata, jacobos y doblones. Las monedas caían sin producir el menor ruido. Cuando le fue presentada la bandeja de cobre al caballero de Aumont-Cléry, depositó un luis.





Después el viejo canónigo se detuvo ante Catalina, la cual buscó en su bolsillo sin encontrar un marevedí, pero deseosa de hacer una ofrenda como los demás, desprendió de su dedo la sortija que el caballero le había dado la víspera de su muerte y la dejó caer en la bandeja de cobre. El anillo de oro sonó como un pesado badajo golpeando una campana, y al ruido estremecedor que produjo, el enamorado, el canónigo, el celebrante, los monaguillos, las damas, los caballeros, todos los presentes desaparecieron, y se apagaron los cirios, quedando Catalina Fontaine sola en la oscuridad.
Terminada su narración, el sacristán bebió un buen trago de vino; se quedó un momento meditabundo y luego dijo estas palabras:
-Le he contado la historia de Catalina Fontaine tal como mi padre la contó muchas veces, y creo que es verdadera porque está de acuerdo con todo lo que yo he observado sobre las costumbre y las formas que emplean los muertos. Desde mi infancia los he frecuentado mucho, y sé que suelen volver en busca de sus amores.
"Por eso los avaros bajan de noche en busca de los tesoros que ocultaron mientras vivían; llegan y dan vueltas alrededor de su oro; pero sus ansias, lejos de servirle, a veces los perjudica; porque no es raro descubrir el dinero escondido bajo tierra, si se escarba en el sitio donde aparece un fantasma. También los maridos difuntos regresan para atormentar por las noches a sus esposas, casadas en segundas nupcias; y pudiera nombrar a varios de ellos que después de muertos han vigilado a sus esposas mucho más de lo que hicieron mientras vivían.
"Estos últimos son censurables, pues en verdad los difuntos no deberían mostrase celosos; pero yo me limito a referir lo que tengo muy visto. Y esto es algo que no debe olvidar quien se casa con una viuda.
"Pero la verdad absoluta de mi historia se comprueba del modo siguiente: Por la mañana, después de aquella noche, Catalina Fontaine apareció muerta en su habitación; y el sacristán de Santa Eulalia encontró en el plato de cobre que sirve para la colecta, un anillo de oro con dos manos unidas. Además, yo no soy hombre dispuesto a inventar nada... ¿Quiere usted que pidamos otra botella de vino?








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